lunes, 25 de febrero de 2019

Capítulo 30º.



 Veinte horas del jueves.
 Siempre he dicho que hay un tiempo para vivir y un tiempo para morir, pienso y acierto que a esta cuadrilla le ha llegado su tiempo para morir. La ruleta que indica el momento en que la vida se acaba, marca el fin de estos pobres diablos. Acabo de decidir que no los puedo mantener con vida, si se les pasa por la cabeza intentar escapar, o tengo que huir precipitadamente, cómo puedo estar seguro de que no ayudarán a mi detención, saben, sobre todo el tío demasiadas cosas sobre mí y mis pertenencias, mucho más que los polis. No puedo correr riesgos, he de hacer callar para siempre a estos molestos testigos.
 Los tengo amarrados a conciencia, de manos y pies, amordazados para que no berreen como corderos al matadero; aunque no les he tapado los ojos quiero que sean testigos en última instancia de sus ejecuciones, que es justo lo que ahora voy a tratar con ellos.
 Les leo la sentencia, única e irrevocable: son reos de muerte, la cual será por ejecución a tiros. Por supuesto les digo de qué son acusados.
 De ser un peligro latente para la causa revolucionaria que me ha traído hasta este su país. La desesperación se hace ahora más patente en sus rostros desencajados. Sentados en el suelo contra la pared y atados como están, son un blanco perfecto; me aparto un poco más, no quier que me salpique su sangre. Deben de verme como a un Dios, capaz de concederles más vida o de quitársela.
 Amartillo el revólver; veo como hacen grandes esfuerzos por tragar saliva, respiran desasosegados. Paseo el arma apuntando a uno, luego a otra, por fin apunto a la cocinera... Disparo y... Le vuelo los sesos, ha sido un tiro perfecto. Alejandra no se movió convencida de que aún no había llegado su hora, pobre estúpida, ambas cosas hasta el final; el tiro le entró entre ceja y ceja. El destrozo que le ha causado la bala, ahuecada en la punta para hacer más daño, puede apreciarse sin necesidad de acercarse; los sesos y trozos de cráneo se encuentran pegados a la pared, como si de un enorme tomate estampado con violencia se tratara.
 Doña Louisse se ha desmayado, y al tal Albert le tiemblan las piernas, sus ojos horrorizados no se atreven a mirar a su empleada que yace junto a él. El muy cerdo se ha meado encima, igual también se ha cagado, vaya por Dios, esto va a oler muy mal. Le apunto al cuello, estoy seguro de que sabe que no es ninguna broma; le sonrío cuando compruebo que sus piernas han dejado de temblar, disparo... Un enorme chorro de sangre sale a borbotones por su cuello, se mantiene sentado, saboreando glotonamente la sangre que también le sale en abundancia por la boca. Apunto a su cabeza y vuelvo a disparar... Ha girado su cabezón en el último instante y el tiro le ha entrado casi por detrás; le ha arrancado un gran trozo de cráneo que cuelga del cuello sujeto de tejido cabelludo. La masa cerebral que no se ha esparcido como la de la cocinera, empieza a salir a través del nuevo hueco.
 Por fin se despierta la vieja dama. Hace vanos e inútiles intentos por levantarse. A dónde querrá ir esta mujer, me digo sin poder creerme lo que veo. Desiste, y sin haberse atrevido aún a abrir sus ojos a la realidad, palpa la cabeza de su difunto marido, que ahora reposa en forma fetal a su lado. Un espasmo sobrecogedor la embarga cuando comprende lo que sus manos palpan. Unas lágrimas le recorren la corta carrera entre sus ojos y la vil mordaza.
 Louisse presiente su muerte; de pronto y con un acto de inesperada  valentía, enfrenta sus ojos acusadores con los del Carnicero.
 Odio a la gente que todo lo tiene, disparo, su cabeza estalla en mil pedazos. Con los sesos esparcidos, da un para de patadas al aire, y con un sonoro y ordinario pedo, abandona la más señora este cruel mundo.
 Salgo al jardín y recojo al perro, no sea que alguien lo vea desde la calle. A decir verdad era bonito. Recuerdo que de pequeño quería tener uno; dicen que dan mucha compañía a los tipos solitarios como yo. Lo arrastro dentro de la casa, lo dejo junto a sus amos. Busco en el aseo algún frasco de colonia... Cojo todos los que encuentro, excepto uno de una buena marca que me reservo para mi última ducha en esta casa. El resto lo vacío encima de los cadáveres. Posiblemente pase aquí toda la noche y éstos dentro de poco apestarán, mejor que huela a flores que a fiambre.
 Doy por zanjado el asunto Simpson y dedico toda mi atención a preparar un juguete explosivo, un pequeño regalo para el comisario Martín. Cojo el listín telefónico y lo ojeo... Premio, aquí está... Memorizo la dirección y la compruebo en el callejero que guardo en mi bolsa. Veo que no se encuentra muy lejos, decido acercarme, puede que esta noche me quite otro estorbo de encima. Busco en los armarios del piso superior, y encuentro lo que preciso... Un chandal de mi talla, el abuelete Simpson al fin y al cabo es de mi talla, bueno era.

Capítulo 31º.



 Veinte horas del jueves. Comisaría del Distrito Este.
 Como en muchas comisarías de todo el mundo civilizado, a estas horas el número de llamadas telefónicas crece de forma vertiginosa. Chicos que no han regresado a casa, vecinos que tienen sus televisores o aparatos de música a todo volumen, y como no, borrachos que molestan. Denuncias que se resuelven unas con la espera, otras con una llamada desde comisaría, y las menos con la visita de una patrulla policial.
 Buenas noches. Comisaría del Distrito Este, el oficial Morrison al habla, dígame le escucho.
 Buenas noches, escuche agente, me llamo Karl Patriksen, le llamo porque estoy preocupado por mi esposa... Aún no ha regresado de la casa donde trabaja de asistenta y cocinera.
 ¿Cuanto tiempo hace que falta?.
 Pues, hace una hora que debiera estar en casa.
 Mire... Señor Patriksen, nosotros de momento no vamos ha hacer nada, es muy poco tiempo para alarmarse, espere tranquilo, posiblemente le haya surgido algún inconveniente.
 Oiga oficial... Espere, usted creo que no lo ha entendido, escúcheme por favor, me explicaré mejor. Yo soy minusválido, lo soy debido a un accidente. Morison se disculpa, Karl continúa. Ella es muy puntual, y si ve que va a retrasarse, no duda en llamar, nunca ha pasado ésto.
 Entiendo... Eso lo cambia todo, deme su dirección y la del trabajo de su esposa.
 No sabe bien lo agradecido que le estoy; anote por favor... Ella trabaja en un chalet de la Avenida de los Álamos nº 215.
 Avenida de los Álamos dos quince... Lo tengo... Esto... ¿Intentó ponerse en contacto con ella por teléfono?.
 Si, si claro, por supuesto... El caso es que allí nadie coge el teléfono; es muy extraño, a estas horas los Simpson, que son los dueños de la casa, siempre están en casa, ellos no salen nunca de casa por la noche. Hagan algo por favor se lo pido.
 Está bien señor... Karl, mandaré un coche patrulla; ahora espere y no se preocupe, le tendremos informado. ¿Puede darme su teléfono?.
 ¡Oh!. Si, perdone; anote... 633624556.
 Bien, lo tengo, le avisaremos en cuanto sepamos algo. Si llegara su señora antes de nuestra llamada, deberá avisarnos.
 Karl no dejaría de estar preocupado, aquello no le daba buen olor. Desde su accidente todo parecía complicarse mucho más; en otro tiempo no se hubiera intranquilizado tanto por la tardanza de Alejandra, pero desde aquél día, cualquier problema le sensibilizaba más de lo normal.
 Cuando colgó el auricular, Morison sonrió y se dijo a sí mismo pero en voz alta. Como si lo viera, la señora tiene un amigo; claro que la muy jodida podría tener atendido al paralítico. En fin mandaré a los chicos del 26 para que hagan algo de provecho.
 Adelante 26, aquí Oscar 0.
 Adelante, aquí 26. La voz de Jhon Crawford suena con desgana.
 Muchachos, os habla el oficial Morrison. Tengo una misión urgente para vosotros.
 ¿Sabe la hora que es sargento?.
 Estoy ansioso por pillaros una vez fuera del plató, así que probar a no cumplir con vuestra obligación. Además me la repantiga si tenéis que acabar una o dos hora más tarde... Os va a venir de perlas echar unas pocas horas extras.
 Tranquilo Morrison, no se pierda. Alguien interfiere la conversación.
 Mantenerse al margen los ajenos a esta transmisión. Interviene el sargento Morrison.
 Bueno sargento, nos va a dar la dirección y el motivo, ¿o qué?.
 Avenida de los Álamos. Busquen a Alejandra Patrikssen, es la chacha en ese domicilio. Cuando sepáis algo avisar, su marido está preocupado por su tardanza.
 Oiga sargento, ¿y por qué no va él con sus pelotas y lo averigua?.
 por que a lo peor se rompe los cuernos. Otra voz interfiere.
 Vasta ya, respeten las comunicaciones. 26 cumpla lo ordenado, y sepa, y esto va también para los escuchas, que ese hombre está paralítico. El silencio se hace en la radio. Juan aprovecha para indicar a su compañero que...
 Habrá que darse una vuelta antes de que la jodamos más.
 O antes de que nos joda ese jodido negro, y valga la redundancia. Remata Jhon.

Capítulo 32º.



 Tener que alabar a los enemigos y sentir envidia de ellos es un poco morboso... Pero he de reconocer que el tal Martín tiene buen gusto. Su casa es muy bonita; un diseño cómodo de los espacios; en buena relación con la naturaleza, dispone de un amplio jardín con árboles y macizos de flores. Me encantan los porches, este puede verse desde el salón a través de un amplio ventanal. Me acerco a un piano, que en un plano más elevado domina la estancia. Este Martín me sorprende, pianista también. Levanto la tapa negra que cubre el teclado; se le ve muy nuevo, como si no se hubiera  usado si quiera. Una tarjeta envuelta en tafetán rosa, con su lacito descansa entre negras y blancas teclas. La sostengo en mi mano, y con una traviesa sonrisa la empiezo a desenvolver. Manuscrita una dedicatoria... Dedicada a la mejor compositora del mundo, mi maravillosa esposa... Jeannine, mayo de 1982. Vaya, vaya, en esas fechas yo estaba por aquí... Si, claro, ya me acuerdo. Buen trabajo, la bomba del Mercado, treinta muertos por lo menos.
 Sigo husmeando por la casa; arrugo la nota dejándola caer en un rincón. ¿Y si no le entregó nunca el regalo?... La tarjeta estaba aún envuelta en su paño de seda, sin abrir, dentro del regalo... Eso quiere decir... Claro, allí están los recuerdos. Las hojas de algunos diarios estaban enmarcados, perfectamente colocados en la pared a modo de sagrario. En ellos, los editoriales hablan de la Masacre del Mercado, así con mayúsculas. En las listas de muertos, habían nombres remarcados, concretamente tres, los de Jeannine, Anne y Betty Martín. Así que este tipo tiene motivos sobrados para odiarme, aunque a lo mejor le hice un gran favor. Lástima que no pueda preguntárselo.
 Mientras llego a la conclusión de que lo mejor para el comisario y para mí, es que se reúna con su esposa y sus hijas, acabo de montar la trampa explosiva que será el pasaporte al otro barrio para este simpático hombre.
 Detenemos el coche patrulla a la puerta del chalet. Mientras Jhon se apea y se dirige al timbre de la puerta exterior de la finca, yo anoto en incidencias lo que sigue. Son las 22.20 horas del jueves (diez minutos para el relevo). Estamos frente al nº 215 de la avenida de los Álamos. El agente Jhon Crawford ha llamado insistentemente pulsando el timbre de la puerta. Nadie responde por lo que optamos por abrir la verja y dirigirnos hacia la casa principal.
 Parece que ya duermen. Dice Juan.
 No se socio, es raro que no oigan el timbre. La apreciación de Jhon hace que ambos se tomen el asunto con más cuidado. Encienden sus linternas y aprietan las culatas de sus armas reglamentarias.

Capítulo 33º.



 Veintidós horas del jueves. Jefatura.
 El tiempo pasa lentamente, noto que cada hora cuenta, cada una de ellas puede significar una vida menos, amargas cuentas de un rosario que el Carnicero se deleita en aumentar. La cabeza ha empezado a dolerme; por lo que decido bajar a comer algo al Pacífico. Me tomo un par de aspirinas. Me temo que será una larga noche en vela, en espera de que Krant de un nuevo paso en falso.
 Los muchachos se toman con calma estas largas madrugadas. A veces creo que hasta les agradan, claro, solo de vez en cuando.
 Bajo las escalinatas; la noche expande la cálida brisa del mar que hace que me sienta un poco mejor, bueno eso y las dos pastillas.
 En los últimos peldaños, una familiar y pequeña sombra se vuelve y me saluda; vislumbro su infantil sonrisa enturbiada por briznas de dolor.
 Hola Fredy. ¿Cómo estás muchacho?. Te veo apenado... Anda cuéntame. Le digo, a la vez que me siento a su lado. Le cojo el manojo de periódicos que aún le quedan por vender de la edición extra que han sacado algunos tabloídes, y pasando mi brazo por su espalda, espero a que hable.
 ¿Sabe comisario?... Yo conocía muy bien a Jack Donoban. Jack era uno de los agentes caídos. Haciendo un esfuerzo por mantener la serenidad impropia de su edad, sigue. Iba al colegio con su hijo, Ricky mi mejor amigo, tiene su mismo nombre. Sabe Jack era un papá formidable; si algún día vuelvo a tener un papá me gustaría que fuera como él. Yo sabía que Fredy hablaba en serio, sus palabras casi de hombre a pesar de sus escasos doce años, llegaban muy adentro. Le besé en la cabeza, y extrayendo un billete de diez pavos, le digo.
 Por hoy ya has trabajado bastante, te los compro todos.
 Se lo agradezco, esta noche no tengo ganas de nada. Si no fuera por lo triste de la situación, me reiría abiertamente de sus palabras y de como las dice, con propiedad y de corazón.
 Vamos te invito a una hamburguesa, seguro que no has cenado. Le digo para animarlo un poco.
 Mejor déjeme que le invite yo. Dice levantándose y mirándome a los ojos fijamente.
 Escúchame hijo, cuando tengas barba invitarás, te lo prometo. Fredy hace un gesto conformista y acepta.
 Un ligero sudor envuelve mi cuerpo; estoy en las inmediaciones de la casa de los Simpson; he vuelto corriendo, haciendo como que hago footing. Ahora me ducharé, comeré algo frío y me acuesto.
 El alumbrado público delata la presencia de un coche patrulla. Vaya, tenemos una visita inoportuna. Compruebo que el revólver está en condiciones de ser usado. Me acerco andando a la puerta. Dos linternas delatan a los agentes, quienes afortunadamente aún no han alcanzado la  edificación principal. Al pasar al lado del auto toco su capó, el fuerte calor que desprende me indica que los agentes acaban de llegar. Les silbo desde la puerta, me oyen y entrecruzan unas palabras que no puedo entender desde el sitio donde estoy.
 Mira, ahí un tipo que nos silba, al lado del coche.
 Puede que sea el dueño, preguntemos.
 Los dos agentes se acercan al Carnicero enfundando sus armas.
 Buenas noches agentes. ¿Puedo ayudarles en algo?. Les pregunto amablemente.
 Vera amigo, estamos llamando a la casa y no contesta nadie, ¿sabe si vive alguien aquí?.
 Nadie en absoluto, salvo yo mismo. Yo vivo aquí y como puede comprobar ahora mismo estaba haciendo un poco de footing. Ya sabe hay que cuidarse haciendo deporte, todos, todos los días.
 Pues que contrariedad.
 ¿Hay algún problema agente?.
 Bueno tenemos una localización... Una tal Alejandra Patrikssen, cocinera, que se supone que trabaja aquí. En tanto Juan dice eso, Jhon se sienta al volante y juega distraído con el equipo de radio. Cuando oye que el tipo del chandal está diciendo que debe de tratarse de una broma lo de la cocinera, aprovecha para dar la salida de servicio.
 ¿Podrá demostrar que es el dueño de la casa?. Ya sabe tenemos que presentar un informe.
 Lo único que puedo darles es mi documentación, y el número de la agencia que me ha alquilado el chalet; estoy de paso, vine solo para asistir al Congreso, ya sabe.
 El agente Juan acepta las explicaciones del Krant; se sienta en el vehículo, coge el libro de incidencias de la guantera... De pronto ve el negro cañón de un arma a la altura de su pecho.
 Krant no pierde el tiempo y dispara el arma sucesivamente, hasta descargar las seis balas sobre los sorprendidos policías.
 En la radio, Oscar 0 da el recibido al 26... Luego oye como hacen lo propio otros coches policiales.
 Oscar 0, aquí el 22, fuera de servicio.
 Oscar 0 recibido. Krant sonríe; luego pasa el cuerpo de Jhon a la parte de atrás.
 Arranco el patrulla y me acerco al río Durango. Allí arropado por la intensa vegetación, dejo que el auto, con los dos fiambres dentro, se hunda en las oscuras aguas. Cuando por fin desaparece engullido por el ancho caudal, respiro más tranquilo; la suave y cálida brisa  que todo lo envuelve en esta ciudad, seca mi frente. Pienso que ya está bien de emociones por hoy. Camino de vuelta a la casa.

Capítulo 34º.



 Dos horas de la madrugada del viernes. Redacción del Gran Noticiero.
 Manzano como redactor jefe del diario sensacionalista, discute acaloradamente con uno de sus subordinados.
 De verdad Ray, lo siento, pero te tengo que denegar esa cabecera, mañana va a haber un solo artículo en la primera plana... El Carnicero de Belfast. Claro con alguna coletilla del tipo de... de nuevo en la ciudad... causante de la masacre de la calle diecinueve... abierta la caza del peligroso  terrorista... etc.
 ¿Y mañana?.
 Olvídalo, mañana Dios dirá.
 Cuando Ray salió y me quedé solo seguí pensando en los posibles titulares. Profesionalmente suspiraba por uno que fuera espectacular, pero como ciudadano deseaba que Martín o cualquier otro policía, lo atrapara, mejor que lo balearan. A ese hijo de la gran chingona igual se le ocurre volar la Conferencia... Claro la Conferencia... Más de cien Jefes de Estado, entre ellos el nuestro, mañana, bueno hoy, dentro de solo once horas.
 ¡Jennifer!... ¡Jennifer!. A la llamada de Manzano, acude solícita la impresionante secretaria.
 Dígame señor.
 Llama a Tony y a Rider, vamos mueve tu trasero. Dice Manzano, urgiendo a la rubia a que se dé prisa; la joven sale de la oficina ligera y sofocada, con un ligero rubor en sus mejillas.
 Unos minutos después, los dos reporteros aparecen por la puerta. Manzano que saborea un puro, al verlos les apremia a que pasen dentro.
 ¿Alguna novedad jefe?. Pregunta Tony.
 Ya lo creo, escuchadme atentamente. indica Manzano, que tras un breve silencio para atraer la atención de los muchachos, continúa. Tengo una corazonada, que más bien es una certeza; estoy viendo un extra plagado de fotos... Fotos que pagarán muy bien todas las rotativas del país y del mundo entero.
 Fotos que haremos nosotros. Corta el monólogo Rider.
 Manzano sonríe y le da la razón.
 Quiero que cojáis el distorsionador de frecuencias y espiéis todas las conversaciones del comisario Martín. Si no trincan esta noche al Carnicero, mañana habrán fuegos artificiales en el Congreso.
 Claro, ese debe de ser el objetivo del fulano ese; pero le recuerdo, jefe, que llevar ese aparato está muy castigado en este Estado. Tercia Tony. lo que apoya Rider.
 No os preocupéis demasiado, tengo un as en la manga, solo deberéis ser discretos. Y si tenéis la mala suerte de que os pillan... Yo os sacaré antes de contar tres.
 Tony y Rider acaban aceptando el plan de Manzano. Con los ojos iluminados ante la perspectiva de que sus fotos rulen por medio mundo, Tony remata con un. Al fin y al cabo, el jefe siempre cumple su palabra.
 Si usted dice que no hay problemas, yo estoy de acuerdo. Remata el reportero Rider.
 Piensa Manzano que va a ser una noche para el recuerdo y un día para la historia; un más que posible Pulitzer. En fin, moveros, quiero resultados, no me falléis; yo voy a ver como llevan la faena los maquetistas.

domingo, 24 de febrero de 2019

Capítulo 35º.



 Tres horas de la madrugada del viernes. Residencia de Joan Roberts.
 Joan vive en un gran apartamento de un céntrico y lujoso edificio. Su apretada agenda de trabajo como gobernanta de una ciudad de carácter metropolitano, le obliga a vivir cerca de su despacho oficial. Podría vivir en la propia Alcaldía, ya que en ella dispone de una amplia zona habilitada a tal fin, pero detesta y rechaza de plano el boato y la falta de intimidad que ello supone.
 A menudo echa en falta los largos y abúlicos días del pasado, en la casa de la familia, en el campo, rodeados de plantaciones y de enormes manchones de vegetación autóctona, ríos, lagos y lagunas por doquier, y vida, mucha vida en libertad, salvaje... Tan distinta a la vida en la ciudad, rodeada de cemento y ruido, tan dispares como el fuego y el agua.
 Estoy en la cama desde hace tres horas. Después de repasar algunos asuntos urgentes y pendientes de la Alcaldía, y de supervisar el papeleo del  plan de la clausura del Congreso, pensaba que me dormiría enseguida, pero  las responsabilidades me mantienen despierta a estas altas horas de la madrugada.
 Me viene a la mente la última charla con Ricardo, un hombre admirable... y adorable. Me sonrío. Pero que no sabe cómo declararse. Vuelvo a sonreír recordando su increíble torpeza. Se ve que mi cargo político le causa respeto. Hago votos porque lo supere pronto, y dé el paso que espero, que ansío. Sé que le gusto, y a mí me encanta que le guste.
 Pienso de pronto en el motivo de su última visita... La piel se me eriza... Ese terrible asesino que anda suelto en mi ciudad... Y Ricardo, mi apuesto y amado policía, a su caza... Más tarde o más temprano se encontrarán... Uno de los dos... No, no quiero ni pensarlo. Doy la enésima vuelta en la cama, y dirijo mis pensamientos a la parte amable de los recuerdos, voy un poco más lejos. Me imagino como me besará en la intimidad, si será siempre tan amable, bueno y profundo como creo que es. Si llegará a quererme de verdad. Suspiro dejándome arrastrar a los brazos confortables del sueño.
 La botella de tequila está a punto de acabarse; el alcohol dirige desde hace rato todos mis actos; la amplia habitación del hotel, alquilada con la tarjeta del señor Simpson, como ahora me llamo, empieza a dar vueltas.
 Bajo la ducha recupero un poco del dominio que he dejado naufragar bajo los caprichos de la botella. Cuando la frialdad del agua penetra los entresijos de mi piel, acabo de recuperar la cordura, lo suficiente para dejarme caer sobre la amplía y confortable cama de la suite. Ahora debo descansar para que mañana todo vaya sobre ruedas. Cuando la pasma conozca que el difunto Albert Simpson ha dormido aquí, yo ya estaré en otro quehacer, ya habré levantado el vuelo.
 Tres horas de la madrugada del viernes. Comisaría del Distrito Este.
 Morrison anda tirándose de los pelos, acaba de tener una larga y tendida charla con el comisario jefe, los chicos de Lince 26 siguen sin aparecer. Se acerca a la máquina de café hablando solo, maldiciendo entre dientes. Lo que daría por verlos allí, apurando el penúltimo café, siempre  tan despreocupados, tan irresponsables, pero allí. Algo malo presentía, algo que le carcomía por dentro, él les había mandado como castigo a hacer ese último trabajo, se sentía responsable de lo que les hubiera podido pasar a los muchachos. A pesar de las broncas y las amenazas, para el sargento todos eran como sus hijos, como los hijos que nunca tuvo.
 Hace casi cuatro horas que todas las patrullas disponibles, que no andan ocupadas vigilando el Congreso, están haciendo batidas por toda la ciudad, y sobre todo por las cercanías del Río Durango. Parece como si se los hubiese tragado la tierra.

Capítulo 36º.



 Minutos después en el Río Durango.
 Una ruidosa lancha navega río arriba surcando las oscuras aguas; las voces de los navegantes mezcladas con el tumultuoso rugir de la máquina se oye a ambos lados de la orilla; el conjunto de ruidos altera el tranquilo discurrir de la corriente. Parece que a bordo de la lancha se celebre una gran fiesta, pues a pesar de que solo son dos hombres los que la ocupan, la mezcla de las voces y de las risotadas superan con creces el rugir del motor de la embarcación.
 Ja, ja, pero tío no ves que la carretera está a la derecha, menudo pedo llevas. Dice uno de ellos haciendo grandes esfuerzos por sostenerse en pie sobre la movida cubierta.
 jo, jo, con que carretera... Estamos navegando por el rio, no vamos  conduciendo por la calzada, que no te enteras. Le informa el segundo sujeto, que sujeta a su bola el timón.
 ¿Seguro?. ¿En el rio?.
 Si en una lancha, que no te enteras, tu si que vas mamao. Le contesta con sorna.
 No se nadar, je, je. Ríe estúpidamente.
 Tranquilo, si naufragamos no se lo diré a nadie. Responde el que hace las veces de timonel.
 ¿Cómo puedo saber que no me mientes?.
 Fácil, yo tampoco se nadar, jo, jo. remata.
 Acaba de pronunciar las palabras, cuando un violento crujido sacude la frágil embarcación. Los dos hombres son lanzados violentamente a un lado y otro de la pequeña nave. Uno de ellos, el pasajero que no el timonel, es arrojado al agua.
 Socorro, socorro, me ahogo. Implora el naufrago, súbitamente sereno y acobardado.
 Tranquilo socio, ya la tengo controlada. Grita el piloto cuando por fin consigue detener la lancha. La acerca al caído y observa la envolvente oscuridad provisto de una linterna de emergencia y pregunta. ¿Sigues ahí amigo?, no te veo.
 Estoy aquí, maldito borracho, a tu derecha.
 Sigo sin verte, ¿donde coño estás?.
 A tu otra derecha, coño.
 Te veo, te veo.
 Vaya, aquí no cubre, hago pie.
 No es posible, en todo el rio cubre a medio metro de la orilla, el que hayamos encallado no es normal. Responde el piloto, que tras el gran susto también aparenta estar sobrio.
 Pues será un submarino, desde luego parece metálico, se aboya bajo mi peso.
 El de la lancha lo alumbra y vislumbra bajo la motora lo que parecen ser los lanza destellos de un coche patrulla. sube al compañero a la nave que ya estabilizada parece no haber sufrido grandes daños.
 Un vehículo policial que los observa desde la orilla les inquiere que sucede.
 Un rato después la zona es un hervidero de coches policiales, que juntando la luminosidad de sus pirulos, junto con los de los bomberos y ambulancias que se han ido concentrando, dan a aquel recodo del Durango una apariencia cuasi irreal.
 Dos hombre rana del Cuerpo de Bomberos acaban de ajustar dos cables de grueso acero al patrullero sumergido. Una potente grúa del mismo cuerpo comienza a tirar del vehículo. Las voces de todos los que asisten a la operación van declinando conforme se empieza a ver el coche. Cuando por fin la grúa deja de enrollar cable, todos miran con respeto y silencio el auto. Nadie se mueve, solo las centelleantes luces, todos callan, hasta los motores; el silencio parece tener cuerpo, se ha transmutado sólido, como una roca impenetrable, como las preguntas que se hacen los compañeros de los caídos.
 Un agente abre la la puerta del coche, el agua que aún quedaba dentro acaba saliendo de golpe. La cabeza del agente Juan Sánchez, cuelga de forma macabra moviéndose por el empuje del agua liberada.
 Antes de que su cuerpo caiga fuera del auto, el agente lo sujeta con ambas manos; otros compañeros se abalanzan en su ayuda. Entre todos los sacan del coche y colocan respetuosamente sobre el suelo.
 Unos minutos después, los hombre de Martín comprueban palmo a palmo el vehículo. No encuentran evidencias que relacionen el crimen con Krant, solo una bala de plomo, propia de un revólver que extraen del volante. Delgado se acerca con un mojado libro de incidencias. Me lo entrega abierto por la última anotación, que afortunadamente conserva sus anotaciones.
 Creo que hemos tenido suerte señor.
 Vaya, dejaron sin realizar su última misión. Premio, avenida de los Álamos 215.
 Nos vamos. Delgado, Jeff y Jonatan se apresuran siguiendo al comisario el cual corre hacia su vehículo. Cuando los hombres llegan al auto, el comisario ya está hablando por el equipo con Jefatura, allí Monroe, Francoise, Smith y el capitán Ziessman con sus hombres aguardan las órdenes de Martín.
 Ziessman, dice Martín, usted permanezca con sus hombres en situación de alerta roja.
 A sus órdenes. Todos los del coche pudieron oír el taconazo, Martín se echó las manos a la cabeza, Delgado hizo un comentario sobre la capacidad mental del nuevo capitán.
 Está bien, vamos Delgado a qué esperas, a los Álamos. La orden de Martín fue ejecutada de inmediato.
 Antes de que el coche desaparezca de nuestra vista, hago una última mirada a los dos bultos de la orilla, dos policías asesinados sin duda por el perturbado asesino de Krant. Por mucho que lo intento no alcanzo a comprender la mentalidad del Carnicero, y se que debo de hacerlo, ya que así tendré más posibilidades de detenerlo. Hasta ahora sabía que con seguir el rastro de cadáveres llegaría hasta él. Pero estaba claro que aquello no daba grandes resultados, con Krant, jugar al gato y al ratón era un error que rayaba con la tragedia.
 Me apercibo de que nos sigue un coche, se lo hago saber a los muchachos.
 Gira en la primera a la izquierda y para al principio de la calle. delgado lo hace.
 Bajaros. Les digo a Jeff y Jonatan. Ahora sigue adelante, para. Le indico cuando hemos avanzado unos cincuenta metros. El coche que nos sigue aparece por la calle, sobrepasa a Jeff y a Jonatan. Cuando ve nuestro auto cruzado, intenta dar marcha atrás; demasiado tarde, un enorme rifle y una mágnum del 45 les apuntan.
 Venga, fuera los dos con las manos en alto, que las vea. Rápido,  rápido, contra el coche.
 Tranquilos no somos delincuentes... No se le vaya a disparar ese cacharro.
 Vaya, si son los chicos del buitre de Manzano. El comisario no se lo puede creer, mueve negativamente la cabeza, con aspecto de cansado. Les pregunta de muy mala uva. ¿No os dije que no quería volver a veros?. ¿Acaso no he hablado claro, eh?.
 ¡Ah!. ¿Era en serio?. Responde Tony.
 ¿Bromeas?. Está bien, no tengo tiempo que perder; echad un vistazo al coche y reventad las ruedas.
 Delgado y Jeff revisan el coche en tanto Jonathan sigue apuntándoles. Martín le indica que ya no es preciso eso. Estos pájaros no echarán a volar. Dicho esto se acerca de nuevo al auto y desde el equipo llama a su otro equipo, y les comunica que les esperen en las inmediaciones del punto de encuentro, pero alerta. llegaremos con retraso.
 Delgado se acerca a Martín y en plan misterioso dice.
 Bueno jefe, una vez que Monroe y compañía saben que llegaremos tarde... ¿Qué hacemos con esta pareja de dos?.
 Martín perplejo pregunta. ¿Cómo diablos sabe lo que le he dicho a Monroe?.
 Fácil, jefe, con esto... En el coche de los del buitre de Manzano hallé este distorsionador de frecuencias. Puro y duro espionaje policial comisario. Contesta Delgado enseñando el aparato.
 Esto pasa de castaño oscuro, lo veo negro, muy negro. Déjalos esposados al coche. Y revienta las ruedas ya Jonatan. Lo que hace el agente sin más esperas.
 Los dos reporteros de esta guisa, se quedan a la espera de que algún patrullero pase por allí.

Capítulo 37º.



 Cuatro horas y quince minutos de la madrugada. Cercanías del 215 de la Avenida de los Álamos.
 Llegamos unos minutos después que Monroe, Smith y Francoise; los tres esperan preparados en las inmediaciones de la casa, provistos de chalecos anti bala y esgrimiendo subfusiles automáticos.
 ¿Habéis observado algún movimiento dentro de la casa?. Pregunto a Smith que es el primero al que encuentro.
 En absoluto comisario, deben de estar dormidos. Recalca Smith.
 O muertos. Interviene Monroe. Buenas noches jefe, estamos preparados.
 Bueno, acercaros todos. Le pido a los muchachos. No quiero que ocurra lo de ayer, para ello vamos a actuar de inmediato, sin demoras y con contundencia. Asumo cualquier responsabilidad. Los hombres asienten. Os quiero a todos con casco, gafas y máscaras anti fragmentos; esto es una situación de guerra.
 Tú Jonatan coge el bazoka, ponle un proyectil revienta puertas de baja intensidad, será suficiente para volar la entrada sin destruir la vivienda; te pones en posición cuando estemos los demás desplegados; a mi orden vuelas la entrada principal, después coge tu fusil de precisión y aniquila a cualquiera que se mueva dentro o fuera de la casa, salvo a nosotros. Jonatan asiente con una sonrisa y un leve saludo. Hago un ligero paréntesis, en tanto me pongo el equipo de asalto y compruebo que todos hacen lo propio.
 Monroe y Francoise, desplegaros por la derecha; Smith y Jeff por la izquierda; yo y Delgado atacaremos por el centro.
 Nos movemos con sigilo; los hombres se despliegan a ambos lados de la casa. Protegidos por la escasa luz podemos acercarnos lo suficiente. Alcanzamos la cancela exterior; al lado de la acera puedo observar algunas  manchas de sangre, junto a la única farola en veinte metros, seguro que es donde los policías de Lince 26 fueron asesinados, observo también multitud de cristales rotos de la ventana del coche patrulla.
 Avanzamos unos treinta metros amparados por macizos de rosas; veo que los hombres están desplegados y listos, y doy la orden a Jonatan para que vuele la entrada. El proyectil, con su silbido característico pasa veloz  sobrevolando nuestras cabezas e impacta en el dintel de la puerta. Apenas estalla nos lanzamos a una incierta carrera hacia la casa. podemos sentir el efecto de la onda expansiva y como algunos pequeños fragmentos de la pared y la puerta chocan contra nuestros cuerpos, aunque esto no nos detiene; es como correr contra un furioso vendaval. A pesar de que el calor de la explosión se hace notar continuamos y no dudamos un segundo en arriesgar nuestras vidas, apretando fuertemente nuestras armas. Delgado alcanza la casa antes que yo. Casi simultáneamente lo hacen el resto de los hombres.
 Los cadáveres apilados en el suelo en un rincón del salón actúan como un revulsivo. Si Krant sigue allí, no saldrá con vida aunque se rinda.
 Recorremos todas y cada una de las habitaciones del chalet, una a una, dispuestos a matar o morir. La fortuna tampoco quiso acompañarnos esta vez, aunque no habíamos sufrido baja alguna, acabábamos de perder una nueva oportunidad de dar caza al odiado krant.
 Minutos después los chico de homicidios se hacían cargo de redactar todos los informes; mis hombres precisaban un pequeño descanso.
 son prácticamente las cinco de mañana, tenéis hasta las ocho... Si es que no hay más novedades. Al que le queden ganas puede irse a casa a descansar y ver a los vuestros, esto no ha acabado aún... En vuestros coches, por supuesto, los oficiales a Jefatura. Aquello último era una putada para los muchachos, ya que con las grandes distancias de la metrópolis, en tres horas, ir a jefatura, coger sus autos, marchar a casa y volver antes de las ocho, era del todo imposible; así que las protestas de los hombres arrecian.
 Está bien. Debo ceder. Llevaros los oficiales, pero no los dejéis en la calle, yo volveré en un patrulla. iros antes de que me arrepienta. Jonatan se retrae, se cree fuera del equipo de inspectores. Voy a intervenir cuando Delgado se me adelanta de nuevo, le agarra del brazo y le dice.
 Espabila socio o te quedas aquí, yo te acerco. Jonatan me lo agradece con la mirada, me hago el desentendido. Se van.

Capítulo 38º.



 Siete horas del viernes. Avenida del Parque.
 El coche patrulla se detiene ante un edificio de apartamentos. Situado en la misma avenida, arteria principal de este desfavorecido barrio. Centro geográfico de esta peculiar ciudad sin ley, que vive marginal a la rica y esplendorosa metrópolis. El desempleo, el alcohol y la droga es una norma, un hábito en la mayoría de las familias que la habitan.
 Uno de los agentes se apea del auto, el tanto el otro permanece dentro, a la espera. El primero, con un sobre en la mano y arreglándose la corbata se encamina hacia el portal.
 Se puede apercibir el descuido y el abandono que impera en el inmueble, buzones rotos y paredes sucias y con pintadas es la tónica general. El agente traga saliva y esquivando desperdicios llega al ascensor.
 Maldita sea, averiado y son seis pisos, está visto que hoy no es mi día... Vaya mierda de misión. Por fin, ya casi sin resuello, llega arriba.
 Veamos... Puerta 5... Si allí. Toca el timbre de la puerta y espera a que abran. Un hombre en silla de ruedas lo hace; el agente, respetuosamente se quita el sombrero. Pregunta.
 ¿Señor Karl Patrikssen?.
 Si, soy yo... ¿Han encontrado a mi esposa?. Pregunta ansioso Karl.
 El agente repentinamente enmudecido, le alarga una fotografía extraída del sobre que porta.
 ¿Puede reconocer a la mujer de la foto?. Pregunta escuetamente.
 Karl, con manos temblorosas, examina la foto; no puede evitar que unas pocas lágrimas, llenas de amargura, caigan sobre ella. Con voz trémula confirma. Si es Alejandra, es mi esposa.
 El agente expresa torpemente un pésame. Karl hace girar su silla y absorto se aleja de la puerta del pequeño apartamento. El policía le sigue.
 Esto... Señor, verá... En comisaría, el oficial Morrison me hizo saber su estado físico; me pidió que lo comprobara, y de ser positivo que me ponga en contacto con la asistencia social, claro a menos que usted mismo pueda hacerlo...
 Karl apenas si había escuchado la perorata del policía; poco le importaba ya la asistencia social. Miraba fijamente las fotos de ella junto a él; eran otros tiempos, días felices, días de miel y hojuelas; cuantos proyectos. Todos y cada uno de aquellos días pasaban como un maremoto revuelto por su mente, como si de una película se tratara. Una película en la que ellos eran los felices protagonistas. Apenas se apercibió de que el agente ya se había marchado; extrajo un pequeño revólver que mantenía guardado en el armario del dormitorio.
 El agente de policía acababa de empezar a bajar hacia el cuarto piso, cuando sonó la seca detonación.
 Karl ya estaba con Alejandra, si hay un lugar allí donde están.

Capítulo 39º.



 Siete horas del viernes. Bar Pacífico, frente a Jefatura.
 A menudo medito mis casos más complicados aquí. Aunque es un lugar por lo general abarrotado y ruidoso, sobre todo a la hora entre los relevos, consigo aislar mi mente, organizar mis pensamientos y sobre todo considerar mis deducciones, osea consigo hacer trabajar la cabeza.
 Acostumbro a no beber alcohol en locales públicos por diversas razones, pero cuando los casos se ponen cuesta arriba prefiero tomar una copa, sobre todo después de una sobredosis de cadáveres, nadie está del todo preparado para asimilar estas criminales escenas.
 Aquí tiene su Jack Daniels, doble y con hielo.
 Gracias Frank.
 Parece ser que la prensa tiene razón, el tema debe de ser gordo para romper su habitual abstención.
 No creas todo lo que veas u oigas. Frank contraataca con la zalamería propia de los barmans de toda la vida.
 Yo no creo en lo que el malhablado de Manzano escribe.... Pero sí en lo que mis clientes toman... Y usted comisario, solo bebe cuando hay marejadilla o borrasca, y no lo comprendo del todo.
 Pues a lo mejor resulta que es porque me sienta bien, ¿entendido?. trato de cortar y abreviando le digo apurando el bourbon. Anda calla y pon  otro igual.
 Lo que yo le diga jefe. Frank se encoje de hombros y me sirve la copa.
 Estoy saboreando el whisky, cuando el barman me alerta de la presencia de Manzano; veo que hoy no es mi día. Me ha visto y después de  señalarme con la mano con la que sujeta un humeante puro, se acerca hasta donde me encuentro. Sorteando al personal que hace un rato ha empezado a llenar el local, trae consigo su enorme e hipócrita sonrisa, y como un tic nervioso se acicala los cuatro pelajos que aún le quedan en su dura mollera.
 Hombre, que casualidad, precisamente quería verte. Dice como si no se tratara de un encuentro fortuito.
 Pues aquí estoy, ¿qué se te ofrece?. Le respondo sin mover un ápice mi postura.
 Óyeme, iré directo al grano. ¿Porqué no sueltas a los chicos?.
 Tú siempre dando. Le respondo. Que yo sepa han cometido un delito bastante grave.
 Mira Martín, amigo mío, llevar una radio de frecuencia no es un delito en este Estado., al menos hasta ayer.
 Le hago ver, por si lo desconoce, lo cual lo dudo mucho, que sus muchachos espiaban una investigación criminal, y que eso. precisamente, se castiga muy duramente en el Estado y en toda la Nación.
 Mi abogado los sacará enseguida.
 No lo dudo, lamentablemente así está la Justicia. Ahora... por favor... te dejo tengo mucho trabajo. Manzano no se da por vencido y sujetándome  del brazo, dice.
 ¿Y lo de los Álamos, qué me dices?. Un pajarito me ha contado que es cosa del Carnicero.
 Está visto que no escarmientas ¿eh?.
 Se también, prosigue tirándose un farol, que esta mañana va a dar una demostración de fuegos artificiales para animar el cierre del Congreso por la Paz.
 Tonterías.
 Tengo un extra para tirar a la calle; cincuenta mil ejemplares, antes de que se abran las puertas del Palacio de Congresos. Manzano ríe; me da un ejemplar que saca doblado del interior de su americana.
 Los titulares sensacionalista alertan de la más que posible Masacre en el Palacio. Se lo devuelvo asqueado, sin desdoblar, golpeándole en el pecho con el vomitivo diario.
 Pediré al Juez de Guardia que ordene la confiscación de todo los ejemplares. Le amenazo entrecruzando el ceño.
 ¿Y como lo harás?. Acaso vas a movilizar a todos los agentes de la ciudad para hacerlo, con la que te está cayendo encima. Manzano se siente victorioso y continúa. Además, ¿acaso te crees que soy estúpido?. Los periódicos están diseminados en lugares secretos de toda la ciudad, listos para ser repartidos a cientos de vendedores callejeros.
 Echándose hacia atrás y aspirando una bocanada de humo, remata. Dentro de diez minutos, si no aviso, empezará el reparto.
 ¿Qué quieres?. Le pregunto.
 Que sueltes a los chicos sin cargos, ya te lo pedí al principio. Ah, y que me digas donde y cuando, quiero la exclusiva fotográfica.
 Llama, para la emisión. Tú ganas.
 Cuando por fin me deshice del pesado de Manzano, me dirigí a mi despacho en Jefatura. Cogí la foto robot de L. K., que ya tenía cara oficial, y cómodamente sentado encendí un puro. Me relajé mientras poco a poco intentaba adentrarme en la cabeza del Carnicero. Tenía que conseguir  descubrir sus intenciones, deducir sus siguientes pasos. Hasta ahora solo habíamos jugado al gato y al perro, escapando siempre el gato a los colmillos del perro. Lo malo del asunto es que aquel juego era mortal de necesidad; era un juego en el que no era preciso ser invitado para participar y la apuesta más común era la vida. L. K. se estaba convirtiendo en una auténtica pesadilla, y no solo para mí, sino para la ciudad entera.
 Las volutas de humo jugueteaban con la lámpara, envolviéndose en el flexo metálico y acabando por invadir el sombrerillo cubre la bombilla.
 Todo tiene una lógica; todo sigue unas leyes, lo bueno y lo malo, el amor y el odio; todo sigue una espiral de acontecimientos previsibles, tal como las volutas de humo del puro cuando las expeles contra la lámpara, como las olas del mar cuando rompen contra las rocas.
 Mi preocupación se concentraba en imaginar cuál sería la lógica del Carnicero. ¿Qué haría para colocar las bombas?. ¿Cómo se introduciría en el Congreso?. deberá de llegar hasta el salón de ceremonias sin ser detectado. Tenemos todas las ventanas, puertas, pasadizos, corredizos, canalizaciones, techos y sótanos controlados; además ahora, y esto es muy importante, conocemos su cara.

sábado, 23 de febrero de 2019

Capítulo 40º.



 Ocho treinta horas del viernes. Palacio de Congresos.
 Nada más llegar al recinto, ordeno a los muchachos que revisen que está montado todo el dispositivo de seguridad, y que no han habido anomalías durante la noche. Mientras los inspectores se encargan de ello, yo espero la llegada de la sección de perros. Unos minutos tarde pero por fin llegan; le ordeno al oficial al mando que recorra todo el recinto con los canes, hasta que no acaben de hacerlo no se abrirán las puertas al personal asistente, periodistas y público invitado, ya que en cada arco he dispuesto que se pongan dos perros junto a los policías habituales. Confío más en el olfato canino que en los rayos equis.
 Me encierro en el cuarto de seguridad con Jonatan. Me siento y le pido que haga lo mismo.
 ¿Cómo te encuentras hoy, muchacho?. Le pregunto.
 Mejor... gracias señor. Aun no han pasado veinte horas de que fueran asesinados sus compañeros, se le nota.
 Tengo un presentimiento. Le digo y hago una pequeña pausa. ¿Qué harías si tuvieras a krant frente a la mira de tu fusil?.
 ¿Lo duda acaso señor?.
 Yo no, y me gustaría que tú tampoco.
 No lo dudaría, póngalo a tiro y se acabo el vivir para ese hijo de perra.
 Me levanto, me acerco a él, y sonriendo le palmeo el hombro.
 Ahora descansa y pon tu mejor fusil a punto, a las diez quiero que te subas a la torre exterior, desde allí se domina la entrada y un amplio perímetro. Si Krant entra lo detectaremos, intentará huir y tú se lo vas a impedir, no debe salir con vida bajo ningún concepto.
 Y si lleva rehenes, comisario.
 Búscame yo te diré cuando es el momento adecuado para abatirlo, pero en cualquier caso estás autorizado a abrir fuego aunque ello signifique  daños colaterales. Si se pone a tiro lo matas y punto final.
 Delo por echo, medio segundo de exposición y le sello el pasaporte.
 Jonatan acompaña a sus palabras con un claro gesto de finiquito.
 Pero dígame comisario, ¿cómo sabe que vendrá?.
 Vendrá... lo se.

 Ocho quince horas. Hotel Start West.
 El recepcionista me ha llamado hace un cuarto de hora, tal y como le indiqué. Me ducho y me visto para la ocasión. Me siento como si estuviera viviendo un momento único, y en verdad lo es.
 El día ha amanecido claro y despejado, por lo que nos espera un día  cálido y soleado. Busco mis gafas falsas de vista, que junto al bigote y la peluca postiza con mechas grises, me confieren un aspecto más respetable e  intelectual. Solo el traje era del tal Albert, todo lo demás son elementos del maletín habitual del espía.
 Me enfundo mi revólver, por si surge algún inconveniente en el camino; reviso toda la documentación y la acreditación como periodista.
 Después de abonar la cuenta del hotel, tomo un taxi en dirección a la calle donde tengo aparcado el auto con los explosivos.
 A las nueve treinta estoy ya dentro del coche; examino los artefactos fabricados a partir de un novedoso material plástico e no detectable por los escáner y rayos equis. Su apariencia ante esos aparatos se asemeja a la piel. En cuanto al iniciador hecho con cuarzo líquido y envuelto en material explosivo, es también imposible de detectar. Juguetes que pasan inadvertidos, justo hasta que desencadenan su inmensa fuerza destructiva.
 Dejo en su maleta los artefactos y salgo del aparcamiento; son casi las diez, compruebo que ya hay afluencia de gente en torno al Palacio. Aparco cerca, al lado de un bar. Me apeo y entro en el establecimiento y me dirijo directamente al aseo y me encierro en el. Con suavidad, después de quitarme la chaqueta, me coloco al rededor del cuerpo los explosivos; un golpe no puede hacerlos estallar, a menos que sea extremadamente violento y justo en el iniciador. Guardo el revólver en el maletín y me coloco en la muñeca izquierda un cuchillo de hueso, regalo de un amigo árabe.
 Aún me queda tiempo para tomar algo, deben de acabar de abrir las puertas del Congreso.

Capítulo 41º.



 Diez horas del viernes. Palacio de Congresos.
 Los muchachos han hecho un buen trabajo, creo que de momento todo está controlado. he mandado distribuir la foto robot del Carnicero entre todo el personal de seguridad; cuento con que Krant se crea aún que es irreconocible; claro que no es seguro que venga sin disfrazarse, lo que hará más difícil su identificación. En fin resignación; en cualquier caso, venga como venga, si se planta cerca de mí, espero reconocerlo, su mirada no se me olvidará mientras viva.
 De pronto me sorprende Delgado con un aviso inesperado, pero deseado.
 Comisario tiene visita, nuestra hermosa alcaldesa, Joan Roberts en persona. Noto una ligera guasa en las palabras del inspector, pero no puedo evitar darle un rapapolvo.
 Bueno. Le digo. ¿Y qué te pasa a ti, acaso es raro que me visite nuestra alcaldesa?.
 No claro comisario, ya se que son solo habladurías, je, je. Delgado desparece ante el amago que hago con el cenicero de mármol que sostengo con la mano. Me levanto cuando Joan aparece por la puerta.
 Buenos días, Ricardo.
 Buenos días, Joan... Adelante por favor.
 Gracias. Responde con su cautivadora sonrisa.
 Supongo que vienes a asegurarte de que todo marcha bien. Me aproximo a su vera.
 Aciertas a medias... ¿Sabes?. Me tienes muy preocupada. Me dice en un suave tono, íntimo, mientras nuestros cuerpos se aproximan un poco más. Toco sus manos y sonrío halagado, se lo hago saber, le explico que he perdido la costumbre de que alguien se preocupe por mi.
 Pues tendrás que acostumbrarte. Sugiere, cálida, sobre mi mejilla.
 Joan... Eres una mujer adorable e increíble, y me encanta que te preocupes por mi... Pero cuando me acostumbre a ello, y no dudes de que así será, luego querré siempre más.
 Ya hablaremos de ese más. Me turbó con sus brazos y depositó un suave beso en la comisura de mis labios. Cuídate, te quiero. Hizo un amago de irse; la tomé del brazo y apretándola sin violencia contra mi pecho, le devolví el beso, eso si, más intenso y comprometedor.
 Afuera los muchachos del equipo, sin quererlo eran testigos y se alegraban.

 Once horas del viernes. Inmediaciones del Palacio.
 Ha llegado el momento de la verdad. Apuro el café, amargo para la ocasión y mantener alerta todos mis sentidos, pago la cuenta y abandono el bar.
 En la calle el aire algo caliente ya, abofetea mi cara con el contraste; un ligero escalofrío me recorre de arriba a abajo y viceversa. Me ajusto el sombrero y compruebo que los pliegues del traje no delatan lo que oculto.
 La explanada de acceso se encuentra repleta de gente, hay hasta mamás con sus vástagos . Los críos juegan completamente ajenos a lo que ocurre a su alrededor. krant pasa al lado de un grupo de niñas que juegan al corro de la patata, y luego esquiva a cuatro críos que persiguen a un quinto disparando entre ellos con armas de juguete. Con una hipócrita sonrisa suelta un taco en ruso. Un par de palomas, en vuelo rasante, pasan a su lado. El calor aprieta.
 Empiezo a subir las escalinatas; la masa de gente que camina en la misma dirección se hace más compacta; me coloco visiblemente la acreditación de prensa. Hay muchos policías, de paisano y de uniforme,  que mezclados entre la gente, los primeros, tratan de pasar inadvertidos. Reconozco a algún que otro tipo de la CIA; también los hay del Mossad, del M1 británico y como no rusos del maldito KGB. Paso despreocupado ante ellos sé que nadie puede reconocerme, la cirugía estética y mi alergia a las cámaras fotográficas contribuyen decididamente a que eso sea así. En cualquier caso, esto apesta a perros.
 Me voy desplazando hacia el centro del hall, puedo ver los arcos de seguridad puestos en cada pocos metros y partiendo claramente en dos el enorme espacio que hace las veces de recibidor. También puedo ver que tienen compañía canina; no importa, los putos chuchos ni se percatarán de lo que porto. Mantengo calma absoluta mientras me voy acercando a uno de los arcos centrales, justo el que está más repleto. Me pego a una impresionante rubia, si es preciso me servirá de rehén; no conozco a ningún poli que sea capaz de disparar contra un bombón así.
 Han tomado muchas precauciones, hay por doquier visibles medidas de seguridad, aunque no les va a servir de nada. El colocar las bombas solo unos minutos antes de que estallen, tiene muchas ventajas, puedes aprovechar la confusión y el terror de la masa para escapar impunemente; la única dificultad estriba en dejar las bombas sin ser descubierto, y para eso solo preciso de mi talento natural.
 Ya estoy ante el arco de seguridad; en la espera he trabado una ligera conversación de cola con la rubia, que por cierto es colega periodista; el caso es que le he pedido que haga de Cicerone, puesto que es mi primer viaje a América y nunca he estado en este Palacio. Ella ha aceptado encantada. Ha sido una buena idea, pues están filtrando a los visitantes uno a uno, seguramente para un reconocimiento por expertos a través de algún circuito cerrado de televisión. El caso es que cada persona es aislada del resto, y ese es un momento delicado de indefensión, jodido. A partir de los arcos de detección y hasta el mostrador de información que hay enfrente, median unos treinta metros, treinta metros que serían insalvables en caso de problemas. Afortunadamente esa distancia se reduce gracias a los cientos de personas que se van acumulando apenas a cuatro metros, y entre ellos la rubia que me espera muy cerca y sonriente.

Capítulo 42º.



 Estoy sentado frente a los monitores que enfocan cada uno de los arcos de seguridad; dispongo de una consola con dos botones para cada arco, uno verde que indica vía libre para el visitante, y otro rojo. Tanto Delgado como Jeff me ayudan para tratar de identificar a Krant. Temo haberme equivocado y que el Carnicero haya elegido otro camino para introducirse en el Palacio de Congresos; de inmediato desecho la idea por la imposibilidad casi al cien por cien de que lo haya hecho, antes de abrir la puerta principal se sellaron las otras.
 Van pasando los minutos y no llega; las burradas de Jeff y Delgado sobre los atributos femeninos de una impresionante rubia hace que pose mi vista en el monitor que miran. Mis ojos recalan un solo instante en la joven, de inmediato me fijo en el tipo al que enfoca en primer plano la cámara. El corazón me acelera el pulso, a pesar de la peluca, el bigote, las gafas y el sombrero, a Krant le delata el odio que le profeso. Delgado y Jeff también lo reconocen.
 Pulsar el botón rojo y salir zumbando al encuentro del Carnicero, es todo una. Me acompañan todos mis hombres; les pido tranquilidad, aún nos separan de L. K. unos treinta metros y decenas de inocentes, todos aferramos nuestras armas. Los agentes del arco, después de retener a Krant lo justo, al vernos le dejan expedito el camino.
 El asesino se acerca a la rubia con una tranquila y relajada sonrisa, piensa que todo va a resultar más fácil de lo que creía. Está saboreando la masacre que está dispuesto a ocasionar.
 Los chicos avanzan ya desplegados y con las armas cortas desenfundadas y montadas, listas para abrir fuego a una orden mía. El alboroto que empezamos a generar en las personas entre las que avanzamos puede alertar a Krant. Veo como aparecen, por los costados de la entrada, fuertemente armados los de asaltos. Por fin estoy a menos de diez metros de él. Veo como aproxima a la rubia; esta se gira y me ve, la muy jodida reacciona con un gritito cuando descubre la pistola en mi mano. krant me ve, nuestras miradas se vuelven a cruzar como la última vez, solo que ahora lo voy a cazar.
 El Carnicero, no lo duda ni un segundo. Se abalanza sobre la mujer y le agarra fuertemente el pelo, expone su largo cuello que adorna con una especie de cuchillo blanco. Lo hunde significativamente en la garganta hasta hacer que le brote un pequeño reguero de sangre. Luego, cuando ha atraído nuestra atención, advierte.
 Un paso más y la degüello. Ninguno de los presentes dudamos de que lo hará, aunque le servirá de bien poco.
 Que nadie se mueva. Digo en voz alta. Mi orden es vana, un joven policía asignado en un arco se abalanza sobre él. El cuchillo se mueve rápido, del cuello al ojo del agente, y vuelta al cuello de la rubia, solo que ahora con sangre de un agente que ha caído fulminado. El duro y afilado cuchillo ha debido penetrar en su cerebro.
 krant se desabrocha la americana, nos muestra las gomas explosivas que lleva alrededor de su torso. Advierte de nuevo.
 Si alguno de sus hombres vuelve a hacer una tontería, volaremos en pedazos. Llevo suficientes explosivos como para preparar una masacre. Estas palabras hacen que los curiosos que, a pesar de las indicaciones de los agentes, aún permanecen en las inmediaciones comiencen a volatizarse.
 Krant, sus bombas, su rehén y nosotros. Si había algo que estaba claro, eso era sin duda que Krant no iba a salir de allí con vida, costase el precio que costase.
 Tengo que conseguir que pierda su seguridad, que se desmorone, decido apostar fuerte y presionarle.
 Se que eres un cobarde, no lo harás, aprecias demasiado tu asquerosa vida como para dar ese paso, vamos ríndete... Tendrás un juicio justo.
 ¿Crees que está hablando con un subnormal?... Recuerdo que con este pringado ya van veintidós polis con pasaporte al más allá. El claro desprecio de sus palabras hace que algunos hombres hagan amago de usar sus armas. Tengo que gritar un quietos tajante.
 Venga disparad si tenéis cojones. su mano libre está posada sobre el mecanismo de un iniciador. La rubia con el rímel corrido, gimotea y suplica que la suelte. Volaremos en mil pedazos, será rápido e indoloro; al fin y al cabo, si me entrego acabaré en la horca.
 Está bien te creo. Haré que salgas de aquí sano y salvo. Le digo para ganar tiempo... A Delgado le ordeno, por el contrario, que en cualquier caso, Krant no debe de salir de allí con vida. Voy a tratar de cambiarme por la joven y trataré de desarmarlo; si caigo en el intento quiero que ordenes a Jonatan que lo abata, que no escape, fusilarlo como a una rata.
 Quiero un helicóptero, lo quiero ahora mismo, la chica vendrá conmigo.
 Acepto, pero la chica no va a ningún lado. ¿Quién sabe si no es tu cómplice?.
 Averígualo, pero lo sabrás en el infierno.
 Escúchame, maldito hijo de perra... O me llevas a mi como rehén o rompemos ahora mismo la baraja. La mayoría de los agentes han ido retirándose ante el riesgo de una explosión. Solo mi equipo y tres tiradores selectos de asaltos permanecemos junto a Krant y su rehén.
 Mi inflexible respuesta parece que surte el efecto deseado, el Carnicero acepta el cambio.
 Pero póngase unas esposas. Aprovecha la ocasión para sacarse uno de los artefactos que se lo coloca bajo su sombrero. Si Jonatan le dispara a la cabeza, explotarán las cargas, todo habrá terminado.

Capítulo 43º.



 Estoy preparado; el Carnicero mantiene celosamente a su rehén, no parece nervioso sino más bien lo contrario, lo que no me gusta un pelo; me apremia para hacer el cambio. A pesar de ello, me acerco lentamente pero decidido. krant sonríe con suficiencia. Cuando estoy a su altura me conmina a darle la espalda. Se parapeta entre la chica y yo, y con un rápido y preciso movimiento cambia de rehén. Ahora estoy en sus manos y con una punzante amenaza sobre mi cuello.
 Hiciste mal al insultar a mi madre. Dice mientras pasea sugerente su cuchillo por mi garganta. Puedo percibir la proximidad de la muerte por culpa de la persistente presión del arma.
 Y ahora camina, despacio y sin intentar nada.
 Comenzamos a bajar las escalinatas del Palacio; los de la seguridad exterior han desalojado el camino hacia el helipuerto, en donde no han parado de llegar aparatos durante toda la mañana. Voy ensayando  mentalmente los movimientos que debo hacer para deshacerme del maldito L. K. sin riesgos para mi yugular.
 Supongo que ya estaremos bajo la mira de Jonatan; las órdenes que le dí esta mañana me erizan la piel, sobre todo al recordar el explosivo que Krant lleva distribuido por todo su cuerpo.
 ¿Sabe poli?. Cuando esté en casa voy a aprender a tocar el piano.
 ¿Qué música tocarás?. ¿Vestido para matar o Camino al cadalso?.
 Muy cachondo, je, je. Creo que tocaré más bien la primera. Pero ahora escúcheme capullo. Se irrita, y eso me conviene, las cosas pueden dar un giro repentino en cualquier momento en que surja indecisión. Espero por su bien y por el mio, que ninguno de los suyos intente abatirme o iremos a reunirnos con el resto de pringados. Se acopla el sombrero que tiende a moverse por la carga que oculta.

 ¡Eh Tony!. ¿puedes ver lo que ocurre ahí dentro?.
 Claro y nítido, Rider.
 Pues cuenta, maldita sea.
 Tiene un rehén, y creo que hay un policía herido.
 Aprovecha y dispara tío, yo aún no tengo visión.
 Ok, ya he tirado dos carretes.
 Muy bien, avísame cuando salga, mientras seguiré fotografiando la movida de afuera.
 Los reporteros del Gran Noticiero llevan más de tres horas en las azoteas cercanas al Congreso.
 Rider, ahí salen.
 Anda la leche... El rehén es el comisario Martín.
 Esto es un Pulitzer de fotografía de prensa.

Capítulo 44º.



 Ahí están, los tengo enfocados con la mira telescópica. Una ligera brisa y el sol a mi espalda. Un blanco perfecto, un disparo sin problemática alguna. El tipo lleva un sombrero que le tapa la cara desde mi perspectiva; tendré que disparar a través del mismo o elegir el cuerpo. descarto el cuerpo ya que puede ocultar explosivos, así que elijo lo primero, atravesaré el sombrero y le volaré los sesos, hasta rima. Si buena opción, me digo, margen de error menor al diez por ciento, descarto cualquier riesgo de que la bala atraviese el coco de ese malnacido y mate de paso al comisario.
 Apunto al sombrero, justo donde calculo que se encuentra la frente, y  en línea con la base del cráneo. Mierda, observo claramente un extraño bulto en el sombrero, relajo los dedos y me alegro de no haber tomado muy rápidamente la decisión de disparar. Y justo ahora Delgado me comunica que el terrorista lleva explosivos ocultos en la cabeza. Escúchame Jonatan, el comisario me ha ordenado que el Carnicero no debe salir vivo de aquí, debes de matarlo antes de que salga de tu campo de tiro. Sin concesiones ni escusas que valgan.
 Le daremos una oportunidad al comisario, si no intenta algo pronto deberás disparar. Insiste Delgado.
 Pienso... Si lo abato en estas circunstancias, mataré de paso al comisario y eso no estoy seguro de poder hacerlo en estas condiciones. Si quiero hacerlo salvando la vida del jefe, este deberá conseguir que Krant muestre la cara, el comisario conoce mi posición y estará pensando en algo. Si solo me diera un segundo de exposición...

 Los dos reporteros siguen con su tiroteo particular.
 Si señor... Bien, bien... Esto es un Pulitzer, dispara Rider, dispara muchacho.
 Ok, así, así... Esta es la nuestra... Colega, menuda portada.
 En todos los diarios del mundo... En toditos... Venga, venga. ¿Cuando lo van a abatir?. Nos vamos a quedar sin carretes.

 Es el momento; la brisa se ha convertido en viento, y este forma pequeños remolinos; uno de ellos nos envuelve, y noto como Krant se coloca el sombrero. Ha aflojado la presión del cuchillo sobre mi garganta. Aprovecho e impulsándome a la vez que pisoteo su pie, golpeo su cara con mi cabeza. Rodamos por el suelo, yo, Krant, y su sombrero. De la nada oigo un sorprendente silbido... luego, inmediatamente después, un seco chasquido. Desde el suelo y dándole gracias a Jonatan y a Dios, puedo ver los odiados sesos del Carnicero de Belfast, humeantes y esparcidos por el negro asfalto.
 Monroe y Jeff me levantan y sueltan mis cadenas. Todos me felicitan, hemos derrotado a un verdadero demonio. Saludo a Jonatan con los dedos en V de victoria, supongo que la figura entrecortada por el sol es la suya.

 ¿La has cogido Tony?. Yo me quedé atascado... No lo puedo comprender, maldita sea.
 Tranquilo socio, yo la tengo, y recuerda de que íbamos a medias.
 ¿Uau!. Y es un Pulitzer.

Capítulo 45º.




Quince horas del viernes. Jefatura.

 Estampo mi firma en el informe para mis superiores, y doy con ello por superada otra misión. Con el Congreso felizmente clausurado, dentro de unos meses pocos recordarán quien era el Carnicero de Belfast, aunque a mí nunca se me va a olvidar.
 Abandono Jefatura... Ahora con muestras de simpatía por doquier... Muchos agentes, dejan lo que están haciendo, se levantan de sus asientos y  aplauden a mi paso... Me siento compensado de sobra, casi abrumado por tanto alago aligero el paso. La enorme mole del sargento Mohamed se interpone entre yo y la puerta. Se cuadra y me saluda, suelta una risotada y me estrecha en sus brazos, eso si, después de pedirme permiso.
 Sabía que lo haría, todos los muchachos están orgullosos de usted.
 Gracias. Le digo soltándome de su abrazo de oso. Yo también sabía que lo acabaríamos cazando, pero recuerde sargento que eso ha sido posible por el esfuerzo colectivo, y sobre todo por el valor de los hombres que han dado sus vidas para lograrlo.
 Bajo las escaleras y respiro hondamente el aroma suave del aire. Me entremezclo con la gente que continúa con sus vidas. Me siento liberado de un gran peso, y noto como la vida recomienza cada día sin apenas mirar hacia ayer.
 Ando por mi ciudad y me siento más parte de ella; se que hay más que nunca he hecho algo para merecerla.
 Veo a Fredy que viene en mi dirección, me ha visto. Mientras se acerca lleno de alegría infantil, grita su mercancía.
 Extra, extra, el Carnicero de Belfast abatido a tiros por la policía, extra, extra.
 Dame uno Fredy, y toma. Le digo alargándole una moneda de un dolar. Muy digno me la rechaza.
 Los héroes no pagan, al menos hoy. No puedo evitar sonreír mientras desaparece rápidamente entre la multitud.
 Mientras me acerco a casa recuerdo las últimas palabras de L. K., lo referente al piano y mi odio hacia él... Sus palabras no tenían ningún sentido para mi... En absoluto.
 Llego a la puerta... Introduzco la llave y ... Antes de girarla, pienso que Krant solo pretendía darme la clave de uno de sus juegos asesinos. Difícilmente podía conocer mi odio hacia él, excepto el normal por las bajas que había producido al cuerpo de policía; en cuanto a lo de comprarse un piano... decidí darme una vuelta por el exterior de la casa; una de las ventanas, de guillotina, de la planta baja cedió a mi presión, no tenía el pestillo puesto, a pesar de que yo nunca dejo nada sin cerrar y asegurar. Sin duda había sido forzada; entré por ella directo al salón... La tapadera del piano estaba abierta, echo en falta la tarjeta de tafetán rojo; unos metros más allá la veo tirada y arrugada... Me agacho, con delicadeza la cojo, la desdoblo y la envuelvo de nuevo en su envoltorio, la devuelvo a su sitio.
 Me acerco a la puerta de entrada, y allí estaba el regalito. desmonto con cuidado el artefacto, rudimentario pero destructor y  efectivo; suspiro. Esta vez fallaste cacho desgraciado.
 La tarde se apodera de la metrópolis; poco a poco la luna, más plateada que de costumbre, toma su sitio en el estrellado y refulgente firmamento. En el más allá, Krant habrá de seguir esperándome... no hay duda de que algún día iré, pero eso será cuando me toque.

Capítulo 46º.




Nueve horas del sábado. Cementerio Metropolitano.

Una larga hilera de limusinas negras se alinean a lo largo de la carretera de acceso al Campo Santo, forman una dolorosa hilera, un enorme cortejo fúnebre. El sol ya está en lo alto, sus blancos rayos arrancan destellos y reflejos imposibles en los negros ataúdes.
 Veintidós banderas con las barras y la estrellas, veintidós ataúdes negros, veintidós policías asesinados, veintidós esposas o novias, veintidós madres, y un millón de lágrimas, un millón de maldiciones, y un millón de porqués de los niños y las niñas que lloran la pérdida de sus queridos papas.
 Los políticos situados detrás de los familiares de las víctimas, permanecen de pie, delante de las sobrias sillas dispuestas para la ceremonia. Oficiales vestidos con sus mejores galas hacen sonar trompetas y tambores que parecen gemir. La banda del cuerpo ataca con rigor un réquiem por los muertos. Los cipreses, altos y arrogantes, parecen ahora sobrecogidos, se diría que impresionados e inmóviles ante tanto dolor.
 Cuando el pelotón de honores de la policía dispara las salvas que recordarán a las vidas ofrendadas en la salvaguarda de la Patria, un millar de pequeños pájaros se lanzan al aire, huyendo asustados dan bandazos a un lado y otro.
 Joan Roberts, cubierto su rostro con un tul negro, como una viuda más, entrega una a una las banderas que cubren los féretros. como mujer que es, no puede ocultar su pena y su comunión con las madres y las esposas y el inmenso dolor que embarga a las familias de los agentes caídos. La ceremonia se dilata extraordinariamente, pero nadie se mueve, nadie parece tener prisas; el tiempo se detiene.
 Los hombres pasan, pero siempre quedan sus hechos para ser recordados por quienes los amaron y quisieron. Estos hombres, tan jóvenes muchos de ellos, apenas si tuvieron tiempo para hacer cosas; sus vidas fueron cortadas cuando los frutos de sus fértiles manos empezaban apenas a manar. Pero dieron un ejemplo de valor y entrega al que pocos son llamados a dar. En su empeño por demostrar su amor por esta ciudad y este país, dieron lo más precioso... Dieron sus vidas... Nunca se lo podremos agradecer bastante... Nunca os podremos olvidar.
 Una semana después. Alcaldía.
 Las heridas han empezado a cicatrizar. Sin embargo los recuerdos aún perdurarán.
 Llego al Ayuntamiento; un conserje me acompaña por los nobles pasillos, cómo es sábado no está abierto al público y todas las visitas deben ser concertadas y debidamente acompañadas. Ya estamos en la antesala, me pide que espere. Un par de minutos y Joan puede recibirme. Un agradable perfume envuelve el despacho; Joan se acerca y cogiéndome del brazo me pide que entre. Nos acercamos a su mesa y abriendo un cajón extrae un sobre.
 Tengo una buena noticia para ti, en los despachos del poder se te ve con buenos ojos. Con una sonrisa me da el sobre, veo que es de la Presidencia de la Nación. Lo abro y no puedo creer lo que leo.
 Joan dice algo de felicitar al nuevo Jefe de la Policía Metropolitana, y me regala un largo y cálido beso.
 Creo que es el momento de preguntarte algo que quiero saber. Joan ¿quieres casarte conmigo?.
 Estaba deseando que me lo pidieras,
 Nos volvemos a fundir en un tierno beso.
 ¿Esto quiere decir que si?.
 Claro, tonto mío.

FIN.
Acabado de escribir a máquina el 14 de marzo de 1992 en Alicante.
Acabado de escribir en ordenador el 21 de mayo de 2014 en San Fulgencio.