Quince horas del jueves. Calle 12.
Me alejo de la zona del enfrentamiento apresuradamente, sin volver la vista atrás; me cruzo con algunos vehículos policiales, ambulancias y bomberos que con lanza destellos encendidos y sirenas aullantes se dirigen velozmente al lugar de donde huyo.
En la calle doce recojo uno de los automóviles que los chicos de la embajada han dispuesto para mí en distintos lugares de la ciudad. Con el vehículo me dirijo a las afueras de la ciudad, busco un lugar apartado y tranquilo. En la carretera de Monte Alto encuentro el lugar perfecto; entre unos enormes árboles, en un recodo de la calzada, desde donde se tiene una vista privilegiada de la enorme ciudad, me dedico a montar de nuevo los explosivos. El trabajo me ocupa casi media hora. Pienso que este trabajo se está convirtiendo en un puto cachondeo, con el montar y desmontar los artefactos.
Una vez los tengo de nuevo listos y operativos, arranco el auto y me planto de nuevo en el centro de la ciudad. Después de conducir un largo rato, aún bajo los ecos distantes de las sirenas de emergencia, aparco en una calle cercana a un aparcamiento público próximo al Congreso.
Desde allí y a pie me dirijo al aparcamiento, donde tengo reservado otro auto. Con el nuevo vehículo y los explosivos a buen recaudo, busco la vivienda de emergencia que los libios han alquilado para mí. Cuando me encuentro frente al edificio, donde se haya el piso, veo como unos agentes uniformados salen del portal. Aunque parecen tener prisas, esperan, uno mira repetidamente su reloj de pulsera, aparecen otros dos agentes, y esto empieza a oler malamente. De pronto veo a una cría pequeña que sale del portal gritando “papá”, “papá”. Se abalanza sobre uno de los polis, que la coge en alto, le da un achuchón y la besa.
Arranco de nuevo, y conduzco mi auto alejándome de la casa, de los polis y blasfemando en beduino. Malditos inútiles, mira que buscarme alojamiento en un nido de txakurras. Mierda ese era mi último refugio, ahora deberé de buscarme la vida por mi cuenta y riesgo. En fin, quien se acuesta con niños amanece mojado.
Doy vueltas por una zona de chalets, la mayoría tienen apariencias calaras de estar habitados en esos momentos, otros por el contrario denotan su condición de segunda vivienda, y se ve que están cerrados a cal y canto.
Pienso en la posibilidad de introducirme en uno de los segundos, pero deshecho de inmediato la ocurrencia ante la segura posibilidad de que algún vecino se percate de ello. Cuando estoy a punto de abandonar la zona y dirigirme a otro lugar de la extensa ciudad, veo un cartel.
Se precisa jardinero, alojamiento, comida y sueldo. Estupendo... Ni a propósito. Detengo el automóvil y me apeo. Arranco con suavidad el cartel, me introduzco en el jardín que carece de verjas y presenta un aspecto de evidente abandono. Me hago ver por los de la casa, un bonito y gran chalet, mirando distraídamente las flores que amenazan con marchitarse.
Bonitas rosas, ¿no le parece, joven?. Una señora de mediana edad se ha acercado hasta donde me encuentro. Hago como que me ha sorprendido. Me vuelvo torpe y humilde, excusándome le confirmo su apreciación sobre los cuidados macizos, aunque le advierto que las rosas, y más en esta época casi estival, precisan mucho riego.
Y abundantes cuidados, ahora eso sí, la rosa es la flor más apropiada para este clima, le razono haciéndome pasar por entendido, pero alabando su trabajo.
Eso es lo que yo pienso. Por cierto. Me dice. ¿Acaso no estará interesado por el trabajo?. Veo que ha cogido el cartel. El cual mantengo en mis manos.
¡Ah!. Si claro... Me interesa. Le confirmo, con cara sonriente. Me presento. Me llamo Jhon Smith.
Encantada, yo soy Louise Simpson, y si conoce el trabajo, podemos hablar de las condiciones laborales.
No se preocupe de eso señora. Por favor. Interrumpe. Llámeme Louise. Sigo. Mire Louise, téngame un par de días a prueba y si, pasados nos sigue interesando a ambos, hablaremos de las condiciones.
De acuerdo, trato hecho. Me alarga la mano y se la estrecho.
No se arrepentirá. Le digo con una fingida sonrisa. Reconozco que a veces soy un diablete cínico y embustero, pero me encanta jugar con quienes me rodean o encuentro. En principio descarto mancharme las manos con la sangre de esta gente, mañana me habré ido y hoy con esta noche dispondré de un refugio seguro y barato.
Espero que le agrade el trabajo y dure más que los otros jardineros. Puede instalarse en aquella pequeña casa. Me dice señalando una apartada construcción.
Muchas gracias señora, digo Lousie. Empezaré mañana, y a primera hora revisaré las herramientas y los productos que tengan, por si tengo que comprar algo en la ciudad; ahora me gustaría descansar un poco, llevo dos días de viaje.
Muy bien, le comprendo, puede hacerlo, descanse... Luego a la noche puede acercarse a la casa principal, le presentaré a mi marido y a la cocinera, que de paso puede prepararle algo de cena.
Me despedí de ella, agradeciéndole su atención y me dirigí a la casa del jardinero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario