domingo, 10 de marzo de 2019

Capítulo 8º.



Albert y Louisse Simpson. No queremos más.

Forman un matrimonio bien avenido de mediana edad, el cincuenta y dos y ella cuarenta y ocho años, no desean subir más peldaños en la escala social, se consideran muy afortunados; después de tantos años de vida marital aún se respetan, siguen apoyándose uno en el otro.
Albert consiguió una holgada posición económica y social gracias a sus estudios de ingeniero de caminos y al tesón con que los puso en práctica, trabajando en cualquier apartado lugar del país.
Hoy su vida se desarrolla en una lujosa mansión situada en las afueras; no tienen hijos, aunque en su tiempo los buscaron sin éxito. No se reprochan su infertilidad, se dedican muy al contrario a darse mutua felicidad, no como cuando eran jóvenes y cada día era un aleluya al amor, pero todavía se sorprenden con una flor o un regalo.
Comparten lo que Dios les ha permitido coger de la vida. Tienen días buenos y otros peores, pero saben y agradecen su holgada posición con respecto al resto de los mortales.
Louise está siempre en casa, siempre y cuando la dejan sus continuas actividades en pro de la comunidad a la que dedica una buena parte de su tiempo. Para ella son imprescindibles el orden y la limpieza, por ello es muy normal verla en plena faena, limpiando o embelleciendo cualquier rincón de su hermosa casa; solo se ayuda con una empleada, Alejandra, la cual ayuda en la cocina y con la colada.
Louise siempre anda buscando jardinero para que cuide y arregle su amplia parcela; de vez en cuando aparece algún chicano o un transeúnte que invariablemente se compromete a trabajarlo, y como de costumbre al poco tiempo éste acaba pidiendo la cuenta y siguiendo su errante camino.
Tal vez esté mi hermoso jardín predestinado a ser una especie de selva abandonada. Dice suspirando con resignación.
Por otra parte tienen pocos vecinos, y los que tienen apenas si los ven, son todos jóvenes matrimonios, sin hijos como ellos, y ahí acaban las similitudes; gente que no pasa tiempo en casa, que trabajan ambos en la ciudad, gente que desdiciendo lo dicho antes, tienen al igual que ellos hermosos y descuidados jardines.

Capítulo 9º.



Comisaría del Distrito Este.

Como todos los días la comisaría da la imagen de una casa de locos, policías de uniforme y gente de paisano andando por pasillos y escaleras, o esperando en las zonas habilitadas para las denuncias u otras gestiones propias del centro policial.
La zona que se supone debe controlar pasa por ser la más variopinta y conflictiva de la metrópolis.
Arranca su distrito desde las afueras de la ciudad, en la zona de los  chalets más fabulosos del Estado. Uno de los límites lo marca precisamente en esa zona el Río Durango, una caudalosa frontera, que a lo largo de su recorrido por el área metropolitana es cruzado por numerosos puentes y queda remarcado por varias docenas de playas y varaderos, donde se puede pescar y/o bañarse en algunos de los primeros y amarrar y embarcar en los segundos. El otro límite se encuentra dentro del centro de la gran urbe, abarcando completamente el barrio viejo, que no antiguo, y obrero de la ciudad, donde se refugian los marginados y los espaldas mojadas. El Parque Central, patrullado por agentes a caballo y vehículos motorizados, se encuentra entre los dos límites, más cerca del último que del primero.
Es medio día, la hora del relevo en comisaría, unos agentes entregan los autos patrulla en tanto otros salen a comenzar su labor, hay quien debiendo haber salido ya, aún pierde el tiempo en los pasillos del recinto policial.
Ya estamos como de costumbre jodiendo la marrana y haciendo que pierda los nervios. Grita fuera de sí con evidentes muestras de estar muy  cabreado y con gesto nervioso, un suboficial de color a dos agentes que con gran parsimonia toman café apoyados en la máquina que lo expende cerca de la puerta principal.
Jhon... mira para ese lado, yo lo haré para este. ¿Ves algún nervio? Dice con cara de cachondeo el agente Juan Sánchez.
En absoluto Juan, no veo ninguno ¿Y tú, vez algo? Contesta el aludido Jhon Crawford.
Se acabó, me tenéis hasta las mismísimas pelotas, anotaré esto en vuestra hoja de servicio: insulto a un superior. Les hace saber el suboficial Morrison apuntando a ambos con el dedo índice.
Bueno, bueno... tampoco es para ponerse así sargento, ya nos íbamos. Abrevia Jhon.
Adiós sargento Morrison... que tenga un buen día... y no pierda los...
Morrison hace amago de atizarle a Juan con la carpeta que sostiene con la mano, pero estos no se esperan para verlo acabar la acción. Se pierden en dirección al aparcamiento antes de que el suboficial pierda definitivamente los nervios y la compostura.
Arrancan el auto patrulla y salen del aparcamiento en dirección a su zona,  como de costumbre.
¿Qué socio, apostamos a ver quien acierta la primera chorrada que nos manda hacer el sargento esta tarde? Pregunta Jhon.
¿Qué será será, un incendio, un atraco, tal vez una violación a lo que el payaso de Morrison nos ha de mandar? Canturrea Juan, en tanto Jhon le acompaña dirigiendo una imaginaria orquesta con la defensa por batuta.
Mejor será que no nos llame en toda la patrulla. Tercia Jhon guardándose la porra.
¿Qué te parece si vamos a descansar un rato al Durango socio?
Me parece Juan, me parece.
Pues ejecuta tú el plan a mí me da risa y se me puede notar.
Jhon coge el micro y dice: Oscar 0, Oscar 0, aquí Lince 26.
Adelante 26, aquí Oscar 0. responden desde la centralita de la comisaría.
Nos ha comunicado una señora que hay un tipo raro merodeando por su chalet, cerca del Durango. Solicitamos permiso para echar un vistazo.
26 permiso concedido, cambio y cierro.
El agente de comunicaciones sonríe y se rasca la cabeza, piensa seguro de acertar que esos chicos nunca cambian; eso del Durango es más viejo que el edificio donde se encuentra la comisaría.
Aún mantiene la sonrisa en sus labios cuando aparece el sargento Morrison, que de inmediato le pide novedades.
¿Algo nuevo Jack?
Nada importante, todo marcha como la seda. Responde este con toda tranquilidad.
Es igual, veré si hay alguna comprobación atrasada, no quiero que los chicos del 26 descansen esta tarde.
¡Ah se me olvidó! Ejem... . Carraspea. Los del 26 han solicitado permiso para localizar a un merodeador...
No sigas. Corta Morrison. ¿Por casualidad no será en el Durango?
Me temo que sí.
Mierda esta vez me los paso por la piedra, palabra. Se lleva los dedos a los labios, formando una cruz, y lanza un beso rabioso entre ambos.
Sale maldiciendo directo al despacho del Jefe de servicio. Aunque éste último le dirá lo de siempre, como si lo viera.
Paciencia Morrison, si tienes la seguridad de que te toman el pelo y puedes demostrarlo, hazlo constar en la hoja de servicio.
¿Cómo demonios quiere que lo demuestre?
Tú sabrás, buenas tardes Morrison... cierra la puerta al salir.

viernes, 8 de marzo de 2019

Capítulo 10º.



Comienza la cuenta a atrás.

Primer día. Miércoles 11 horas de la mañana. Palacio de Congresos.

Como comisario del departamento anti terrorista de la policía metropolitana me hallaba revisando las medidas de seguridad que habían sido adoptadas en el Palacio de Congresos, el cual era sede a partir de hoy del Décimo Congreso Internacional por la Paz. Interesante reunión que por desgracia nunca conseguía imponer su hermoso propósito, pero que sin duda alguna mantenía abierta la puerta de la esperanza para aquellas naciones que por distintas y peregrinas causas se hallaban envueltas en conflictos bélicos.
Hasta ahora todo andaba bien, lo que no me tranquilizaba en absoluto pues solo hacía una hora que el congreso estaba inaugurado. Quedaban algo más de tres días para que este acabase. Para ser más preciso cincuenta horas repartidas en tres largos y delicados días. Justo hasta la una del mediodía del próximo viernes, momento en que los dignatarios de más de cien países, incluido nuestro presidente, clausurarían la reunión.
Tenemos informes de las distintas policías del mundo y de varios servicios secretos, de que varias organizaciones terroristas pretenden golpear con sus acciones criminales la buena marcha de las conversaciones, es el momento en el marco ideal para hacerlo por el gran eco informativo al que se harían acreedores.
Aunque hemos tomado todas las medidas de seguridad habidas y por haber, tengo un presentimiento que me pone los pelos de punta.
Me fundo entre la multitud procurando envolverme en el ambiente que emana de la masa, intentando captar alguna sensación, algún mensaje o un simple atisbo de algo que no va bien o que no está en donde debe estar, cualquier cosa no apreciable desde los puestos de observación asignados al personal de seguridad.
Recorro los pasillos como un visitante cualquiera adentrándome en los escenarios que empiezan a formar parte de la historia de esta humanidad que busca fórmulas de convivencia en paz. Muchos de los hombres con los que ahora me cruzo o comparto el espacio físico de este formidable Palacio, pasarán a figurar con nombres propios en algún que otro renglón de esa historia que hoy, sin duda, se está escribiendo desde aquí. Unos en mayor grado que otros, pero de la que todos se sentirán orgullosos de conformar, y que contarán primero a sus hijos y luego, posiblemente, a sus nietos.
Realmente es interesante esto de mezclarse con la gente; siempre que recuerdo momentos como este, los recuerdo en el otro lado de la masa, apartado y distante, en el sitio que se suele ocupar cuando se representa al brazo armado de la ley.
Sigo absorto en mis pensamientos cuando de pronto suena una alarma, justo en el sitio donde me encuentro, dos policías se abalanzan sobre mí.
Vaya... perdone señor comisario... me temo que hizo sonar la alarma con su... ejem... arma. El agente se disculpa como puede. Pero la verdad es que si de alguien es la culpa ese soy yo, y así se lo hago saber.
Tranquilo agente, está perdonado, como todos vemos la culpa es mía. El agente me saluda agradecido. Le devuelvo el saludo y me giro volviendo sobre mis pasos; pienso acertadamente que al menos he podido comprobar insitu y por sorpresa que los sistemas de detección de armas funcionan a la perfección y los agentes están al tanto de lo que pasa.
Y de pronto lo vi...
Un hombre de aspecto agradable, con grandes gafas y sombrero blanco, observa con media sonrisa al comisario Martín y la escena recién protagonizada por los policías; éste a su vez, súbitamente interesado por la cara del individuo que tan fija y descaradamente le observa, enfrenta su mirada al hombre.
El presentimiento que hace escasos momentos le erizó la piel, le vuelve a inquietar, esta vez un frío sudor le recorre la espalda. Alguien se interpone entre ellos. Un segundo después el curioso observador ya no está, se ha volatizado.
Ricardo Martín, comisario del grupo operativo anti terrorista de la policía metropolitana, ahí enfrente tenías al más jodido terrorista que hay en este puto mundo y te has quedado clavado, mirando sin reaccionar, has dejado que se haga humo. Era mi pensamiento, pero lo había convertido en palabras perfectamente audibles. Y lo peor es que Francoise, el jodido inspector de madre parisina me ha debido de oír. En este preciso momento se dirige a donde yo me encuentro portando una amplia sonrisa en su hipócrita cara de zalamero que lo sabe todo; y la verdad es que no me hace maldita la gracia lo que un destripador de bragas de treinta y seis años, con nombre de conquistador francés pueda pensar de mi aptitud, y menos gracia aún si lo pregona a todo el equipo, así que antes de que abra la boca le digo alto y claro.
Ni una palabra de esto a los chicos Francoise o te mando a dirigir el tráfico el día de San Valentín.
Muy apropiado jefe. Respondió de corrido. No sabe usted bien lo que se liga con el pito y la porra. ¿Si quiere, continuó, le cuento lo que me pasó una vez con una rubia de impresión y su BMW descapotable?.
El muy jodido de Francoise no tenía desperdicio y sabía muy bien como sacarme de quicio, así que con evidente enfado le dije:
No quiero escuchar tus cochinas aventuras, y en cuanto a lo que acabas de escuchar, ni media a los chicos; mi amenaza va en serio, quiero que te quede bien claro ¿OK?... yo hablo con quien quiero, incluso conmigo mismo; igualmente hago saltar todas las alarmas si lo creo conveniente, cuando y donde quiera. Privilegios de ser comisario especial, ¿ha quedado claro?.
Entendido jefe, dijo levantando por encima de su cintura las manos, a la vez que inclinaba ligeramente su cabeza hacia su derecha arqueando sus cejas... ¿osea, prosiguió, que la alarma la hizo saltar usted? Vaya, vaya, esto si que es bueno. Una ligera mueca de risa se remarcó irónicamente en los finos labios del inspector Francoise.
Lo fulminé con la mirada, bueno al menos eso es lo que deseé; y como de costumbre me mesé el pelo con las manos, tratando de relajarme y me marché maldiciendo al jefe de personal por no mandarme a policías de verdad, en vez del conjunto de inútiles y ... en fin, mesado y relajado continúo con lo mío.
Una vez que Francoise desaparece de mi vista, me acerco al reservado que ocupa mi equipo en el Palacio de Congresos. Delgado que está absorto observando los monitores de seguridad de la entrada, no se apercibe de mi presencia. Me acerco hasta él, carraspeo ligeramente y cuando, por fin, atraigo su atención, le ruego que se encargue de forma personal de la supervisión del resto de puntos que me quedan por controlar.
No se preocupe jefe, puede marchar tranquilo, ya me encargo. Y marcho, desde luego muy tranquilo, Delgado es uno de mis mejores elementos, y sinceramente, espero que dure en el equipo.
Nos veremos en Jefatura después de comer, le recuerdo mientras salgo.
Me voy caminando a pesar que la Central se encuentra bastante alejada del recinto del Palacio de Congresos. Preciso pensar sobre lo que acaba de ocurrir, y especialmente con el tipo de la media sonrisa; aunque haya gente que desprecia los presentimientos, a mí personalmente me llegan a preocupar seriamente.
Esa cara es todo un augurio, y aunque mi memoria fotográfica me indica que no la he visto nunca, mi instinto profesional me recomienda atención. Me da la sensación de que ese rostro habrá de traerme problemas.
Las calles de la gran ciudad están repletas a estas horas del mediodía con gente que ajena al resto camina deprisa y segura, también se ve algunas personas distraídas que son pasto de los descuideros que aprovechan la multitud para sus propios intereses; a quienes esperan el autobús, un imposible taxi, a ciudadanos ociosos que ocupan su valioso tiempo no preocupándose de su paso. Y por supuesto multitud de gente que circula en rápidos y ruidosos vehículos, armazones metálicos con ruedas y carentes de alma, exigentes y omnipresentes. Y pájaros... sí, sí pájaros, unos casi increíbles grupos de pájaros de las más diversas especies; aves que escaparon de sus doradas y reducidas jaulas, pájaros que, sin duda, optaron en un descuido de sus esclavistas amos por la extraña y, para la mayoría, desconocida llamada de la libertad, diversas especies de esos entrañables y alados seres que siempre acaban reuniéndose en ruidosas aglomeraciones en las abundantes y moldeadas zonas verdes de la metrópolis. Instalan sus nidos en las frondosas copas de los públicos árboles, alimentándose en el público suelo de la libre y privada caridad humana, poca y escasa por cierto. Entre la alada diversidad hay palomas, palomas blancas, palomas mensajeras, tordas y torcaces, palomas coloreadas que siempre vuelven diligentes al palomar. Afortunadamente para todo este variopinto y multicolor espectáculo animal, al ser hoy un cálido día de primavera se apetece estar en los jardines de nuestra preciosa ciudad, muchos abueletes lo aprovechan con lo que la abundante fauna alada y más de una ardilla se están pegando un nada despreciable banquete a base de semillas variadas y migas del siempre apetecible pan. Algunos tiernos infantes, a pesar de la reprobación de sus mamás, vacían el contenido de sus bolsas de palomitas de maíz o bolitas de queso.

Capítulo 11º.



18 horas del miércoles. Jefatura.
Nada más llegar a la Central y apenas me he sentado en mi butacón  entra Monroe, otro de los especímenes que tengo a mis órdenes.
¿Qué ocurre detective? Pregunto sin muchas ganas, a la vez que me llevo las manos a la cabeza, apoyo los codos sobre la mesa, y me doy un ligero masaje con ambos pulgares sobre mis sienes; no sé es como un acto reflejo, es como si ya intuyera que me da a dar una jaqueca inminente.
Malas noticias señor comisario, acabamos de recibir este fax del laboratorio. Se trata del resultado de una dactilografía proveniente de las entradas internacionales en el aeropuerto. Me dice enseñándome ostensiblemente un folio que sostiene en su mano.
Se lo tengo casi que arrancar de allí y, comienzo a leerlo.
Maldita sea... . Carraspeo. Vaya por Dios, han detectado en el control de huellas la presencia de un peligroso y buscado terrorista... Luis Krant. Moví la cabeza ladeándola lentamente, a la vez que hacía una mueca de preocupación.
Un buen elemento si señor; se le suponen más de cien asesinatos según el informe, y como podrá comprobar...
Le interrumpo con un rápido y cortante gesto de mis manos. Este tío me tiene hasta las narices.
Escucha Monroe; no preciso que me digas que pone en el informe, casualmente sé leer desde mi paso por la escuela primaria, y desde entonces ha llovido bastante ¿vale?. Ahora sal de aquí y cierra la puerta al hacerlo, por favor, ya te llamaré si te necesito para algo... Adiossss. Le dije remarcando de forma obstensíble las eses.
De acuerdo señor comisario, siempre a sus órdenes... si me necesita...
Adiossss... Monroe salió por fin.
Cuando me harté de maldecir al jefe de personal por la plantilla que me había proporcionado, me concentré de nuevo en el informe que tenía delante de mí. Un completo dossier del malnacido de Krant,
Luis Krant, alias el Carnicero de Belfast. Un gran hijo de puta proveniente del este europeo, de donde escapa perseguido por el KGB; se instala en Irlanda del Norte, en concreto en Belfast, como canta una parte de su alias, y en donde en poco tiempo se convierte en un hombre clave en numerosas e importantes operaciones de la insurgencia anti británica, llevando acabo diversas acciones terroristas de gran calado bajo la franquicia del IRA.
Desaparece del norte de Irlanda cuando Scotland Yard parece cercar a nuestro hombre. Se desconoce donde ha permanecido los dos últimos años, aunque se supone que haya estado en Libia, donde con toda seguridad ha  perfeccionado su forma de trabajo.
Queda probado por este gabinete que el tal Carnicero de Belfast o Luis Krant, ya había operado, antes de darlo por ilocalizable, en nuestro país. Y en concreto en acciones con artefactos explosivos, en los que se produjeron numerosas pérdidas humanas. También es necesario reseñar que según los datos aportados por diferentes agencias de seguridad, tanto nacionales como internacionales, nunca actúa en equipo; y la mayoría de sus víctimas no tienen nada que ver con sus verdaderos objetivos, son solo daños de los llamados colaterales.
El dossier no acompañaba foto del sujeto, ya que  ni los soviéticos, ni ninguna de las agencias de inteligencia nacionales e internacionales parecían disponer de algo tan elemental como eso, una maldita imagen.
Un bonito regalo para occidente habrá pensado el KGB.
Ni siquiera el nombre era el suyo real, ya que L.K. eran las iniciales del nombre en clave dado a las huellas dactilares aparecidas entre los restos de artefactos explosivos, recogidas en diversos atentados terroristas.
La foto, aunque no existiera, yo ya tenía su imagen en mi memoria, detrás de aquel bigote, bajo el sombrero, y su mirada casi oculta por esas enormes gafas, había sin duda alguna un rostro y yo estaba seguro que cuando volviera a encararlo lo reconocería de inmediato. Algo en mi interior me estaba diciendo que Krant y el tipo de la sonrisa misteriosa eran la misma persona, y ese pensamiento empezaba a revolverme el estómago.
Me sirvo un trago de bourbon, lo necesito...
De pronto empiezo a comprender, me da la sensación de que mis neuronas van por libre, pero no, solo que van uniendo los hilos de una dolorosa historia que me atañe muy personalmente. El fue el responsable. Mis manos se crispan sobre el vaso; unas lágrimas pugnan por salir. A mi mente vuelven desde el pasado, como si fueran de ayer mismo, imágenes de los días que menciona el dossier sobre la segura visita del Carnicero. Vaya si lo recuerdo; el odio me invade, puedo palpar la aglomeración de adrenalina que se agolpa en mi atormentado cerebro.
Cada paso un cadáver, cada día varios muertos. Ese hombre era peor que el caballo de Atila que por donde pisaba no volvía a crecer la hierba, era un auténtico malnacido; sin duda alguna el hijo bastardo del mismísimo Belzebut.
Apuro la copa de bourbon y recompongo mi figura. Llamo a Monroe y le doy una orden escrita para que la curse de inmediato a todas las comisarías del área metropolitana.
Señor comisario ¿puedo preguntarle algo? Me espeta el inspector, después de echar un vistazo al documento que le acabo de entregar.
¿Sí?.
Pues si como desea, nos pasan todos los homicidios que ocurran en la ciudad y su zona de influencia durante los días que dure el congreso, vamos a tener que hacer más horas que un reloj.
¿Y cuál es la pregunta? Le digo haciendo un obstensible gesto con las dos manos abiertas, no sin ciertas ganas de darle un par de collejas.
¿Acaso van a traer más agentes para que nos ayuden?.
Negativo; adiosss Monroe, cumpla con lo ordenado, y no haga más preguntas estúpidas.
De acuerdo señor comisario. Monroe se marcha murmurando algo relativo a un reloj.

Capítulo 12º.



 12 horas del miércoles.

 Una vez doy por terminada mi visita al Palacio de Congresos, tomo un taxi y le indico, al asiático que lo conduce, donde quiero que me lleve, un parque cercano al edificio de apartamentos donde tengo mi piso de seguridad.
 Llegamos enseguida, pago y abandono el vehículo. Me adentro en el parque comprobando que nadie me sigue; ando por él durante una media hora aproximadamente, fijándome especialmente en las inmediaciones y accesos al mismo, ando con paso ligero volviéndome repentinamente y observando mis espaldas cada vez que me siento cubierto por algún matojo o árbol.
No se trata tanto de saber con cierta seguridad que mi intimidad no está siendo violada, tengo que tener una certeza absoluta de ello. Cuando creo que estoy cubierto me dirijo sin más dilación al piso que ocupo.
Mientras subo las escaleras me viene a la mente el estúpido que hizo saltar la alarma en el Palacio de Congresos. Seguro que es el jefe de los malditos polis yanquis; desde luego que lo tienen claro los perros fascistas. Sonrío y me noto mejor, reconfortado, parece ser que me enfrento a una camada de inútiles, más ineptos aún que los chacales de Scotland Yard, que seguro aún no olvidan al que nombraban como el Carnicero de Belfast.
El piso es amplio y tiene las más elementales normas de seguridad. Rápidamente me pongo en acción; lo primero es instalar medidas de seguridad adicionales, con el objeto de tener sorpresas desagradables e inoportunas. Localizo el armamento de apoyo que les pedí a los chicos de la embajada.
Y como no podía ser de otra forma los valientes idiotas lo han dejado en el mueble bajo la cocina que se supone guarda los cilindros de gas, que como no podía ser de otra forma han dejado a la vista; parece mentira que pertenezcan a la inteligencia libia, informaré a mi vuelta a su jefe, a mi amigo el comandante Al Assad.
Saco todo el material: un fusil de asalto, dos pistolas automáticas, abundantes cargadores municionados y dos cajas llenas de granadas de mano.
Distribuyo de forma estratégica las granadas y los cargadores por toda la casa, y preparo con las primeras algunas trampas. Instalo lo que yo llamo un torbellino de fuego y destrucción en la pared que sirve de mediana con el edificio posterior al mío para disponer de una salida falsa; y en la pared que cubre el amplio pasillo de acceso a la vivienda, una trampa mortal para quien quiera sorprenderme. Sonrío mientras instalo el material, reconozco que soy un auténtico artista en lo mío; alguien lo lamentará sin duda.
Finalmente instalo la llave detonadora del torbellino de fuego, una precisa trampa explosiva en la puerta de acceso. Recuerdo a un estúpido chorizo que en cierta ocasión quiso entrar en aquel piso... Parece ser que aún no han encontrado todos sus pedazos.
Una vez he instalado la seguridad me tumbo en la cama. Con el ruido de fondo de la televisión me quedo profundamente dormido.
Sueño con mi infancia, los maravillosos primeros años de mi niñez  se agolpan en mi mente, un suave calor envuelve mi cuerpo, el recuerdo de otros tiempos, lejanos y felices, en mi patria natal me relaja por  momentos.
Todo era bueno hasta que llegó el nuevo comisario político y su infame corrupción que acabo afectando a toda mi comunidad.
La pesadilla de la huida del telón de acero acaba por despertarme. Estoy empapado en sudor, miro el reloj y veo que apenas he dormido una hora. Mi cuerpo asemeja un estado febril. Las venas de mis brazos, del cuello y de la cabeza amenazan con reventar de la presión arterial y esparcir su rojo contenido por toda la habitación. El pecho se mueve de forma compulsiva al ritmo que imprime mi agitado corazón. Trato de secar con la sábana el perlado sudor que sigue manando de mi cuerpo, pero apenas lo consigo porque toda la ropa de cama ya está empapada.
Me levanto de un salto de la cama y me meto en la ducha. El agua cae sobre mi cuerpo como un bálsamo benefactor. Actúa poco a poco, dejándome envuelto en un plácido nirvana; mi mente, se va aclarando con cada minuto que discurre bajo la ducha, y lentamente los oscuros fantasmas del pasado van dando paso a la realidad, al momento presente.
Mientras seco las últimas humedades de mi ennegrecida piel fruto de mi larga estancia en el desierto, me sorprendo mirando mi cara en el espejo, y ... llego a la conclusión de que no soy un adonis, sin duda no soy perfecto y seguro que tampoco soy justo.
Mi mente empieza a derrapar con alguna  estúpida elucubración, me llega la palabreja “cohecho”, acechándome con la imagen del juez instructor que ha sabiendas de lo improcedente de sus decisiones las lleva adelante. Corto con la ensoñación y me digo a mi mismo que yo no soy un juez soy un ejecutor y debo actuar conforme a lo que de mí se espera, tanto de parte de amigos como de enemigos. Me digo lo de siempre: hay cabrones con uniforme y sin él, poderosos o simples lacayos, en todos los sitios, entre los USA, los franchutes, en Moscú y por supuesto que también los hay en la dorada Libia.
Seguro que tengo mucha faena. Je, je, río relajándome al hacerlo, y este fin de semana podré celebrar haber matado a más de cien pájaros de un solo tiro. Vuelvo a sentirme bien, en forma y dispuesto a realizar un trabajo sin fallos pese a quién pese, enlute a quien enlute.
Más relajado me senté frente al televisor, el noticiero hablaba del Décimo Congreso por la maldita Paz. La enumeración de los asistentes a la clausura me aseguró que los pájaros a los que debía abatir eran realmente de altos vuelos; no como el comisario político bolchevique, el cerdo que se convirtió en la primera cucaracha aplastada por mi cruel pero efectiva bota.
Realmente aquel iba a ser el trabajo más importante de mi vida; y tal vez por eso mismo las situaciones de ansiedad y crispación sobrevenían con mayor frecuencia, convirtiendo los días previos a la acción en una cascada de continuas crisis.
Tratando de concentrarme en lo importante me prometo actuar con calma absoluta. He de evitar cualquier situación que pueda perturbarme.
Repaso mentalmente todo el plan previamente establecido; recorro de nuevo la casa de punta a punta comprobando que todas las trampas están colocadas correctamente, así como que la distribución de los cargadores de munición están situados fuera del alcance de las explosiones, que aunque sean controladas arrasarán todo lo que pillen en su radio de acción. Reviso el funcionamiento del fusil, una bonita y precisa arma yanky, manejo con mi habitual desenvoltura las dos pistolas automáticas, y le ajusto a una de ellas un silenciador, introduciéndomela por el cinturón, en la espalda. Y de pronto lo decidí, sabía claramente que no debía hacerlo, pero necesitaba desahogarme, precisaba una mujer para divertirme y olvidar por un rato la agobiante tenaza que volvía a agobiarme.
Una parte de mi me previene de que voy a romper el protocolo de seguridad que yo mismo me he impuesto, pero que narices no puedo ni quiero evitarlo, me digo en tanto empiezo a relamerme con el futuro clímax que sin duda me espera más allá de estas cuatro paredes.
Salgo a pesar de todos los pesares... me encuentro perfecto.

Capítulo 13º.



 18 horas del miércoles. Jefatura.

 Y Monroe volvió a interrumpir mi intimidad.
 ¿Qué ocurre ahora inspector?. Le pregunté.
 Creo que tiene visita... visita importante. Contestó Monroe a la vez que levantando las cejas, miraba hacia fuera.
 ¿Se puede saber de quién se trata, o cree inspector que debo enterarme por otro procedimiento?.
 ¡Oh!... perdón comisario. Se trata de nuestra hermosa alcaldesa. Al decirlo hace una imperceptible gesto de complicidad; a lo que le hago ver mi desaprobación, y …
 Esfúmate Monroe. Le digo sin esperar respuesta, aunque de nada sirve.
 Siempre a sus órdenes. Adelante excelencia. Dice carraspeando  Monroe, sin dejar expedito el paso ocupando este,  por lo que Joan Roberts debe esquivar al omnipresente inspector.
 Joan, ya dentro de mi despacho, me saluda cortésmente mientras espera que Monroe se marche. Con una fulminante mirada mía consigo que desaparezca.
 Por favor siéntese, le pido indicándole la silla más confortable de mi  oficina. Joan sonríe ligeramente y acepta sentándose.
 Allí la tenía, frente a mí, hermosa como una hermosa diosa de ébano. Sus bellos ojos negros, rodeados de unas perfectas y cuidadas pestañas, hacían que cualquier preocupación anterior careciese de importancia. Cruzó sus largas e increíbles piernas, de esa manera tan particular con que ella lo hacía.
 Gracias por tu atención, ¿serías tan amable de darme fuego? Me pidió sacándose un cigarrillo del paquete que ya sostenía en sus manos.
 Claro. Le dije ya con el mechero en la mano, en tanto que le acerqué un cenicero.
 ¿Qué le trae por aquí excelencia? Le pregunté antes de encenderme el cigarrillo que me acababa de ofrecer.
 Mi visita de hoy, desafortunadamente, es de carácter oficial.
 Ya... comprendo. Le dije, suponiendo que ya le habrían  alertado de la presencia del Carnicero. Pocas veces la comunicación entre el departamento de policía metropolitana y el concejal encargado de la  seguridad ciudadana era excesivamente fluida, y esta era una de esas raras ocasiones.
 Me han comunicado, dijo endureciendo algo su dulce mirada, que un peligroso terrorista ha sido detectado en el aeropuerto. ¿Es correcta la información?. Me preguntó directamente apagando de forma parsimoniosa  su cigarrillo recién encendido.
 Cierta al cien por cien, me lo confirmaron hace apenas dos horas, y veo que las malas noticias vuelan. Apagué el cigarrillo, me recompuse automáticamente la corbata y aparté el cenicero de nuestra vista.
 Sonrió ante mi poco disimulado nerviosismo, y haciendo una especie de insondable mohín, dijo: eso se debe sin duda alguna a las últimas normas que he mandado poner en práctica para este evento. De esta forma, continuó, como máxima autoridad civil del área metropolitana puedo estar informada de forma inmediata, de cualquier cosa que pueda tener que ver con la buena marcha del congreso.
 Ya veo que sus órdenes se cumplen a la perfección, pero se ve que alguien se olvidó de hacérmelas saber. Esa soy yo, me interrumpió, quería comunicártela en persona. Se levantó, dio un paso hacia mí, lo que me obligó a levantarme yo también, y siguió diciendo: Ricardo... formalidades aparte, esta reunión internacional es muy importante para mí, para nuestra ciudad, para la nación, y por supuesto para el mundo entero. No puedo, prosiguió a apenas medio metro de mí, o mejor no podemos permitir que ningún malnacido terrorista ponga en jaque su correcto devenir. Esta última frase la dijo con suavidad pero de forma contundente.
 Estoy de acuerdo... excelencia. Dije notando su cálida presencia a centímetros escasos.
 Tutéame por favor, siempre que estemos solos, de momento. Silabeó con deliberada dulzura.
 Como quieras Joan, contesté como pude, mientras mis pulsaciones subían de forma acelerada.
 En cuanto al motivo oficial de tu visita, continué, puedes estar segura que abortaremos los planes de ese desgraciado asesino. Tengo en ello un interés muy personal, no pararé hasta detenerlo o mandarlo al infierno de donde nunca debió salir.
 Estoy convencida de que lo harás. Su aliento podía confundirlo ya con el mío. Pero lleva mucho cuidado, no quiero perder a mi más querido policía.
 Joan, nos conocemos desde antes de que llegaras a la Alcaldía, y aunque nunca me he atrevido a exponerte mis sentimientos, pensé que podrías tener una ligera idea de ellos. Siempre he esperado que no me vieras como un colaborador más, y por tu cálida cercanía veo que no me equivocaba. Ya no había vuelta atrás, ella había dado pasos, yo la enfrentaba con osadía y esperanza. Siempre he sido un bulto con ellas, ahora solo esperaba no haber metido la pata con la mujer a la que hacía tiempo deseaba. Pronto lo sabría, las cartas estaban echadas.
 ¿Sabes Ricardo?... soy una mujer como cualquier otra, me he imaginado muchas veces cómo te declararías, pero lo cierto es que no pensé que lo harías tan mal. Volvió a hacer ese mohín que tanto me azoraba, y prosiguió sin dejarme contestar. Cuando todo esto acabe, y espero que sea bien, desearía que rectificases en tu declaración... dejó transcurrir deliberadamente un corto pero agónico espacio de tiempo para continuar diciendo: me gustaría oírla más claramente expresada y en un lugar más romántico. Su dedo índice se posó sobre mis labios que ya no sabían articular palabra, cogió su bolso sin esperar respuesta, y con una ligera sonrisa, abandonó la oficina.

Capítulo 14º.



 Cuando Joan desapareció de mi vista, reapareció la estúpida faz de Monroe.
 Maldita sea Monroe deja ya de hacer del último mohicano. Le dije mientras le señalaba amenazadoramente con el dedo.
 ¿Porque dice eso jefe? Yo no me parezco a los indios, soy rubio, no soy un piel roja.
 Pero te vas a parecer al último de ellos el día que pierda el norte y te pegue un balazo en tu incordiante rostro pálido.
 Se ve que se ha puesto durilla, ¿a que si jefe?. Dijo desapareciendo ante mi aparente mal humor, mal humor que solo era eso, aparente.
 Acabé de cerrar unos sobres que había estado preparando, y sin más dilación me dirigí a la puerta del departamento; le dí al sargento unas instrucciones.
 Mohamed atiende un momento.
 Usted dirá comisario, soy todo oídos. Me dijo el enorme sargento.
 Alerta a todos los chicos, conforme vayan llegando dales a cada uno el sobre en que figura su nombre.
 ¿A todos los chicos?.
 Bueno, bueno, a todos los de mi unidad. Le puntualizo.
 Ah, ok, ya veo, órdenes individuales.
 Si Mohamed, órdenes individuales, personales o como quieras, pero cada sobre a su destinatario. ¿Ok grandullón?.
 Si... supongo. El sargento puso cara de poker, lo que me indujo a pensar que su mente dilucidaba si había dicho algún inconveniente. O puede que solo estuviera organizando sus prioridades. En fin, se lo que hay, si este gigantón tuviera tanta capacidad intelectual como corporal, estaríamos ante un portento de la naturaleza, ante una mente prodigiosa.
 Momentos después el sargento Mohamed repartía los sobres de la forma más rápida que conocía, se las dio todas a...
 Oiga inspector Monroe.
 ¿Si sargento?.
 Tenga órdenes individuales de su comisario. Y le dio todos los sobres.
 Pero ¿porque diablos no me las ha dado a mí directamente?, ¿para que mierda se supone que estoy yo aquí?.
 Escucha Monroe, no te lo tomes como algo personal, pero deberías saber que éste es el procedimiento habitual, cuando hay órdenes escritas estas han de pasar por el sargento de guardia.
 Bueno, si claro, pero lo habitual es pasar un poco de los procedimientos, ¿o no?.
 Pues no, eso son cosas vuestras. Ande no los pierda ahora. Terció el sargento Mohamed.
 No hay problema sargento, no los voy a perder, solo faltaría eso, pero lo que pasa es que parece que el jefe me tiene manía.
 Negativo, lo que pasa es que siempre ha sido muy suyo; es un gran tipo, aunque un poco raro, eso es verdad al ciento por ciento, pero es legal, muy legal, ya deberías saberlo.
 ¿Un poco? Más bien diría que bastante raro. Concluyó Monroe despidiéndose del sargento.
 Monroe, de inmediato se pone manos a la obra y localiza a...
 Delgado... ¡hola!. Toma órdenes individuales. Le dice dándole el sobre correspondiente. El inspector lo coge y lee el nombre que pone en el anverso.
 Gracias Monroe, pero aquí pone Jeff. Contesta Delgado con un gesto de “esto no es para mi?.
 Correcto, también observarás, si le das la vuelta, que pone tu nombre en el reverso. Le replica Monroe con otro gesto de “y ahora qué”.
 Delgado da la vuelta al sobre susurrando algo inaudible.
 Por cierto, pregunta comenzando a leer las órdenes del jefe, ¿sabes donde está Jeff?. Esto le va a interesar, a parte de que está claro que son órdenes.
 Fue a tomar algo al “Pacífico”. Contesta Monroe refiriéndose al bar frente a la Jefatura.
 Gracias voy a buscarlo.
 Si ves a alguno de los chicos mándalos por aquí por favor.
 Delgado le respondió con un “de acuerdo” y salió de la central.
 Son las siete en punto de la tarde, las luces del alumbrado público acaban de encenderse, y la mayoría de los vehículos ya circulan con las luces de cruce.
 Delgado espera a que se ponga verde el semáforo para los peatones; en tanto esto ocurre continúa leyendo las órdenes del comisario. Absorto y sonriente es sorprendido por el propio Jeff, que amigablemente le golpea en el hombro, sacando le de su aparente nirvana.
 ¿Que te hace tanta gracia Luis?.
 ¡Ah, hola Jeff! ¿Creí que estaba en el “Pacífico”.
 Estaba, tu lo has dicho. Pero dime qué lees. Insiste Jeff.
 Oh, nada... las órdenes del jefe.
 Y qué tienen de gracioso.
 Escucha socio, ya que también son para ti. Tenemos que interrogar a los componentes de la tripulación del vuelo en que vino el mal bicho de L.K.
 Bueno eso incluye también a las azafatas ¿no?. Pregunta Jeff esperando una contestación afirmativa frotándose las manos.
 Premio... es más, solo tenemos que interrogarlas a ellas.
 ¿Seguro?. El inspector Luis Delgado mueve afirmativamente su cabeza manteniendo una pícara sonrisa.
 Bien por el comisario... ahora entiendo por que sonreías.
 Los inspectores, ya sin más preámbulos se disponen a cumplir las órdenes. Toman su coche asignado y se dirigen al hotel “California”, donde a saber deben de encontrarse, aún, unas tal Winnie, Hellen y Marie.
 Si Francoise se entera de esto le da un ataque de envidia que no sé si podrá superar, puede que se nos muera. Comenta jocosamente Jeff.
 Se enterará, no lo dudes, je, je.
 Las encantadoras y hermosas azafatas nos ayudan muy poco en nuestro trabajo, pero eso sí, nos alegraron decididamente la noche.
 ¡Ah... le amour! Suspiraba Delgado, ya de vuelta a Jefatura.
 Eran unas diablesas. Dijo dejando caer las palabras Jeff, mientras  mantenía su casi cerrada mirada fija en el asombroso espectáculo que ofrecía el cielo en esos momentos; el aire se dejaba sentir agradablemente en el descapotable que pilotaba tranquilamente Delgado.
 Ser poli, a veces te da satisfacciones. Dice Jeff con cara de eso, de  satisfacción.
 A veces compañero, a veces. Repitió sin alterar su postura Jeff. El cálido viento movía sus cabellos.