Jeannine... mi amada esposa, Anne y Betty... mis queridas hijas... tres nombres, tres cruces, la misma fecha, y un inmenso dolor que todo lo llena,
que todo lo alcanza.
Subo la suave cuesta que me lleva a la cúspide de la colina por el estrecho y retorcido sendero de losas de roja piedra.
Arriba en lo más alto, en la cima y dominando el poco transitado cementerio, tranquilo, como un anciano que se yergue impávido, el viejo sauce mueve perezosamente sus ramas atiborradas de hojas al vaivén del suave aire primaveral que ya anhela la llegada del cercano verano, vela las tres cruces blancas, sobrias, dolientes.
Dios mío... tanta vida, tantos proyectos, tanta esperanza; ahora solo el recuerdo, los domingos unas flores, todos los días mis oraciones, y para siempre un deseo, una idea, una sola meta: la de acabar con aquel que os hizo esto.
Me arrodillo y rezo; lloro en soledad, me ahogo de dolor envuelto en la pena que llevo dentro sentándome entre ellas; pienso que están tan quietas... la memoria me devuelve los bellos recuerdos, las risas, los besos y todo el amor que nos dimos.
Arranco con mis manos las matas salvajes que atenazan las cruces y elimino el moho que intenta borrar con su presencia los nombres de mis chicas, mis chicas... como yo las llamaba.
Después de despedirme marcho, despacio, calladamente, sumido en los recuerdos, con mi pena a cuesta; queriendo no volver para no sufrir, deseando no marchar para no olvidar.
Allá en donde quiera que estéis ... esperadme. Os quiero y siempre os querré.
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