Seis agentes acaban de tomar el pasillo de arriba, al final del cual se encuentra la puerta del apartamento que ocupa Krant. Dos de los hombres de Kolleman colocan una pequeña carga explosiva en la cerradura de la puerta, en tanto que el resto de los agentes esperan apostados en la escalera y el portal.
La carga colocada por los policías estalla, provocando con ello la explosión simultánea de la trampa mortal de Krant. A consecuencia de ésto, la pared del pasillo donde se encuentran los agentes y la pared mediana con el edificio de la calle veinte, vuelan arrasándolo todo lo que se haya en sus inmediaciones.
Krant, debidamente protegido, con pasamontañas, botas encima de los zapatos, un mono de trabajo ignífugo encima de la ropa de calle y unas buenas gafas protectoras y anti polvo, sale del aseo donde ha esperado protegido dentro de la bañera de hierro y cubierta la pared con el armario y la mesa de dura madera. Lleva una mochila con explosivos y temporizadores, un fusil de asalto en la mano izquierda y una especie de pelota explosiva en su mano derecha. Avanza rápidamente entre los escombros, el humo y el fuego, sobre la marcha observa su obra; mira al edificio de al lado por el enorme boquete provocado por las explosiones, también se ven llamaradas de cierta consideración. Sonríe dirigiéndose hacia la escalera que aparece en parte destruida. Lanza un par de ráfagas hacia donde se encuentran los policías envueltos en el caos. Entre los gritos y voces de socorro apenas audibles, se oye una voz que desde la puerta dice. El hijoputa ese sigue vivo.
Krant se deshace del fusil, al que se le han agotado las balas y dispara con su automática a los agentes que aún permanecen vivos, a la vez que avisa. Vosotros no lo estaréis demasiado tiempo perros de mierda. Krant arranca la espoleta a una de las granadas que conforman la extraña pelota y la lanza con precisión a la escalera, desde donde ésta se desliza irremediablemente hacia el portal. Antes de que explote se encuentra ya en el otro edificio.
Cuando el eco de la última explosión ha dejado de sonar, Krant ya se ha desecho de las botas, el mono y las gafas. Observa con detenimiento la calle y comprueba que dos coches patrulla con cuatro policías en total, controlan la calle. Por suerte ve a un crío que llora asustado de la mano de su madre. Krant se hace el bueno y coge al pequeño en brazos, la madre, sin dudarlo un momento, se vuelve seguramente a por otro hijo. Las llamas son ahora más grandes. Desde un camión de bomberos lanzan ya chorros de agua a los pisos incendiados.
Atravieso la calle en dirección a los agentes con el niño bien sujeto. Me acerco a una mujer policía, le dejo al pequeño diciéndole que he de volver a por la madre. La agente me lo impide, mientras acaricia al crío, me largo.
Una gran humareda acompañada de una lluvia de cascotes y piedras sucedió a la última explosión. Un intenso hedor a muerte nos envolvió dejando flácidos nuestros cuerpos, sin reacción, sin respuesta posible, a excepción de las más primitivas, taparse y lamentar nuestra impotencia.
Las llamaradas provocadas por la traca final agrandaban la tragedia ya insoportable. El fuego se amplió en pocos minutos a los edificios colindantes. La escena asemejaba un cuadro apocalíptico, una escena irreal en contraste con la aparente normalidad de los aledaños.
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