El capitán Kolleman es un perfeccionista que a menudo raya la paranoia. Pero no hay duda de que sus “soldados”, como él los llama, sean los mejor preparados de los grupos de asalto de la policía metropolitana; por eso es el oficial en jefe asignado al grupo operativo anti terrorista.
Todos los días, en cada turno, mantiene a la mitad de sus soldados en alerta roja, en tanto con la otra mitad entrena hasta el límite sobrepasándolo a menudo; primero la dura pista americana, después el gimnasio, entre uno y otro simulacro de emergencia.
Los hombres maldicen su nombre por todas las esquinas de Jefatura.
Se sabe odiado pero no le importa, él sostiene que prefiere ser odiado que tener que asistir a los funerales de sus soldados. Considera que si uno de sus hombres cae abatido por balas asesinas, nunca sería aceptable que lo haga por falta de preparación. Dice lleno de orgullo militar que sus soldados son los mejores, los más duros y un peligro latente para todo aquel miserable criminal que ose enfrentarse a cualquiera de ellos. Y esa es una cuestión que no admite dudas.
Bueno muchachos... ahora es preciso que mováis las piernas como si vuestra vida de ello dependiera; fijaos bien... . Dice levantando su pierna derecha, en pose de kárate, y golpeándola ruidosamente con la palma abierta de su mano. He dicho las piernas y cuando digo las piernas quiero decir que corráis como alma que lleva el diablo, por tanto no mováis el culo como maricones, esto no es una academia de señoritas.
Toca el silbato y todos los hombres a una corren como poseídos verdaderamente. De forma ordenada pero a la carrera entran por una de las puertas del pabellón de asaltos, recogen el material asignado a cada cual y completamente pertrechados salen por la otra puerta, alineándose con prontitud frente a sus furgones blindados.
Kolleman, respirando con vehemencia tras el esfuerzo realizado, ya que siempre realiza con sus hombres todos los ejercicios, contempla a sus soldados. Los mira con cara de pocos amigos y poniéndose rojo como una amapola, como transformado en ira pura, mira su reloj... y con voz de perro rabioso, dice: maldita sea, sólo habéis rebajado dos segundos, aún estáis a diez galaxias, a diez malditos segundos del tiempo que debéis tardar en realizar este ejercicio.
Pasea enrabietado frente a sus hombres, mirando con gestos de incredulidad el reloj, mientras a grito pelado les dice. Cada segundo cuenta, cada maldito segundo marca la diferencia entre la vida y la muerte de las personas que esperan a que aparezcamos en el teatro de operaciones.
Tenéis que ser más rápidos.
¿Más aún?. Susurra alguien la pregunta. Se oyen algunos “eso, eso”.
En efecto eso, eso, más rápidos aún. Así que volved a dejar el material en el pabellón y al gimnasio. Concluye.
Una vez allí.
Volvemos a calentar. Esta vez sin previo aviso, quiero que desde el momento en que oigáis el silbato, tardéis solo cincuenta segundos en cambiaros, y pertrechados completamente forméis frente a los furgones. Y he dicho cincuenta ni uno más.
Los murmullos de desaprobación arrecian, pero a pesar de las protestas los hombres cumplen con lo ordenado.
No hay duda de que son los mejores, y Kolleman en el fondo lo sabe, aunque lo disimula muy bien.
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