viernes, 8 de marzo de 2019

Capítulo 12º.



 12 horas del miércoles.

 Una vez doy por terminada mi visita al Palacio de Congresos, tomo un taxi y le indico, al asiático que lo conduce, donde quiero que me lleve, un parque cercano al edificio de apartamentos donde tengo mi piso de seguridad.
 Llegamos enseguida, pago y abandono el vehículo. Me adentro en el parque comprobando que nadie me sigue; ando por él durante una media hora aproximadamente, fijándome especialmente en las inmediaciones y accesos al mismo, ando con paso ligero volviéndome repentinamente y observando mis espaldas cada vez que me siento cubierto por algún matojo o árbol.
No se trata tanto de saber con cierta seguridad que mi intimidad no está siendo violada, tengo que tener una certeza absoluta de ello. Cuando creo que estoy cubierto me dirijo sin más dilación al piso que ocupo.
Mientras subo las escaleras me viene a la mente el estúpido que hizo saltar la alarma en el Palacio de Congresos. Seguro que es el jefe de los malditos polis yanquis; desde luego que lo tienen claro los perros fascistas. Sonrío y me noto mejor, reconfortado, parece ser que me enfrento a una camada de inútiles, más ineptos aún que los chacales de Scotland Yard, que seguro aún no olvidan al que nombraban como el Carnicero de Belfast.
El piso es amplio y tiene las más elementales normas de seguridad. Rápidamente me pongo en acción; lo primero es instalar medidas de seguridad adicionales, con el objeto de tener sorpresas desagradables e inoportunas. Localizo el armamento de apoyo que les pedí a los chicos de la embajada.
Y como no podía ser de otra forma los valientes idiotas lo han dejado en el mueble bajo la cocina que se supone guarda los cilindros de gas, que como no podía ser de otra forma han dejado a la vista; parece mentira que pertenezcan a la inteligencia libia, informaré a mi vuelta a su jefe, a mi amigo el comandante Al Assad.
Saco todo el material: un fusil de asalto, dos pistolas automáticas, abundantes cargadores municionados y dos cajas llenas de granadas de mano.
Distribuyo de forma estratégica las granadas y los cargadores por toda la casa, y preparo con las primeras algunas trampas. Instalo lo que yo llamo un torbellino de fuego y destrucción en la pared que sirve de mediana con el edificio posterior al mío para disponer de una salida falsa; y en la pared que cubre el amplio pasillo de acceso a la vivienda, una trampa mortal para quien quiera sorprenderme. Sonrío mientras instalo el material, reconozco que soy un auténtico artista en lo mío; alguien lo lamentará sin duda.
Finalmente instalo la llave detonadora del torbellino de fuego, una precisa trampa explosiva en la puerta de acceso. Recuerdo a un estúpido chorizo que en cierta ocasión quiso entrar en aquel piso... Parece ser que aún no han encontrado todos sus pedazos.
Una vez he instalado la seguridad me tumbo en la cama. Con el ruido de fondo de la televisión me quedo profundamente dormido.
Sueño con mi infancia, los maravillosos primeros años de mi niñez  se agolpan en mi mente, un suave calor envuelve mi cuerpo, el recuerdo de otros tiempos, lejanos y felices, en mi patria natal me relaja por  momentos.
Todo era bueno hasta que llegó el nuevo comisario político y su infame corrupción que acabo afectando a toda mi comunidad.
La pesadilla de la huida del telón de acero acaba por despertarme. Estoy empapado en sudor, miro el reloj y veo que apenas he dormido una hora. Mi cuerpo asemeja un estado febril. Las venas de mis brazos, del cuello y de la cabeza amenazan con reventar de la presión arterial y esparcir su rojo contenido por toda la habitación. El pecho se mueve de forma compulsiva al ritmo que imprime mi agitado corazón. Trato de secar con la sábana el perlado sudor que sigue manando de mi cuerpo, pero apenas lo consigo porque toda la ropa de cama ya está empapada.
Me levanto de un salto de la cama y me meto en la ducha. El agua cae sobre mi cuerpo como un bálsamo benefactor. Actúa poco a poco, dejándome envuelto en un plácido nirvana; mi mente, se va aclarando con cada minuto que discurre bajo la ducha, y lentamente los oscuros fantasmas del pasado van dando paso a la realidad, al momento presente.
Mientras seco las últimas humedades de mi ennegrecida piel fruto de mi larga estancia en el desierto, me sorprendo mirando mi cara en el espejo, y ... llego a la conclusión de que no soy un adonis, sin duda no soy perfecto y seguro que tampoco soy justo.
Mi mente empieza a derrapar con alguna  estúpida elucubración, me llega la palabreja “cohecho”, acechándome con la imagen del juez instructor que ha sabiendas de lo improcedente de sus decisiones las lleva adelante. Corto con la ensoñación y me digo a mi mismo que yo no soy un juez soy un ejecutor y debo actuar conforme a lo que de mí se espera, tanto de parte de amigos como de enemigos. Me digo lo de siempre: hay cabrones con uniforme y sin él, poderosos o simples lacayos, en todos los sitios, entre los USA, los franchutes, en Moscú y por supuesto que también los hay en la dorada Libia.
Seguro que tengo mucha faena. Je, je, río relajándome al hacerlo, y este fin de semana podré celebrar haber matado a más de cien pájaros de un solo tiro. Vuelvo a sentirme bien, en forma y dispuesto a realizar un trabajo sin fallos pese a quién pese, enlute a quien enlute.
Más relajado me senté frente al televisor, el noticiero hablaba del Décimo Congreso por la maldita Paz. La enumeración de los asistentes a la clausura me aseguró que los pájaros a los que debía abatir eran realmente de altos vuelos; no como el comisario político bolchevique, el cerdo que se convirtió en la primera cucaracha aplastada por mi cruel pero efectiva bota.
Realmente aquel iba a ser el trabajo más importante de mi vida; y tal vez por eso mismo las situaciones de ansiedad y crispación sobrevenían con mayor frecuencia, convirtiendo los días previos a la acción en una cascada de continuas crisis.
Tratando de concentrarme en lo importante me prometo actuar con calma absoluta. He de evitar cualquier situación que pueda perturbarme.
Repaso mentalmente todo el plan previamente establecido; recorro de nuevo la casa de punta a punta comprobando que todas las trampas están colocadas correctamente, así como que la distribución de los cargadores de munición están situados fuera del alcance de las explosiones, que aunque sean controladas arrasarán todo lo que pillen en su radio de acción. Reviso el funcionamiento del fusil, una bonita y precisa arma yanky, manejo con mi habitual desenvoltura las dos pistolas automáticas, y le ajusto a una de ellas un silenciador, introduciéndomela por el cinturón, en la espalda. Y de pronto lo decidí, sabía claramente que no debía hacerlo, pero necesitaba desahogarme, precisaba una mujer para divertirme y olvidar por un rato la agobiante tenaza que volvía a agobiarme.
Una parte de mi me previene de que voy a romper el protocolo de seguridad que yo mismo me he impuesto, pero que narices no puedo ni quiero evitarlo, me digo en tanto empiezo a relamerme con el futuro clímax que sin duda me espera más allá de estas cuatro paredes.
Salgo a pesar de todos los pesares... me encuentro perfecto.

Capítulo 13º.



 18 horas del miércoles. Jefatura.

 Y Monroe volvió a interrumpir mi intimidad.
 ¿Qué ocurre ahora inspector?. Le pregunté.
 Creo que tiene visita... visita importante. Contestó Monroe a la vez que levantando las cejas, miraba hacia fuera.
 ¿Se puede saber de quién se trata, o cree inspector que debo enterarme por otro procedimiento?.
 ¡Oh!... perdón comisario. Se trata de nuestra hermosa alcaldesa. Al decirlo hace una imperceptible gesto de complicidad; a lo que le hago ver mi desaprobación, y …
 Esfúmate Monroe. Le digo sin esperar respuesta, aunque de nada sirve.
 Siempre a sus órdenes. Adelante excelencia. Dice carraspeando  Monroe, sin dejar expedito el paso ocupando este,  por lo que Joan Roberts debe esquivar al omnipresente inspector.
 Joan, ya dentro de mi despacho, me saluda cortésmente mientras espera que Monroe se marche. Con una fulminante mirada mía consigo que desaparezca.
 Por favor siéntese, le pido indicándole la silla más confortable de mi  oficina. Joan sonríe ligeramente y acepta sentándose.
 Allí la tenía, frente a mí, hermosa como una hermosa diosa de ébano. Sus bellos ojos negros, rodeados de unas perfectas y cuidadas pestañas, hacían que cualquier preocupación anterior careciese de importancia. Cruzó sus largas e increíbles piernas, de esa manera tan particular con que ella lo hacía.
 Gracias por tu atención, ¿serías tan amable de darme fuego? Me pidió sacándose un cigarrillo del paquete que ya sostenía en sus manos.
 Claro. Le dije ya con el mechero en la mano, en tanto que le acerqué un cenicero.
 ¿Qué le trae por aquí excelencia? Le pregunté antes de encenderme el cigarrillo que me acababa de ofrecer.
 Mi visita de hoy, desafortunadamente, es de carácter oficial.
 Ya... comprendo. Le dije, suponiendo que ya le habrían  alertado de la presencia del Carnicero. Pocas veces la comunicación entre el departamento de policía metropolitana y el concejal encargado de la  seguridad ciudadana era excesivamente fluida, y esta era una de esas raras ocasiones.
 Me han comunicado, dijo endureciendo algo su dulce mirada, que un peligroso terrorista ha sido detectado en el aeropuerto. ¿Es correcta la información?. Me preguntó directamente apagando de forma parsimoniosa  su cigarrillo recién encendido.
 Cierta al cien por cien, me lo confirmaron hace apenas dos horas, y veo que las malas noticias vuelan. Apagué el cigarrillo, me recompuse automáticamente la corbata y aparté el cenicero de nuestra vista.
 Sonrió ante mi poco disimulado nerviosismo, y haciendo una especie de insondable mohín, dijo: eso se debe sin duda alguna a las últimas normas que he mandado poner en práctica para este evento. De esta forma, continuó, como máxima autoridad civil del área metropolitana puedo estar informada de forma inmediata, de cualquier cosa que pueda tener que ver con la buena marcha del congreso.
 Ya veo que sus órdenes se cumplen a la perfección, pero se ve que alguien se olvidó de hacérmelas saber. Esa soy yo, me interrumpió, quería comunicártela en persona. Se levantó, dio un paso hacia mí, lo que me obligó a levantarme yo también, y siguió diciendo: Ricardo... formalidades aparte, esta reunión internacional es muy importante para mí, para nuestra ciudad, para la nación, y por supuesto para el mundo entero. No puedo, prosiguió a apenas medio metro de mí, o mejor no podemos permitir que ningún malnacido terrorista ponga en jaque su correcto devenir. Esta última frase la dijo con suavidad pero de forma contundente.
 Estoy de acuerdo... excelencia. Dije notando su cálida presencia a centímetros escasos.
 Tutéame por favor, siempre que estemos solos, de momento. Silabeó con deliberada dulzura.
 Como quieras Joan, contesté como pude, mientras mis pulsaciones subían de forma acelerada.
 En cuanto al motivo oficial de tu visita, continué, puedes estar segura que abortaremos los planes de ese desgraciado asesino. Tengo en ello un interés muy personal, no pararé hasta detenerlo o mandarlo al infierno de donde nunca debió salir.
 Estoy convencida de que lo harás. Su aliento podía confundirlo ya con el mío. Pero lleva mucho cuidado, no quiero perder a mi más querido policía.
 Joan, nos conocemos desde antes de que llegaras a la Alcaldía, y aunque nunca me he atrevido a exponerte mis sentimientos, pensé que podrías tener una ligera idea de ellos. Siempre he esperado que no me vieras como un colaborador más, y por tu cálida cercanía veo que no me equivocaba. Ya no había vuelta atrás, ella había dado pasos, yo la enfrentaba con osadía y esperanza. Siempre he sido un bulto con ellas, ahora solo esperaba no haber metido la pata con la mujer a la que hacía tiempo deseaba. Pronto lo sabría, las cartas estaban echadas.
 ¿Sabes Ricardo?... soy una mujer como cualquier otra, me he imaginado muchas veces cómo te declararías, pero lo cierto es que no pensé que lo harías tan mal. Volvió a hacer ese mohín que tanto me azoraba, y prosiguió sin dejarme contestar. Cuando todo esto acabe, y espero que sea bien, desearía que rectificases en tu declaración... dejó transcurrir deliberadamente un corto pero agónico espacio de tiempo para continuar diciendo: me gustaría oírla más claramente expresada y en un lugar más romántico. Su dedo índice se posó sobre mis labios que ya no sabían articular palabra, cogió su bolso sin esperar respuesta, y con una ligera sonrisa, abandonó la oficina.

Capítulo 14º.



 Cuando Joan desapareció de mi vista, reapareció la estúpida faz de Monroe.
 Maldita sea Monroe deja ya de hacer del último mohicano. Le dije mientras le señalaba amenazadoramente con el dedo.
 ¿Porque dice eso jefe? Yo no me parezco a los indios, soy rubio, no soy un piel roja.
 Pero te vas a parecer al último de ellos el día que pierda el norte y te pegue un balazo en tu incordiante rostro pálido.
 Se ve que se ha puesto durilla, ¿a que si jefe?. Dijo desapareciendo ante mi aparente mal humor, mal humor que solo era eso, aparente.
 Acabé de cerrar unos sobres que había estado preparando, y sin más dilación me dirigí a la puerta del departamento; le dí al sargento unas instrucciones.
 Mohamed atiende un momento.
 Usted dirá comisario, soy todo oídos. Me dijo el enorme sargento.
 Alerta a todos los chicos, conforme vayan llegando dales a cada uno el sobre en que figura su nombre.
 ¿A todos los chicos?.
 Bueno, bueno, a todos los de mi unidad. Le puntualizo.
 Ah, ok, ya veo, órdenes individuales.
 Si Mohamed, órdenes individuales, personales o como quieras, pero cada sobre a su destinatario. ¿Ok grandullón?.
 Si... supongo. El sargento puso cara de poker, lo que me indujo a pensar que su mente dilucidaba si había dicho algún inconveniente. O puede que solo estuviera organizando sus prioridades. En fin, se lo que hay, si este gigantón tuviera tanta capacidad intelectual como corporal, estaríamos ante un portento de la naturaleza, ante una mente prodigiosa.
 Momentos después el sargento Mohamed repartía los sobres de la forma más rápida que conocía, se las dio todas a...
 Oiga inspector Monroe.
 ¿Si sargento?.
 Tenga órdenes individuales de su comisario. Y le dio todos los sobres.
 Pero ¿porque diablos no me las ha dado a mí directamente?, ¿para que mierda se supone que estoy yo aquí?.
 Escucha Monroe, no te lo tomes como algo personal, pero deberías saber que éste es el procedimiento habitual, cuando hay órdenes escritas estas han de pasar por el sargento de guardia.
 Bueno, si claro, pero lo habitual es pasar un poco de los procedimientos, ¿o no?.
 Pues no, eso son cosas vuestras. Ande no los pierda ahora. Terció el sargento Mohamed.
 No hay problema sargento, no los voy a perder, solo faltaría eso, pero lo que pasa es que parece que el jefe me tiene manía.
 Negativo, lo que pasa es que siempre ha sido muy suyo; es un gran tipo, aunque un poco raro, eso es verdad al ciento por ciento, pero es legal, muy legal, ya deberías saberlo.
 ¿Un poco? Más bien diría que bastante raro. Concluyó Monroe despidiéndose del sargento.
 Monroe, de inmediato se pone manos a la obra y localiza a...
 Delgado... ¡hola!. Toma órdenes individuales. Le dice dándole el sobre correspondiente. El inspector lo coge y lee el nombre que pone en el anverso.
 Gracias Monroe, pero aquí pone Jeff. Contesta Delgado con un gesto de “esto no es para mi?.
 Correcto, también observarás, si le das la vuelta, que pone tu nombre en el reverso. Le replica Monroe con otro gesto de “y ahora qué”.
 Delgado da la vuelta al sobre susurrando algo inaudible.
 Por cierto, pregunta comenzando a leer las órdenes del jefe, ¿sabes donde está Jeff?. Esto le va a interesar, a parte de que está claro que son órdenes.
 Fue a tomar algo al “Pacífico”. Contesta Monroe refiriéndose al bar frente a la Jefatura.
 Gracias voy a buscarlo.
 Si ves a alguno de los chicos mándalos por aquí por favor.
 Delgado le respondió con un “de acuerdo” y salió de la central.
 Son las siete en punto de la tarde, las luces del alumbrado público acaban de encenderse, y la mayoría de los vehículos ya circulan con las luces de cruce.
 Delgado espera a que se ponga verde el semáforo para los peatones; en tanto esto ocurre continúa leyendo las órdenes del comisario. Absorto y sonriente es sorprendido por el propio Jeff, que amigablemente le golpea en el hombro, sacando le de su aparente nirvana.
 ¿Que te hace tanta gracia Luis?.
 ¡Ah, hola Jeff! ¿Creí que estaba en el “Pacífico”.
 Estaba, tu lo has dicho. Pero dime qué lees. Insiste Jeff.
 Oh, nada... las órdenes del jefe.
 Y qué tienen de gracioso.
 Escucha socio, ya que también son para ti. Tenemos que interrogar a los componentes de la tripulación del vuelo en que vino el mal bicho de L.K.
 Bueno eso incluye también a las azafatas ¿no?. Pregunta Jeff esperando una contestación afirmativa frotándose las manos.
 Premio... es más, solo tenemos que interrogarlas a ellas.
 ¿Seguro?. El inspector Luis Delgado mueve afirmativamente su cabeza manteniendo una pícara sonrisa.
 Bien por el comisario... ahora entiendo por que sonreías.
 Los inspectores, ya sin más preámbulos se disponen a cumplir las órdenes. Toman su coche asignado y se dirigen al hotel “California”, donde a saber deben de encontrarse, aún, unas tal Winnie, Hellen y Marie.
 Si Francoise se entera de esto le da un ataque de envidia que no sé si podrá superar, puede que se nos muera. Comenta jocosamente Jeff.
 Se enterará, no lo dudes, je, je.
 Las encantadoras y hermosas azafatas nos ayudan muy poco en nuestro trabajo, pero eso sí, nos alegraron decididamente la noche.
 ¡Ah... le amour! Suspiraba Delgado, ya de vuelta a Jefatura.
 Eran unas diablesas. Dijo dejando caer las palabras Jeff, mientras  mantenía su casi cerrada mirada fija en el asombroso espectáculo que ofrecía el cielo en esos momentos; el aire se dejaba sentir agradablemente en el descapotable que pilotaba tranquilamente Delgado.
 Ser poli, a veces te da satisfacciones. Dice Jeff con cara de eso, de  satisfacción.
 A veces compañero, a veces. Repitió sin alterar su postura Jeff. El cálido viento movía sus cabellos.

domingo, 3 de marzo de 2019

Capítulo 15º.



 Una de la madrugada del jueves.

 Cada día que pasa, cada momento que transcurre me siento más solo, extranjero en mi propia intimidad. Sin patria ni esperanza. Temido, odiado y rechazado. Con la noche mi ansiedad aumenta, noto un ahogo que siento  físico, pero que lo produce mi mente, mi pensamiento. Hay momentos en los que ninguna terapia de auto control funciona; en esos momentos en los que se confunden realidad e imaginación, empiezas a doblegarte porque ya no resistes más la presión. Y de pronto, como salido de la nada, un inmenso calor inunda mi cuerpo y cedo, y busco, y hallo en mi mente las imágenes, los recuerdos imborrables de tantas ocasiones. No son recuerdos de gozos y pasiones; éstos llegan acompañados de sonidos huecos, lúgubres, tañidos del más allá, como si procedieran de las tumbas de los que dejé atrás. Y sí, también puedo ver los gusanos que los carcomen en las frías fosas de las que ya nunca saldrán.
 Se produce el cambio, mi agitado pecho vuelve a la normalidad; las venas del cuello y de las sienes, antes hinchadas, vuelven de nuevo a ser casi invisibles bajo la piel.
 Le pregunté a un taxista del centro, que de eso saben más que nadie, donde podía hacerme con los servicios de una señorita, vamos que dónde estaban las putas, dónde hacían la calle, y claro me lo indicó con todo lujo de detalles gracias a una sabrosa propina.
 El lugar era una larga avenida muy arbolada, con escasa luz, pero con algún que otro bar donde poder tomarse un trago de algo fuerte.
 Pienso, mientras circulo lentamente por la avenida, que todas estas guarras estarán sidosas, pero es solo un pensamiento irrelevante que desaparece a los pocos metros.
 Doy una segunda vuelta, más despacio aún que la primera vez, las voy observando detenidamente. Muchas son ya maduritas o entradas en carnes, valen poca cosa, no creo que puedan servirme. Me da que esta noche no voy a poder servirme de una de estas zorras.
 Estaba ya decidido a irme con la música a otra parte, buscaré otro taxista tal vez, y si veo al que me dio esta mierda de información le daré una corrección que no podrá olvidar.
 De pronto, de entre unos frondosos árboles apareció la putita. No debe de tener más de veinte años, calculé seguro de no equivocarme. Si, pensé, seguro. Creo que esta criaja me va a servir perfectamente.
 Paré el automóvil a su lado y con una amable sonrisa la invité a acercarse. Ella se apoyó de forma displicente en la ventanilla. Una forzada y falsa sonrisa remarcada en unos exageradamente rojos labios, era su nombre de pila, los provocadores, sensuales e impúdicos roces en su juvenil entrepierna, era su apellido.
 !Hola encanto¡. ¿Te apetece divertirte un rato?. Dijo Elizabeth haciéndose la dura, tal y como le decía su...
 Paseé mi lengua entre mis labios, sin que lo apercibiera, y con un ligero gesto le indiqué que subiera al coche, lo que no tardó en hacer. Reí para mis adentros.
 !Vaya, tú no estás nada mal¡. Exclamó Elizabeth palpando interesada los fuertes pectorales de Krant.
 ¿Has reñido con tu esposa? . Preguntó la joven. Seguro se respondió ella misma, mientras se arrimaba al hombre.
 Eres demasiado curiosa para ser solo una puta.
 ¡Vaya!. ¿Te gusta insultar, eh ?

 La agarré de su muñeca izquierda, apreté sus delicados huesos, se quejó e intentó desasirse, apreté hasta convencerla de la inutilidad de sus esfuerzos.
 Una vez calmada y a la vez que se daba un masaje sobre la dolorida extremidad, preguntó: ¿bueno a donde me llevas?. Elizabeth estaba convencida de que aquel tipo solo quería ser desagradable y trataba de humillarla, como tantos otros lo habían hecho antes.
 Tranquila bomboncín, ya llegamos. Le dije con una traviesa, y en cierto modo, tranquilizadora sonrisa. La putilla me devolvió la sonrisa, aunque aún se quejaba de dolor. Bien, eso me gusta.
 Dirijo el coche a una amplia y frondosa masa de árboles. Adentro el vehículo hacia un vericueto sin asfaltar, hasta que puedo comprobar que nos encontramos fuera de la vista de cualquiera de los que pasan a gran velocidad por la carretera que acabamos de dejar atrás.
 Detengo el vehículo, ella mira a su alrededor y le noto como su expresión se vuelve más y más humilde, su cuerpo juvenil más y más asequible, su persona más y más vulnerable. Me acomodo en el asiento, noto como su respiración se agita, está nerviosa y seguro que ahora mismo se pregunta cómo va a acabar esto.
 Cojo a la zorra del pelo, le echo la cara hacia atrás y le espeto. Aun no me has dicho tu nombre. Eli... Elizabeth, responde rauda. La atraigo para mí hasta que su temblorosa boca se pega a la mía.
 Transpira nerviosa, noto que por fin experimenta el miedo, un miedo que puedo considerar sublime. Lamo glotonamente las gotas de sudor que empiezan a aparecer por todo su rostro. Estoy tan cerca de ella que mientras la desnudo para poseer su cuerpo de casi niña, noto cada uno de los latidos de su corazón. Y casi puedo adentrarme en sus pensamientos, y sentir el temor que poco a poco la va invadiendo, sin que pueda hacer nada por evitarlo, sin que pueda hacer nada por escapar.
 Ahora enséñame todo lo que sabes hacer pequeña zorra.
 Cerdo, me replica armándose de valor, intenta arañarme... Le arreo un bofetón, llora y me suplica, la atraigo hacia mi boca y le muerdo los labios hasta que puedo saborear su cálida sangre que empapa mi paladar.
 ¿Te convences de lo inútil de tu resistencia, o tendré que molerte a palos? Le pregunto antes de soltarle otro guantazo. Intenta salir del coche zafándose como puede. Es pequeña y escurridiza, casi lo consigue; abre la puerta con habilidad, pero cae al lado del coche. La sujeto de la pierna y me abalanzo sobre ella, los dos desnudos rodamos por el suelo.
 Maldita golfa... Yo te ensañaré. Cuando acabé con ella, más le hubiera valido que la hubiera rematado en ese mismo momento. Pero no pude, me sentí flotando entre sensaciones cada vez más fuertes, cada vez más intensas. Le iba a dar una despedida digna de una reína, lo que nunca fue.
 Me levanté y me vestí, mientras la mujer se retorcía casi inconsciente sobre la hierba. Saqué sus prendas del auto, la sujeté del pelo y la arrastré lejos del camino. Formé un circulo con ramas caídas alrededor de ella y de sus ropas, vacié la garrafa de gasolina de repuesto sobre su cuerpo, que seguía vencido.
 Dejé caer con parsimonia una cerilla prendida. Aún permanecía inconsciente. Con el calor despertará, pensé.
 Ya en la carretera principal pude ver desde el espejo retrovisor como mi obra se erguía luminosa, amenazadora y desafiante desde un confín de la metrópolis.
 Me crucé con los bomberos a los pocos kilómetros. Se ve que tienen  un sistema rápido anti incendios, pensé. Estos tipos pueden hacer que mi trabajo no alcance las dimensiones que debería. Claro que el centro de la ciudad no es una rápida autopista, y la una del mediodía no es lo mismo que las dos de la madrugada.

Capítulo 16º.



 El día está a punto de acabar, dentro de pocos minutos entraremos en el jueves. Quedan solo treinta y siete horas hasta la clausura oficial del congreso.
 No puedo dejar de pensar en la forma de atrapar a Krant. Aunque ya tengo un plan diseñado, se por experiencia que siempre el factor suerte es determinante, más aun cuando se trabaja contra el reloj.
 A mis cuarenta y cinco años de edad, y ocupando el puesto de comisario especial anti terrorista, no puedo dejar escapar la oportunidad de atrapar a uno de los más buscados terroristas. Aparte de ser un broche de oro para el puesto que por edad deberé abandonar en breve, supondrá el dulce sabor por cobrar una deuda pendiente.
 Cené ligero, la noche iba a ser larga, aun debía de poner en marcha la operación anti carnicero.
 Me serví una humeante taza de café bien cargado de café y de azúcar; con él en la mano salí al porche trasero. Aquí en el jardín me siento a gusto. Mientras el dulzón líquido reconforta mi estómago, surgen los recuerdos, revivo los momentos pasados junto a mi esposa y las niñas cuando...
 Todavía puedo oír sus risas, la dulce y cálida de Jeannine, y las alegres e infantiles de Anne y Betty; de nuevo juegan ante mí, las veo tan nítidas que parecen reales; me río de las pequeñas mentiras que a menudo nos contaban para conseguir sus deseos de niñas.
 Envuelto entre tantos recuerdos me siento al lado de la bicicleta de Anne, la mayor de mis hijas.
 Papá, papá, mira como corro, a que no me coges.
 Ya lo creo, ahora verás. Su risa de niña querida y mimada resuena de forma clara en mi mente, incluso puedo oler sus perfumes. Unas fugaces lágrimas hacen que se me erice la piel.
 Apuro el café de un trago, justo en el instante en que suena el timbre de la puerta.
 Dejo la taza vacía al pie de la bici y me acerco a la puerta principal. La abro.
 ¡Ricardo... Buenas noches!. ¿Que tal estás?. Si había alguien en el mundo que no me apetecía ver, ese era desde luego el que acababa de  interrumpir mi intimidad.
 No se si son buenas o malas noches, solo quiero saber una cosa: ¿qué se te ha perdido por estos lares, Manzano?. Le hice la pregunta, que desde hace tantos años, como los que él llevaba trabajando en ese periodicucho y yo en la policía, le venía haciendo cada vez que ante mí se aparecía. Hizo la mueca burlona con que de costumbre solía emprender su contraataque. Después de pasar, me echó su brazo de Judas por encima del hombro, y en plan zalamero...
 Verás, un pajarito me ha dicho algo no apto para cardíacos, me gustaría contrastar la información contigo; así luego no podrás decir que publico noticias sin rigor informativo.
 Me asombras, sonrío, no puedo creer lo que ven mis ojos y oyen mis oídos, que un maldito escritor de panfletos quiere contrastar una información conmigo. ¿Pero de verdad eres tú o sigo durmiendo y se trata solo de un sueño?.
 No seas sarcástico amigo. Dice Manzano haciendo un gesto de perplejidad.
 ¡Vaya! Ahora somos también amigos... En fin, dime por esa bocaza, no tengo toda la noche.
 ¿Porqué no me invitas a algo como es costumbre por aquí?. Preguntó adentrándose en mi casa.
 Vamos al porche de atrás, estaremos más cómodos. Dije por decir algo, aunque poco convencido de la utilidad de mi propuesta.
 Manzano fue directo a la pequeña bodega que tan bien conocía. El redactor jefe del diario sensacionalista El Gran Noticiero, es un antiguo compañero de la universidad, y un pájaro de cuidado.
 ¿Cuánto tiempo hace que nos conocemos, Ricky?. Preguntó alargándome una copa repleta de bourbon.
 Mucho, incluso demasiado para mí y cualquier mortal. Le contesto pegando un trago al whisky. Manzano hizo una mueca entre reprobadora y sonriente.
 Calculo que veinticinco o veintiséis años. Por lo menos. Interrumpo.
 Y no hemos dejado de vernos ninguno de esos años. Me dice a la vez que sonriendo abiertamente me señala con el dedo índice de la mano con que también sostiene el vaso de licor. El bourbon amenaza con derramarse por el suelo.
 Cuando por fin se lleva el vaso a la boca, le pregunto.
 ¿Manzano, estás intentando llegar a algún sitio en concreto?.
 Siguió riendo de la misma y desagradable forma con que lo hacía.
 ¿Sabes Ricky?. Por que tú por muy comisario especial que seas, siempre seguirás siendo Ricky para mí. Creo y esta es mi información, que ocultas un dato que la opinión pública debería de conocer,
 ¿Vaya, vaya, ahora se llama opinión pública, a la compra y venta de información?.
 Yo no inventé el capitalismo, pero es así... Se trata de la opinión y ponle el adjetivo que quieras, pública o privada, lo mismo da que da lo mismo.
 No hay nada que interese a la opinión esa. Me cierro en banda, aunque eso casi nunca funciona con esta víbora.
 Apura su bourbon y se acerca a la bicicleta de Anne, me mira, sonríe y se arrodilla para coger la taza de café.
 No sea que se rompa en un descuido, esto está tan oscuro. La lleva dentro, a la cocina.
 ¿Has estado pensando en ellas?
 Siempre, ¿acaso es raro que piense en mi mujer y mis niñas?. En estos días hace cinco años que fueron asesinadas. Manzano hace un gesto de comprensión  en interviene. Lo recuerdo como si fuera ayer.
 Te creo Manzano, aunque todavía no alcanzo a entender a qué viene esto. Vaya, vuelve a interrumpir, entonces ¿la información que tengo es cierta?. No comprendo, ¿a dónde quieres llegar?. Está claro el Carnicero de Belfast está aquí.
 Manzano ríe como poseído. Está seguro de tener un as en la manga. Se deleita con lo que cree saber. Extrae un puro de su chaqueta, me lo da, se saca otro para él y después de darme fuego se lo enciende.
 No es preciso que lo desmientas, sonríe como el bravucón que es.
 Esto ya no estaba en mi mano, no iba a poder impedir que corriese la noticia como la pólvora. Mantuve silencio, le escuchaba.
 Solo júrame que vas a hacer una cosa Ricky... Mátalo... Mátalo como al perro rabioso que es. Sus labios escupían pequeñas e indiscriminadas gotas de saliva, repitiendo de forma insistente la frase.
 Márchate Manzano, y por favor no publiques nada.
 Se apostó en la puerta del porche, se sirvió otra copa, se la bebió de un trago, y apuntándome con el puro dijo. De acuerdo Ricky, lo haré por ti y por una productiva cacería, pero a cambio te pongo escolta fotográfica, quiero tener la primera foto de la presa.
 Me tenía atrapado, como de costumbre, amigos para esto. Tuve que aceptar, pero...
 Sin focos. Dije.
 Sin trampas. Contestó.
 Cuando vuelvo a quedarme solo, recuerdo de nuevo aquel fatídico día. Jeannine y mis niñas, debajo de aquellas mantas, tan quietas, solas y muertas para siempre. Sus frágiles y queridos cuerpo yertos.
 La hiena que arrancó para toda la eternidad sus vidas, está aquí de nuevo, justo en mi ciudad, justo donde lo espero desde hace tanto, de donde nunca más volverá a salir.

Capítulo 17º.



 Tres de la mañana del jueves. Camino del Hospital General.
 Monroe y Smith se dirigen hacia el hospital, han recibido una comunicación de homicidios. Al parecer una joven ha sufrido el ataque de un sádico que, después de violarla, la ha intentado quemar viva.
 Nada más llegar al aparcamiento del centro hospitalario, son abordados por uno de homicidios.
 Está muy mal chicos. De todas formas ya tenemos una declaración, a ver que os parece. Monroe coge el papel con una sonrisa cínica y se lo devuelve enseguida.
 Quiero todo lo que tengáis, ropa, efectos, en fin todo lo que hayáis recogido. Si no es molestia. Incide acelerando el paso hacia la entrada principal.
 Claro, No hay problema. A mandar.
 Oye socio, dice Monroe sin detenerse, esto no es idea mía, soy solo un currito como tú. ¿Ok?.
 Si, si, bueno, tranquilo. La chica está allí. Dijo el agente de la brigada de homicidios, señalando al pabellón de urgencias.
 Monroe y Smith se dirigen sin más preámbulos hacia allí.
 Buenas noches, somos policías. Dice Monroe enseñando su placa al celador del pabellón. El hombre hace un gesto de visto bueno y pregunta.
 ¿En qué puedo ayudarles?.
 ¿Dónde está la chica quemada que han traído esta noche?.
 Elizabeth C. D. Interrumpe el celador como un autómata.
 Monroe pone cara de no entender y... ¿Qué?.
 Que se llama Elizabeth C. D. la chica quemada. La que parece buscan, al menos eso es lo que tengo anotado. Remata el celador en tanto consulta el ordenador.
 Vale, vale, ¿en dónde está? No tenemos tiempo que perder. El del hospital levanta su vista del monitor, y lo más amable posible le espeta: en eso estoy, y ella en el quirófano tres... Bueno o dentro o en camino a él...
 No ha acabado de decir las últimas palabras cuando los agentes desaparecen como un exhalación en dirección a los quirófanos.
 El de la puerta se queda con la mano a punto de indicarles la dirección a los inspectores que ya se han perdido por los pasillos.
 Por aquí Smith. Llegan al quirófano justo en el momento en que están entrando a la joven; sin esperar invitación se cuelan dentro.
 Ustedes no pueden estar aquí. Salgan inmediatamente o llamo a seguridad... mejor lo hago. Grita como poseído un médico con bata verde.
 No dé la nota, somos de los buenos, somos policías. Le hace ver Smith poniendo su placa a la altura de los ojos del doctor.
 Me importa un bledo lo que sean. Esta joven ha de ser intervenida de inmediato, su vida corre peligro. Así que largo, ya hablaré más tarde con sus superiores.
 Oiga doctor o nos deja hablar con ella o tendremos que llevárnosla para interrogarla. Intervino Monroe. Smith apoyó a su compañero con la cabeza, haciendo un significativo movimiento de cabeza.
 Escuche, esto es seguridad nacional, si no nos deja interrogarla y muere le voy a hacer, personalmente, la vida imposible. Ante las palabras amenazadoras del inspector el doctor cedió.
 Pero solo un minuto.
 Seguro... Cuente con ello. Zanjó Monroe.
 Smith, sin levantar la voz, ya interroga a Elizabeth.
 ¿Puede escucharme joven? Elizabeth responde con un casi imperceptible gesto afirmativo. El inspector sonríe y continua.
 Muy bien, eres muy valiente. Prosigue. Somos policías y pretendemos coger al canalla que te hizo ésto. Es muy importante que nos cuentes lo que recuerdes para ello.
 Antes de desmayarse, la joven, haciendo un gran esfuerzo y les prestó una valiosa información acerca del agresor.
 Buena chica... Dijo el agente, tocando cariñosamente el hombro de la joven; se dirigió al de la bata pidiéndole:
 Adelante, ahora les toca a ustedes, salven a la chica, es solo una niña.
 Lo intentaremos, y ahora por favor márchense de aquí.
 Ok y adiós. Los dos inspectores abandonan el hospital con la declaración de Elizabeth y las escasas pertenencias de la misma.

Capítulo 18º.



 Las horas habían ido transcurriendo sin apenas apercibirme de ello. La botella de bourbon estaba casi vacía. Miré el reloj y me di cuenta de que habían pasado ya cuatro horas; me aclaré la cara en el aseo, y justo cuando empecé a peinarme sonó el teléfono.
 Dígame Martín al habla.
 Buenas noches comisario, o buenos días según como se mire. Soy Monroe.
 Lo se, habla. ¿Qué ocurre?, y abrevia.
 Ok jefe, ha habido un intento de asesinato, afortunadamente tenemos una declaración de la víctima.
 Bien. ¿De quién se trata?. Le requiero a Monroe.
 Es una joven prostituta llamada Elizabeth C. D.
 Ok... Sigue. ¿Qué más?. Dime más cosas. Insisto.
 Verá señor, la joven ha sido violada, apaleada y finalmente quemada, en ese orden.
 Ya, me imagino. ¿Tenemos las características del autor, inspector?.
 Si, la joven, a pesar de la gravedad de sus heridas, a podido darnos algunos detalles. Es una chica muy valiente a pesar de todo.
 Al grano Monroe, al grano.
 Conforme, se trata de un hombre de raza blanca, sobre treinta y cinco años de edad, uno noventa de estatura, complexión atlética, pelo negro, ojos marrones, …
 no sigas Monroe, puede ser el carnicero, son sus características físicas, aunque no tenemos fotos, sin duda se trata de ese malnacido; y lo peor, es su estilo de actuar.
 Ha hecho un pleno señor. Hemos mandado al gabinete de la científica algunas prendas de la víctima y se han localizado unas huellas dactilares en el cinturón de la víctima, que por la rápida actuación de los bomberos se pudo salvar apenas chamusqueado.
 ¿Son las del carnicero?. Pregunto.
 Si señor. En cuanto a la declaración... Le interrumpo.
 ¿Qué pasa con la declaración, Monroe?.
 Pues pasa que la chica recordaba la matrícula del auto que conducía nuestro objetivo, y también el color y modelo del vehículo. El inspector prosigue y yo le dejo hablar. Esto último lo hemos confirmado entre las compañeras de Elizabeth. ¿Sabe?. Son muy corporativistas estas mujeres.
 Escucha Monroe y déjate de pamplinas, organiza de inmediato la búsqueda del auto.
 A sus órdenes señor.
 Solo localización; yo salgo ahora mismo para jefatura, llevo abierto el equipo, comunico por el canal treinta y tres con distorsionador. Ordena a todos los equipos que hagan lo mismo.
 Sin esperar más contestación del pelota de Monroe, recojo el walkie talkie, mi magnun del treinta y ocho especial, me lo enfundo y salgo de casa.
 La noche era clara, el cielo estaba plagado de estrellas, el mundo seguía, la vida continuaba con su deriva, como si no pasara nada nuevo, como si todo lo ocurrido no importara.
 Afortunadamente a las cuatro y media de la mañana, apenas si circulaban autos, por lo que no tarde casi nada en llegar al aparcamiento de la comisaría.
 Nada más dejar aparcado el vehículo, me dirijo a mi despacho, me  encuentro con el inspector Smith, que en ese momento está abandonando  mi despacho.
 Acabo de dejarle encima de su mesa la declaración de la víctima, Elizabeth, junto con el informe de las huellas encontradas en su cinturón; debidamente confrontadas con las de L. K.
 Gracias Smith, búscame a Delgado, quiero verlo de inmediato. Le pido haciéndole un gesto con la mano para que espabile.
 Al momento jefe. Se marcha rápido.
 Me siento en el sillón y enciendo un cigarrillo. Un día tendré que dejar de fumar, me digo.
 Empiezo a leer el informe de la científica, fijándome con especial detenimiento e interés en la comparación de las huellas archivadas, las que dejó en el aeropuerto y las nuevas. No hay duda alguna, las del sádico de esta noche y las de Krant son de la misma persona, o más bien del mismo demonio en persona. Ahora solo precisaba que la suerte nos acompañara y el carnicero caería en mi tejida red.
 Unos minutos después aparece Delgado por la puerta. Se le nota un poco cansado, como si acabara de realizar un gran esfuerzo físico. Sonreí sospechando el motivo de su agotamiento; le pregunto a pesar de conocer de antemano la respuesta, y de que tratará de ocultar la verdad.
 Verá jefe, mi mujer es joven, me ama en exceso y no me deja descansar lo suficiente.
 Bueno, bueno, interrumpo, en el amor los excesos se deben perdonar  siempre. Le digo con media sonrisa.
 El se encoge de hombros. Se le nota feliz, pero, eso sí, agotado. Hago como que me creo su historia a la vez que le pido el informe sobre las azafatas. Me señala una carpeta sobre mi atiborrada mesa. La miro, la cojo y hago un gesto de acuerdo.
 ¿Precisa alguna otra cosa comisario?.
 Si, quiero que estéis preparados con toda la artillería pesada. Podéis turnaros para descansar y reponer fuerzas. Lo primero lo podéis hacer en cualquier sillón de jefatura, y lo segundo en el Pacífico.
 Puede despreocuparse, está todo preparado y los hombres listos para actuar.
 Me alegro de oír eso. Puedes marcharte; dile al capitán de asaltos que quiero verlo, por favor.
 Ok jefe.