domingo, 10 de marzo de 2019

Capítulo 6º.



 El capitán Kolleman es un perfeccionista que a menudo raya la paranoia. Pero no hay duda de que sus “soldados”, como él los llama, sean los mejor preparados de los grupos de asalto de la policía metropolitana; por eso es el oficial en jefe asignado al grupo operativo anti terrorista.
 Todos los días, en cada turno, mantiene a la mitad de sus soldados en alerta roja, en tanto con la otra mitad entrena hasta el límite sobrepasándolo a menudo; primero la dura pista americana, después el gimnasio, entre uno y otro simulacro de emergencia.
 Los hombres maldicen su nombre por todas las esquinas de Jefatura.
Se sabe odiado pero no le importa, él sostiene que prefiere ser odiado que tener que asistir a los funerales de sus soldados. Considera que si uno de sus hombres cae abatido por balas asesinas, nunca sería aceptable que lo haga por falta de preparación. Dice lleno de orgullo militar que sus soldados son los mejores, los más duros y un peligro latente para todo aquel miserable criminal que ose enfrentarse a cualquiera de ellos. Y esa es una cuestión que no admite dudas.
Bueno muchachos... ahora es preciso que mováis las piernas como si vuestra vida de ello dependiera; fijaos bien... . Dice levantando su pierna derecha, en pose de kárate, y golpeándola ruidosamente con la palma abierta de su mano. He dicho las piernas y cuando digo las piernas quiero decir que corráis como alma que lleva el diablo, por tanto no mováis el culo como maricones, esto no es una academia de señoritas.
Toca el silbato y todos los hombres a una corren como poseídos verdaderamente. De forma ordenada pero a la carrera entran por una de las puertas del pabellón de asaltos, recogen el material asignado a cada cual y completamente pertrechados salen por la otra puerta, alineándose con prontitud frente a sus furgones blindados.
Kolleman, respirando con vehemencia tras el esfuerzo realizado, ya que siempre realiza con sus hombres todos los ejercicios, contempla a sus soldados. Los mira con cara de pocos amigos y poniéndose rojo como una amapola, como transformado en ira pura, mira su reloj... y con voz de perro rabioso, dice: maldita sea, sólo habéis rebajado dos segundos, aún estáis a diez galaxias, a diez malditos segundos del tiempo que debéis tardar en realizar este ejercicio.
Pasea enrabietado frente a sus hombres, mirando con gestos de incredulidad el reloj, mientras a grito pelado les dice. Cada segundo cuenta, cada maldito segundo marca la diferencia entre la vida y la muerte de las personas que esperan a que aparezcamos en el teatro de operaciones.
Tenéis que ser más rápidos.
¿Más aún?. Susurra alguien la pregunta. Se oyen algunos “eso, eso”.
En efecto eso, eso, más rápidos aún. Así que volved a dejar el material en el pabellón y al gimnasio. Concluye.
Una vez allí.
Volvemos a calentar. Esta vez sin previo aviso, quiero que desde el momento en que oigáis el silbato, tardéis solo cincuenta segundos en cambiaros, y pertrechados completamente forméis frente a los furgones. Y he dicho cincuenta ni uno más.
Los murmullos de desaprobación arrecian, pero a pesar de las protestas los hombres cumplen con lo ordenado.
No hay duda de que son los mejores, y Kolleman en el fondo lo sabe, aunque lo disimula muy bien.

Capítulo 7º.



Alejandra y Karl Patriksen. A pesar de todo el amor.

La vida es dura y con bastante frecuencia cruel, cruel hasta hacerse insoportable. Para los que aman, el dolor que esta produce se ve mitigado cuando en los brazos de la persona amada el tiempo se detiene y el mundo y todo cuanto lo conforma desaparecen como por arte de magia; todo, absolutamente todo, menos la persona amada. Y algo de esa magia se queda entre los dos y te envuelve cuando entregados el uno en los brazos del otro se dan, sin pedir nada a cambio, con el más sublime de los gozos el puro e inalterable amor de los verdaderos amantes.
Todo se olvida en el calor del hogar cuando se juntan los dos. No se ven durante el día, es al atardecer, con la última luz del astro rey, el momento en que pueden renovar sus votos.
Alejandra trabaja todo el día fuera del hogar, desde que su amado esposo sufrió el espantoso accidente que le postró en una silla de ruedas en la que, por no poder pagarse una cara intervención quirúrgica, que el seguro médico que tenían se negó a pagar y la impasible seguridad social les deniega una y otra vez, deberá permanecer en ella durante varios años hasta que consigan reunir el dinero suficiente para costearla.
Son jóvenes, y por eso piensan que todo pueda volver a ser como antes y que ahora anhelan y sueñan.
Karl estudia con ahínco, es lo único que puede hacer en su situación, aprende electrónica por correspondencia, y espera tener algún día su propio taller de reparaciones; ahora solo desea que el tiempo corra, que pasen los días, las semanas, los meses y los años.
En su propia cárcel espera que lleguen tiempos mejores. Desea valerse por sí mismo, sacar a su joven y amada esposa de aquel barrio donde viven, o mejor dicho donde malviven. Teme, y no sin cierta razón, que un día la ataquen para robarla o violarla; hay demasiado drogadicto, facineroso y obseso suelto, y ella es tan bonita.
Cuando se sientan uno al lado del otro, a charlar del trabajo de ella o de los progresos de él, o solamente a ver la televisión como una pareja cualquiera antes de acostarse, todo parece como si fueran los primeros y felices tiempos. Karl sueña despierto que puede andar y su esposa Alejandra le espera con sus dos preciosos niños, rubios y alegres como él. Sueña que viven en una de esas casas de las afueras, con un amplio porche y un bonito jardín con dos autos a la puerta.
Solo son sueños, sueños de personas que a pesar de la adversidad y las patadas de la vida se aman y se quieren sin tapujos, sin interés, de verdad.

Capítulo 8º.



Albert y Louisse Simpson. No queremos más.

Forman un matrimonio bien avenido de mediana edad, el cincuenta y dos y ella cuarenta y ocho años, no desean subir más peldaños en la escala social, se consideran muy afortunados; después de tantos años de vida marital aún se respetan, siguen apoyándose uno en el otro.
Albert consiguió una holgada posición económica y social gracias a sus estudios de ingeniero de caminos y al tesón con que los puso en práctica, trabajando en cualquier apartado lugar del país.
Hoy su vida se desarrolla en una lujosa mansión situada en las afueras; no tienen hijos, aunque en su tiempo los buscaron sin éxito. No se reprochan su infertilidad, se dedican muy al contrario a darse mutua felicidad, no como cuando eran jóvenes y cada día era un aleluya al amor, pero todavía se sorprenden con una flor o un regalo.
Comparten lo que Dios les ha permitido coger de la vida. Tienen días buenos y otros peores, pero saben y agradecen su holgada posición con respecto al resto de los mortales.
Louise está siempre en casa, siempre y cuando la dejan sus continuas actividades en pro de la comunidad a la que dedica una buena parte de su tiempo. Para ella son imprescindibles el orden y la limpieza, por ello es muy normal verla en plena faena, limpiando o embelleciendo cualquier rincón de su hermosa casa; solo se ayuda con una empleada, Alejandra, la cual ayuda en la cocina y con la colada.
Louise siempre anda buscando jardinero para que cuide y arregle su amplia parcela; de vez en cuando aparece algún chicano o un transeúnte que invariablemente se compromete a trabajarlo, y como de costumbre al poco tiempo éste acaba pidiendo la cuenta y siguiendo su errante camino.
Tal vez esté mi hermoso jardín predestinado a ser una especie de selva abandonada. Dice suspirando con resignación.
Por otra parte tienen pocos vecinos, y los que tienen apenas si los ven, son todos jóvenes matrimonios, sin hijos como ellos, y ahí acaban las similitudes; gente que no pasa tiempo en casa, que trabajan ambos en la ciudad, gente que desdiciendo lo dicho antes, tienen al igual que ellos hermosos y descuidados jardines.

Capítulo 9º.



Comisaría del Distrito Este.

Como todos los días la comisaría da la imagen de una casa de locos, policías de uniforme y gente de paisano andando por pasillos y escaleras, o esperando en las zonas habilitadas para las denuncias u otras gestiones propias del centro policial.
La zona que se supone debe controlar pasa por ser la más variopinta y conflictiva de la metrópolis.
Arranca su distrito desde las afueras de la ciudad, en la zona de los  chalets más fabulosos del Estado. Uno de los límites lo marca precisamente en esa zona el Río Durango, una caudalosa frontera, que a lo largo de su recorrido por el área metropolitana es cruzado por numerosos puentes y queda remarcado por varias docenas de playas y varaderos, donde se puede pescar y/o bañarse en algunos de los primeros y amarrar y embarcar en los segundos. El otro límite se encuentra dentro del centro de la gran urbe, abarcando completamente el barrio viejo, que no antiguo, y obrero de la ciudad, donde se refugian los marginados y los espaldas mojadas. El Parque Central, patrullado por agentes a caballo y vehículos motorizados, se encuentra entre los dos límites, más cerca del último que del primero.
Es medio día, la hora del relevo en comisaría, unos agentes entregan los autos patrulla en tanto otros salen a comenzar su labor, hay quien debiendo haber salido ya, aún pierde el tiempo en los pasillos del recinto policial.
Ya estamos como de costumbre jodiendo la marrana y haciendo que pierda los nervios. Grita fuera de sí con evidentes muestras de estar muy  cabreado y con gesto nervioso, un suboficial de color a dos agentes que con gran parsimonia toman café apoyados en la máquina que lo expende cerca de la puerta principal.
Jhon... mira para ese lado, yo lo haré para este. ¿Ves algún nervio? Dice con cara de cachondeo el agente Juan Sánchez.
En absoluto Juan, no veo ninguno ¿Y tú, vez algo? Contesta el aludido Jhon Crawford.
Se acabó, me tenéis hasta las mismísimas pelotas, anotaré esto en vuestra hoja de servicio: insulto a un superior. Les hace saber el suboficial Morrison apuntando a ambos con el dedo índice.
Bueno, bueno... tampoco es para ponerse así sargento, ya nos íbamos. Abrevia Jhon.
Adiós sargento Morrison... que tenga un buen día... y no pierda los...
Morrison hace amago de atizarle a Juan con la carpeta que sostiene con la mano, pero estos no se esperan para verlo acabar la acción. Se pierden en dirección al aparcamiento antes de que el suboficial pierda definitivamente los nervios y la compostura.
Arrancan el auto patrulla y salen del aparcamiento en dirección a su zona,  como de costumbre.
¿Qué socio, apostamos a ver quien acierta la primera chorrada que nos manda hacer el sargento esta tarde? Pregunta Jhon.
¿Qué será será, un incendio, un atraco, tal vez una violación a lo que el payaso de Morrison nos ha de mandar? Canturrea Juan, en tanto Jhon le acompaña dirigiendo una imaginaria orquesta con la defensa por batuta.
Mejor será que no nos llame en toda la patrulla. Tercia Jhon guardándose la porra.
¿Qué te parece si vamos a descansar un rato al Durango socio?
Me parece Juan, me parece.
Pues ejecuta tú el plan a mí me da risa y se me puede notar.
Jhon coge el micro y dice: Oscar 0, Oscar 0, aquí Lince 26.
Adelante 26, aquí Oscar 0. responden desde la centralita de la comisaría.
Nos ha comunicado una señora que hay un tipo raro merodeando por su chalet, cerca del Durango. Solicitamos permiso para echar un vistazo.
26 permiso concedido, cambio y cierro.
El agente de comunicaciones sonríe y se rasca la cabeza, piensa seguro de acertar que esos chicos nunca cambian; eso del Durango es más viejo que el edificio donde se encuentra la comisaría.
Aún mantiene la sonrisa en sus labios cuando aparece el sargento Morrison, que de inmediato le pide novedades.
¿Algo nuevo Jack?
Nada importante, todo marcha como la seda. Responde este con toda tranquilidad.
Es igual, veré si hay alguna comprobación atrasada, no quiero que los chicos del 26 descansen esta tarde.
¡Ah se me olvidó! Ejem... . Carraspea. Los del 26 han solicitado permiso para localizar a un merodeador...
No sigas. Corta Morrison. ¿Por casualidad no será en el Durango?
Me temo que sí.
Mierda esta vez me los paso por la piedra, palabra. Se lleva los dedos a los labios, formando una cruz, y lanza un beso rabioso entre ambos.
Sale maldiciendo directo al despacho del Jefe de servicio. Aunque éste último le dirá lo de siempre, como si lo viera.
Paciencia Morrison, si tienes la seguridad de que te toman el pelo y puedes demostrarlo, hazlo constar en la hoja de servicio.
¿Cómo demonios quiere que lo demuestre?
Tú sabrás, buenas tardes Morrison... cierra la puerta al salir.

viernes, 8 de marzo de 2019

Capítulo 10º.



Comienza la cuenta a atrás.

Primer día. Miércoles 11 horas de la mañana. Palacio de Congresos.

Como comisario del departamento anti terrorista de la policía metropolitana me hallaba revisando las medidas de seguridad que habían sido adoptadas en el Palacio de Congresos, el cual era sede a partir de hoy del Décimo Congreso Internacional por la Paz. Interesante reunión que por desgracia nunca conseguía imponer su hermoso propósito, pero que sin duda alguna mantenía abierta la puerta de la esperanza para aquellas naciones que por distintas y peregrinas causas se hallaban envueltas en conflictos bélicos.
Hasta ahora todo andaba bien, lo que no me tranquilizaba en absoluto pues solo hacía una hora que el congreso estaba inaugurado. Quedaban algo más de tres días para que este acabase. Para ser más preciso cincuenta horas repartidas en tres largos y delicados días. Justo hasta la una del mediodía del próximo viernes, momento en que los dignatarios de más de cien países, incluido nuestro presidente, clausurarían la reunión.
Tenemos informes de las distintas policías del mundo y de varios servicios secretos, de que varias organizaciones terroristas pretenden golpear con sus acciones criminales la buena marcha de las conversaciones, es el momento en el marco ideal para hacerlo por el gran eco informativo al que se harían acreedores.
Aunque hemos tomado todas las medidas de seguridad habidas y por haber, tengo un presentimiento que me pone los pelos de punta.
Me fundo entre la multitud procurando envolverme en el ambiente que emana de la masa, intentando captar alguna sensación, algún mensaje o un simple atisbo de algo que no va bien o que no está en donde debe estar, cualquier cosa no apreciable desde los puestos de observación asignados al personal de seguridad.
Recorro los pasillos como un visitante cualquiera adentrándome en los escenarios que empiezan a formar parte de la historia de esta humanidad que busca fórmulas de convivencia en paz. Muchos de los hombres con los que ahora me cruzo o comparto el espacio físico de este formidable Palacio, pasarán a figurar con nombres propios en algún que otro renglón de esa historia que hoy, sin duda, se está escribiendo desde aquí. Unos en mayor grado que otros, pero de la que todos se sentirán orgullosos de conformar, y que contarán primero a sus hijos y luego, posiblemente, a sus nietos.
Realmente es interesante esto de mezclarse con la gente; siempre que recuerdo momentos como este, los recuerdo en el otro lado de la masa, apartado y distante, en el sitio que se suele ocupar cuando se representa al brazo armado de la ley.
Sigo absorto en mis pensamientos cuando de pronto suena una alarma, justo en el sitio donde me encuentro, dos policías se abalanzan sobre mí.
Vaya... perdone señor comisario... me temo que hizo sonar la alarma con su... ejem... arma. El agente se disculpa como puede. Pero la verdad es que si de alguien es la culpa ese soy yo, y así se lo hago saber.
Tranquilo agente, está perdonado, como todos vemos la culpa es mía. El agente me saluda agradecido. Le devuelvo el saludo y me giro volviendo sobre mis pasos; pienso acertadamente que al menos he podido comprobar insitu y por sorpresa que los sistemas de detección de armas funcionan a la perfección y los agentes están al tanto de lo que pasa.
Y de pronto lo vi...
Un hombre de aspecto agradable, con grandes gafas y sombrero blanco, observa con media sonrisa al comisario Martín y la escena recién protagonizada por los policías; éste a su vez, súbitamente interesado por la cara del individuo que tan fija y descaradamente le observa, enfrenta su mirada al hombre.
El presentimiento que hace escasos momentos le erizó la piel, le vuelve a inquietar, esta vez un frío sudor le recorre la espalda. Alguien se interpone entre ellos. Un segundo después el curioso observador ya no está, se ha volatizado.
Ricardo Martín, comisario del grupo operativo anti terrorista de la policía metropolitana, ahí enfrente tenías al más jodido terrorista que hay en este puto mundo y te has quedado clavado, mirando sin reaccionar, has dejado que se haga humo. Era mi pensamiento, pero lo había convertido en palabras perfectamente audibles. Y lo peor es que Francoise, el jodido inspector de madre parisina me ha debido de oír. En este preciso momento se dirige a donde yo me encuentro portando una amplia sonrisa en su hipócrita cara de zalamero que lo sabe todo; y la verdad es que no me hace maldita la gracia lo que un destripador de bragas de treinta y seis años, con nombre de conquistador francés pueda pensar de mi aptitud, y menos gracia aún si lo pregona a todo el equipo, así que antes de que abra la boca le digo alto y claro.
Ni una palabra de esto a los chicos Francoise o te mando a dirigir el tráfico el día de San Valentín.
Muy apropiado jefe. Respondió de corrido. No sabe usted bien lo que se liga con el pito y la porra. ¿Si quiere, continuó, le cuento lo que me pasó una vez con una rubia de impresión y su BMW descapotable?.
El muy jodido de Francoise no tenía desperdicio y sabía muy bien como sacarme de quicio, así que con evidente enfado le dije:
No quiero escuchar tus cochinas aventuras, y en cuanto a lo que acabas de escuchar, ni media a los chicos; mi amenaza va en serio, quiero que te quede bien claro ¿OK?... yo hablo con quien quiero, incluso conmigo mismo; igualmente hago saltar todas las alarmas si lo creo conveniente, cuando y donde quiera. Privilegios de ser comisario especial, ¿ha quedado claro?.
Entendido jefe, dijo levantando por encima de su cintura las manos, a la vez que inclinaba ligeramente su cabeza hacia su derecha arqueando sus cejas... ¿osea, prosiguió, que la alarma la hizo saltar usted? Vaya, vaya, esto si que es bueno. Una ligera mueca de risa se remarcó irónicamente en los finos labios del inspector Francoise.
Lo fulminé con la mirada, bueno al menos eso es lo que deseé; y como de costumbre me mesé el pelo con las manos, tratando de relajarme y me marché maldiciendo al jefe de personal por no mandarme a policías de verdad, en vez del conjunto de inútiles y ... en fin, mesado y relajado continúo con lo mío.
Una vez que Francoise desaparece de mi vista, me acerco al reservado que ocupa mi equipo en el Palacio de Congresos. Delgado que está absorto observando los monitores de seguridad de la entrada, no se apercibe de mi presencia. Me acerco hasta él, carraspeo ligeramente y cuando, por fin, atraigo su atención, le ruego que se encargue de forma personal de la supervisión del resto de puntos que me quedan por controlar.
No se preocupe jefe, puede marchar tranquilo, ya me encargo. Y marcho, desde luego muy tranquilo, Delgado es uno de mis mejores elementos, y sinceramente, espero que dure en el equipo.
Nos veremos en Jefatura después de comer, le recuerdo mientras salgo.
Me voy caminando a pesar que la Central se encuentra bastante alejada del recinto del Palacio de Congresos. Preciso pensar sobre lo que acaba de ocurrir, y especialmente con el tipo de la media sonrisa; aunque haya gente que desprecia los presentimientos, a mí personalmente me llegan a preocupar seriamente.
Esa cara es todo un augurio, y aunque mi memoria fotográfica me indica que no la he visto nunca, mi instinto profesional me recomienda atención. Me da la sensación de que ese rostro habrá de traerme problemas.
Las calles de la gran ciudad están repletas a estas horas del mediodía con gente que ajena al resto camina deprisa y segura, también se ve algunas personas distraídas que son pasto de los descuideros que aprovechan la multitud para sus propios intereses; a quienes esperan el autobús, un imposible taxi, a ciudadanos ociosos que ocupan su valioso tiempo no preocupándose de su paso. Y por supuesto multitud de gente que circula en rápidos y ruidosos vehículos, armazones metálicos con ruedas y carentes de alma, exigentes y omnipresentes. Y pájaros... sí, sí pájaros, unos casi increíbles grupos de pájaros de las más diversas especies; aves que escaparon de sus doradas y reducidas jaulas, pájaros que, sin duda, optaron en un descuido de sus esclavistas amos por la extraña y, para la mayoría, desconocida llamada de la libertad, diversas especies de esos entrañables y alados seres que siempre acaban reuniéndose en ruidosas aglomeraciones en las abundantes y moldeadas zonas verdes de la metrópolis. Instalan sus nidos en las frondosas copas de los públicos árboles, alimentándose en el público suelo de la libre y privada caridad humana, poca y escasa por cierto. Entre la alada diversidad hay palomas, palomas blancas, palomas mensajeras, tordas y torcaces, palomas coloreadas que siempre vuelven diligentes al palomar. Afortunadamente para todo este variopinto y multicolor espectáculo animal, al ser hoy un cálido día de primavera se apetece estar en los jardines de nuestra preciosa ciudad, muchos abueletes lo aprovechan con lo que la abundante fauna alada y más de una ardilla se están pegando un nada despreciable banquete a base de semillas variadas y migas del siempre apetecible pan. Algunos tiernos infantes, a pesar de la reprobación de sus mamás, vacían el contenido de sus bolsas de palomitas de maíz o bolitas de queso.

Capítulo 11º.



18 horas del miércoles. Jefatura.
Nada más llegar a la Central y apenas me he sentado en mi butacón  entra Monroe, otro de los especímenes que tengo a mis órdenes.
¿Qué ocurre detective? Pregunto sin muchas ganas, a la vez que me llevo las manos a la cabeza, apoyo los codos sobre la mesa, y me doy un ligero masaje con ambos pulgares sobre mis sienes; no sé es como un acto reflejo, es como si ya intuyera que me da a dar una jaqueca inminente.
Malas noticias señor comisario, acabamos de recibir este fax del laboratorio. Se trata del resultado de una dactilografía proveniente de las entradas internacionales en el aeropuerto. Me dice enseñándome ostensiblemente un folio que sostiene en su mano.
Se lo tengo casi que arrancar de allí y, comienzo a leerlo.
Maldita sea... . Carraspeo. Vaya por Dios, han detectado en el control de huellas la presencia de un peligroso y buscado terrorista... Luis Krant. Moví la cabeza ladeándola lentamente, a la vez que hacía una mueca de preocupación.
Un buen elemento si señor; se le suponen más de cien asesinatos según el informe, y como podrá comprobar...
Le interrumpo con un rápido y cortante gesto de mis manos. Este tío me tiene hasta las narices.
Escucha Monroe; no preciso que me digas que pone en el informe, casualmente sé leer desde mi paso por la escuela primaria, y desde entonces ha llovido bastante ¿vale?. Ahora sal de aquí y cierra la puerta al hacerlo, por favor, ya te llamaré si te necesito para algo... Adiossss. Le dije remarcando de forma obstensíble las eses.
De acuerdo señor comisario, siempre a sus órdenes... si me necesita...
Adiossss... Monroe salió por fin.
Cuando me harté de maldecir al jefe de personal por la plantilla que me había proporcionado, me concentré de nuevo en el informe que tenía delante de mí. Un completo dossier del malnacido de Krant,
Luis Krant, alias el Carnicero de Belfast. Un gran hijo de puta proveniente del este europeo, de donde escapa perseguido por el KGB; se instala en Irlanda del Norte, en concreto en Belfast, como canta una parte de su alias, y en donde en poco tiempo se convierte en un hombre clave en numerosas e importantes operaciones de la insurgencia anti británica, llevando acabo diversas acciones terroristas de gran calado bajo la franquicia del IRA.
Desaparece del norte de Irlanda cuando Scotland Yard parece cercar a nuestro hombre. Se desconoce donde ha permanecido los dos últimos años, aunque se supone que haya estado en Libia, donde con toda seguridad ha  perfeccionado su forma de trabajo.
Queda probado por este gabinete que el tal Carnicero de Belfast o Luis Krant, ya había operado, antes de darlo por ilocalizable, en nuestro país. Y en concreto en acciones con artefactos explosivos, en los que se produjeron numerosas pérdidas humanas. También es necesario reseñar que según los datos aportados por diferentes agencias de seguridad, tanto nacionales como internacionales, nunca actúa en equipo; y la mayoría de sus víctimas no tienen nada que ver con sus verdaderos objetivos, son solo daños de los llamados colaterales.
El dossier no acompañaba foto del sujeto, ya que  ni los soviéticos, ni ninguna de las agencias de inteligencia nacionales e internacionales parecían disponer de algo tan elemental como eso, una maldita imagen.
Un bonito regalo para occidente habrá pensado el KGB.
Ni siquiera el nombre era el suyo real, ya que L.K. eran las iniciales del nombre en clave dado a las huellas dactilares aparecidas entre los restos de artefactos explosivos, recogidas en diversos atentados terroristas.
La foto, aunque no existiera, yo ya tenía su imagen en mi memoria, detrás de aquel bigote, bajo el sombrero, y su mirada casi oculta por esas enormes gafas, había sin duda alguna un rostro y yo estaba seguro que cuando volviera a encararlo lo reconocería de inmediato. Algo en mi interior me estaba diciendo que Krant y el tipo de la sonrisa misteriosa eran la misma persona, y ese pensamiento empezaba a revolverme el estómago.
Me sirvo un trago de bourbon, lo necesito...
De pronto empiezo a comprender, me da la sensación de que mis neuronas van por libre, pero no, solo que van uniendo los hilos de una dolorosa historia que me atañe muy personalmente. El fue el responsable. Mis manos se crispan sobre el vaso; unas lágrimas pugnan por salir. A mi mente vuelven desde el pasado, como si fueran de ayer mismo, imágenes de los días que menciona el dossier sobre la segura visita del Carnicero. Vaya si lo recuerdo; el odio me invade, puedo palpar la aglomeración de adrenalina que se agolpa en mi atormentado cerebro.
Cada paso un cadáver, cada día varios muertos. Ese hombre era peor que el caballo de Atila que por donde pisaba no volvía a crecer la hierba, era un auténtico malnacido; sin duda alguna el hijo bastardo del mismísimo Belzebut.
Apuro la copa de bourbon y recompongo mi figura. Llamo a Monroe y le doy una orden escrita para que la curse de inmediato a todas las comisarías del área metropolitana.
Señor comisario ¿puedo preguntarle algo? Me espeta el inspector, después de echar un vistazo al documento que le acabo de entregar.
¿Sí?.
Pues si como desea, nos pasan todos los homicidios que ocurran en la ciudad y su zona de influencia durante los días que dure el congreso, vamos a tener que hacer más horas que un reloj.
¿Y cuál es la pregunta? Le digo haciendo un obstensible gesto con las dos manos abiertas, no sin ciertas ganas de darle un par de collejas.
¿Acaso van a traer más agentes para que nos ayuden?.
Negativo; adiosss Monroe, cumpla con lo ordenado, y no haga más preguntas estúpidas.
De acuerdo señor comisario. Monroe se marcha murmurando algo relativo a un reloj.

Capítulo 12º.



 12 horas del miércoles.

 Una vez doy por terminada mi visita al Palacio de Congresos, tomo un taxi y le indico, al asiático que lo conduce, donde quiero que me lleve, un parque cercano al edificio de apartamentos donde tengo mi piso de seguridad.
 Llegamos enseguida, pago y abandono el vehículo. Me adentro en el parque comprobando que nadie me sigue; ando por él durante una media hora aproximadamente, fijándome especialmente en las inmediaciones y accesos al mismo, ando con paso ligero volviéndome repentinamente y observando mis espaldas cada vez que me siento cubierto por algún matojo o árbol.
No se trata tanto de saber con cierta seguridad que mi intimidad no está siendo violada, tengo que tener una certeza absoluta de ello. Cuando creo que estoy cubierto me dirijo sin más dilación al piso que ocupo.
Mientras subo las escaleras me viene a la mente el estúpido que hizo saltar la alarma en el Palacio de Congresos. Seguro que es el jefe de los malditos polis yanquis; desde luego que lo tienen claro los perros fascistas. Sonrío y me noto mejor, reconfortado, parece ser que me enfrento a una camada de inútiles, más ineptos aún que los chacales de Scotland Yard, que seguro aún no olvidan al que nombraban como el Carnicero de Belfast.
El piso es amplio y tiene las más elementales normas de seguridad. Rápidamente me pongo en acción; lo primero es instalar medidas de seguridad adicionales, con el objeto de tener sorpresas desagradables e inoportunas. Localizo el armamento de apoyo que les pedí a los chicos de la embajada.
Y como no podía ser de otra forma los valientes idiotas lo han dejado en el mueble bajo la cocina que se supone guarda los cilindros de gas, que como no podía ser de otra forma han dejado a la vista; parece mentira que pertenezcan a la inteligencia libia, informaré a mi vuelta a su jefe, a mi amigo el comandante Al Assad.
Saco todo el material: un fusil de asalto, dos pistolas automáticas, abundantes cargadores municionados y dos cajas llenas de granadas de mano.
Distribuyo de forma estratégica las granadas y los cargadores por toda la casa, y preparo con las primeras algunas trampas. Instalo lo que yo llamo un torbellino de fuego y destrucción en la pared que sirve de mediana con el edificio posterior al mío para disponer de una salida falsa; y en la pared que cubre el amplio pasillo de acceso a la vivienda, una trampa mortal para quien quiera sorprenderme. Sonrío mientras instalo el material, reconozco que soy un auténtico artista en lo mío; alguien lo lamentará sin duda.
Finalmente instalo la llave detonadora del torbellino de fuego, una precisa trampa explosiva en la puerta de acceso. Recuerdo a un estúpido chorizo que en cierta ocasión quiso entrar en aquel piso... Parece ser que aún no han encontrado todos sus pedazos.
Una vez he instalado la seguridad me tumbo en la cama. Con el ruido de fondo de la televisión me quedo profundamente dormido.
Sueño con mi infancia, los maravillosos primeros años de mi niñez  se agolpan en mi mente, un suave calor envuelve mi cuerpo, el recuerdo de otros tiempos, lejanos y felices, en mi patria natal me relaja por  momentos.
Todo era bueno hasta que llegó el nuevo comisario político y su infame corrupción que acabo afectando a toda mi comunidad.
La pesadilla de la huida del telón de acero acaba por despertarme. Estoy empapado en sudor, miro el reloj y veo que apenas he dormido una hora. Mi cuerpo asemeja un estado febril. Las venas de mis brazos, del cuello y de la cabeza amenazan con reventar de la presión arterial y esparcir su rojo contenido por toda la habitación. El pecho se mueve de forma compulsiva al ritmo que imprime mi agitado corazón. Trato de secar con la sábana el perlado sudor que sigue manando de mi cuerpo, pero apenas lo consigo porque toda la ropa de cama ya está empapada.
Me levanto de un salto de la cama y me meto en la ducha. El agua cae sobre mi cuerpo como un bálsamo benefactor. Actúa poco a poco, dejándome envuelto en un plácido nirvana; mi mente, se va aclarando con cada minuto que discurre bajo la ducha, y lentamente los oscuros fantasmas del pasado van dando paso a la realidad, al momento presente.
Mientras seco las últimas humedades de mi ennegrecida piel fruto de mi larga estancia en el desierto, me sorprendo mirando mi cara en el espejo, y ... llego a la conclusión de que no soy un adonis, sin duda no soy perfecto y seguro que tampoco soy justo.
Mi mente empieza a derrapar con alguna  estúpida elucubración, me llega la palabreja “cohecho”, acechándome con la imagen del juez instructor que ha sabiendas de lo improcedente de sus decisiones las lleva adelante. Corto con la ensoñación y me digo a mi mismo que yo no soy un juez soy un ejecutor y debo actuar conforme a lo que de mí se espera, tanto de parte de amigos como de enemigos. Me digo lo de siempre: hay cabrones con uniforme y sin él, poderosos o simples lacayos, en todos los sitios, entre los USA, los franchutes, en Moscú y por supuesto que también los hay en la dorada Libia.
Seguro que tengo mucha faena. Je, je, río relajándome al hacerlo, y este fin de semana podré celebrar haber matado a más de cien pájaros de un solo tiro. Vuelvo a sentirme bien, en forma y dispuesto a realizar un trabajo sin fallos pese a quién pese, enlute a quien enlute.
Más relajado me senté frente al televisor, el noticiero hablaba del Décimo Congreso por la maldita Paz. La enumeración de los asistentes a la clausura me aseguró que los pájaros a los que debía abatir eran realmente de altos vuelos; no como el comisario político bolchevique, el cerdo que se convirtió en la primera cucaracha aplastada por mi cruel pero efectiva bota.
Realmente aquel iba a ser el trabajo más importante de mi vida; y tal vez por eso mismo las situaciones de ansiedad y crispación sobrevenían con mayor frecuencia, convirtiendo los días previos a la acción en una cascada de continuas crisis.
Tratando de concentrarme en lo importante me prometo actuar con calma absoluta. He de evitar cualquier situación que pueda perturbarme.
Repaso mentalmente todo el plan previamente establecido; recorro de nuevo la casa de punta a punta comprobando que todas las trampas están colocadas correctamente, así como que la distribución de los cargadores de munición están situados fuera del alcance de las explosiones, que aunque sean controladas arrasarán todo lo que pillen en su radio de acción. Reviso el funcionamiento del fusil, una bonita y precisa arma yanky, manejo con mi habitual desenvoltura las dos pistolas automáticas, y le ajusto a una de ellas un silenciador, introduciéndomela por el cinturón, en la espalda. Y de pronto lo decidí, sabía claramente que no debía hacerlo, pero necesitaba desahogarme, precisaba una mujer para divertirme y olvidar por un rato la agobiante tenaza que volvía a agobiarme.
Una parte de mi me previene de que voy a romper el protocolo de seguridad que yo mismo me he impuesto, pero que narices no puedo ni quiero evitarlo, me digo en tanto empiezo a relamerme con el futuro clímax que sin duda me espera más allá de estas cuatro paredes.
Salgo a pesar de todos los pesares... me encuentro perfecto.