lunes, 11 de marzo de 2019

Terror en la Metrópolis Capítulo 1º.



Enero Ciudad de Hon. Oasis de Jofra. Libia.

 El tiempo se halla detenido, aquí, en medio de este infinito y ardiente desierto, en el corazón de Libia.
 Llevo casi dos años en esta inmensa y lejana tierra, tan diferente a mí añorada Rusia, aprendiendo modernas técnicas y enseñando antiguas artes del oficio de matar. Pero sobre todo, me estoy reponiendo de viejas heridas físicas y mentales. Matar nunca ha sido un acto gratuito, siempre tiene un coste, y a menudo alto, aunque para practicarlo uno se vista con una negra y acerada coraza con la que tratar de evitar que traspase el dolor que necesariamente originas. La osadía guerrera y la poca estima a la vida de los demás tiene un precio que yo, como todos, he de pagar.
 Viejos recuerdos de Belfast, viejos recuerdos de los verdes paisajes de Irlanda del Norte, mi tierra adoptiva, acuden a mi mente mientras observo como la mujer a la que he poseído se viste. Es bella y joven, aunque perra de muchos amos. Una noche de lujuria y sexo, otra hembra que no volverá a calentar mis frías noches.
 Alguien golpea mi puerta, la muchacha me mira esperando que dé mi consentimiento para que abra la puerta; la ignoro y ella sigue vistiéndose.
 ¿Quién es? Pregunto.
 ¿Krant... se puede? Soy yo. Contesta quien llama.
 Salto de la cama y me pongo encima del cuerpo desnudo mi chilaba bereber; sonrío y abro la puerta. Mi amigo el comandante Al Assad, con su impecable uniforme de combate del ejercito libio y su inseparable látigo de piel de camello me saluda militarmente desde el quicio de la puerta.
 Vaya ¿qué te trae por aquí? Maldito chacal del desierto, le digo entre risas en tanto le hago gestos para que pase.
 Al Assad entra... recorre con su inquisidora mirada la habitación que ocupo, y sonríe de forma pícara cuando descubre en un rincón de la estancia a la muchacha, me mira, esperando sin duda a que despida a la puta, pero dejo que sea él quien lo haga. Al Assad le indica la puerta, pero la muchacha como obediente beduina espera a que sea yo quien se lo ordene, le pego una "cariñosa" patada en el trasero, y ya sin esperar más indicaciones, sale cerrando tras de sí la puerta. El comandante y yo reímos sonoramente.
 No cambiarás nunca, me dice, ni el mejor maquillaje francés puede ocultar esos moratones.
 Eso espero, le digo, así tendrá tiempo para recordarme.
 Y maldecirte. Apostilla Al Assad.
 Nos abrazamos, como buenos y antiguos camaradas; cojo una botella de mi bodega particular, una de mis últimas botellas de Irish Whisky, se la ofrezco, la descorcha y pega un trago largo, me la pasa y hago lo propio.
 Uau, esto está mucho mejor que vuestro asqueroso té. Le digo.
 Sí, desde luego. Dice mesándose con displicencia los labios.
 Apuramos un par de tragos más y por fin se decide ha empezar a contarme a qué ha venido.
 Tengo una importante misión que confiarte. Me dice golpeando amigablemente mi pecho con el mango de su látigo.
 Estupendo, ya tenía ganas de ganarme el pan y los dátiles que como, empezaba pensar que estaría de vacaciones el resto de mi vida. Le digo antes de pegar otro trago a la botella.
 Como puedes ver te equivocas, nosotros ofrecemos a cualquier camarada nuestra hospitalidad, pero también cobramos nuestras deudas, y tú tienes una con nosotros.
 Lo sé y os la pagaré con creces. Le digo golpeándome el pecho con la mano abierta a modo de promesa. Reímos y volvemos a beber.
 El Coronel, en persona, me pidió que te mande ha hacer las américas.
 Vaya, así que el perro yanqui tiene pulgas. Le digo.
 Más bien son las pulgas las que tienen perro yanqui.

Capítulo 2º.



 A orillas del Caribe se extiende una de las mayores metrópolis americanas, moderna y cosmopolita, que sin recato se mira en su esplendoroso pasado colonial. Calles, plazas y fortalezas recuerdan el paso de los españoles por ella, y en la que aún habitan multitud de sus descendientes.
Hoy es una de las más bellas y coloristas ciudades del mundo, lo que sigue demostrando a diario, abriendo sus brazos a todos aquellos que desafiando distancias y dificultades deciden asentarse en ella.
 Los carteles de sus tiendas y restaurantes hablan por sí solos de la inmensa variedad de razas y procedencias de sus moradores.
 Sus calles, plazas y parques exponen una inigualable amalgama de gentes, una ciudad sin miedo al extranjero, sin odio ni prejuicios hacia el que es diferente, una ciudad abierta al mundo.
 En la parte vieja se rinde tributo al pasado, y entre los modernos y gigantescos rascacielos de la parte nueva se mira al futuro. En medio de las dos y adentrándose en la inmensa llanura que rodea la ciudad, florece una colorista y enorme variedad de chalets, unos mayores con todos los lujos imaginables, y otros menores, más acogedores. Como nexo de unión un impresionante y vasto entramado de carreteras y autopistas, que conforman una perfecta obra de ingeniería por donde todos los días circulan millones de vehículos.
 Las noches transforman toda el área metropolitana en un pulular de  enjambres de luciérnagas, solo comparable en belleza con la vista de nuestra galaxia, que las abundantes noches de cielo despejado dejan admirar desde las colinas próximas.
 Bañada por las cálidas aguas caribeñas y acariciado por la suave brisa que de ellas arranca, hacen de esta bella ciudad una auténtica perla.

Capítulo 3º.



Washington D.C. Primavera.

 Pocas veces es llamado un alcalde a despachar con el Presidente de la Nación, por muy importante que sea la ciudad que gobierne, y nunca, que yo sepa, lo ha hecho con una alcaldesa negra. Aunque como pude comprobar después de la reunión, el motivo era merecedor de tal  distinción.
 Una vez hube pasado los controles de seguridad y me fue entregada mi acreditación, una amable agente del servicio secreto me hizo pasar a un discreto saloncito donde esperar. Me senté y cogí maquinalmente uno de los periódicos de la mesita en la que habían dispuesto varias de las más  importantes cabeceras del país. Aunque mis ojos decían que estaba leyendo, lo cierto es que mi mente no prestaba atención a lo que ponía en el diario, mis pensamientos trataban de enfocar como sería el encuentro y de cual sería el importante asunto a tratar, asunto por el que tras un escueto “tema de interés nacional” se me había llamado a la capital dos días antes.
 La visita oficial tenía un tiempo previsto de máxima duración no superior a quince minutos, y una entrevista, aunque, “tan corta” con el hombre más poderoso de la tierra, no es que me intimidara, pero a decir verdad me tenía con todos los sentidos en máxima alerta.
 Los nervios afloraban hasta las capas externas de mi piel, amagando con traicionarme; afortunadamente la amable agente del servicio secreto me devolvió a mi habitual seguridad, y con una agradable sonrisa me dijo:
 Señora, el señor Presidente la espera, ¿sería tan amable de acompañarme?.
 Por supuesto. Contesté levantándome, a la vez que me  recomponía el vestido. La seguí por el alfombrado pasillo.
 El Presidente estaba en un despacho anexo al famoso despacho oval, dato que yo sabía por una visita que hice con mis compañeros de curso hace muchos años, cuando era una escolar, claro; permanecía de pie en medio de la pieza hablando con algunos de sus colaboradores, supongo, cuando al notar nuestra presencia, por un ligero carraspeo de la agente, se giró dándoles la espalda a sus contertulios y dirigiéndose directamente a mí, esbozó una amplía sonrisa y me ofreció sus manos para que se las estrechara. Con voz amable y cálida me dio la bienvenida.
 Le agradezco alcaldesa Roberts su presencia, y si me permite que la tutee Joan. Le doy mi aprobación con la cabeza sin titubear, él me devuelve una corta sonrisa y continúa.
Al fin y al cabo somos compañeros de partido.
Si claro, y se lo agradezco sinceramente. Le digo.
Bueno creo que a pesar de mi cargo me he expresado mal, quería pedirte permiso para que nos tuteáramos.
Reímos y hago un gesto de entendimiento moviendo la cabeza.
Bien de acuerdo, si te parece Joan, podemos almorzar en tanto que nos conocemos, aún estoy en ayunas y tengo un molesto gusanillo por aquí que no para de correr de un sitio a otro. Dijo pasándose la mano por el estómago.
De acuerdo yo tampoco he tenido tiempo de almorzar, pero por favor me tendrás que decir como puedo dirigirme a ti.
Con mi nombre de pila, por supuesto, ¿lo sabrás?
Jeff, presidente Wallace.
Con Jeff está bien. Me dijo a la par que sujetando mi codo con su mano me invitó a que le acompañara a otra habitación, pasando a través del Despacho Oval, donde no nos detuvimos, y que el Presidente tuvo a bien nombrarlo especificando que era donde trabajaba a menudo.
Nos dirigimos a una salita acondicionada como celador con una amplia cristalera y una hermosa vista a los jardines traseros de la Casa Blanca. Había dispuesta una bien surtida mesa y dos sillas; me ayudo amablemente a acomodarme y se sentó frente a mí.
Sabes, tenía ganas de conocerte Joan, según mis colaboradores eres una persona excepcional y con un brillante futuro político.
Me halagas Jeff, bueno a decir verdad me siento entre halagada e incómoda, ya que a pesar de tu amabilidad, me cuesta mucho tutear al Presidente de nuestra Nación.
Lo entiendo, me interrumpió, pero te aseguro que lo hago con todos los compañeros de partido que tienen algún cargo político, ya que eso nos iguala, nos hace semejantes en tanto en cuanto estamos a las ordenes de los mismos jefes, ya sabes de los doscientos millones de jefes que tenemos. Volvemos a reír mientras el hielo acaba definitivamente de desaparecer.
Vaya yo creía que lo hacías por que tratabas de ligar conmigo, es de dominio público que sigues divorciado y según se dice en los mentideros del partido eres un poco Don Juan.
Falso, totalmente falso, eso es mentira cochina, aunque no sería de extrañar que como hombre libre de ataduras sentimentales, que lo soy, pudiera tratar de indagar posibilidades con una mujer tan hermosa como tú Joan.
Volvimos a reír distendidamente, mientras nos servimos unas viandas y un poco de café.
¿Sabes? Hasta antes de ser elegido Presidente veraneaba con cierta frecuencia en tu bonita ciudad, en la costa claro; desgraciadamente ahora la agenda que conlleva el ejercicio de mi cargo me lo impide. Y haciendo un gesto de complicidad, inclinándose hacia mí y bajando la voz, dijo: pero entre nosotros, he de decirte que he hecho un par de escapadas, en secreto por supuesto. Me encantan las calas salvajes que pueblan la costa de tu bella ciudad. Seguimos comiendo como compañeros y cómplices de un pequeño secreto de estado; empezaba a sentirme verdaderamente a gusto con el hombre que regía los destinos de nuestra nación.
Le hice ver que desconocía que hubiera veraneado secretamente en mis dominios, aunque por supuesto que conocía el dato, ya que una persona muy importante y querida por mí, me tenía siempre bien informada de lo que era necesario saber sobre seguridad en mi ciudad, y la visita, secreta o no, del Presidente era algo que a mi policía favorito no se le podía escapar. En cualquier caso preferí hacerme la sorprendida, quería conservar mi modesto papel de invitada y no dármelas de sabelotodo.
Cuando ya estábamos a punto de terminar el almuerzo, el Presidente fue a la cuestión que había provocado aquella reunión.
Tengo que darte un encargo muy especial. Dijo haciendo un gesto con la mano a uno de los empleados, que de inmediato se acercó con una carpeta negra, cuando éste se acerca el Presidente le indica que me la entregue.
Se trata como podrás comprobar del protocolo del que habrá de ser el “Décimo Congreso por la Paz”. Una reunión de suma importancia para el futuro de la Humanidad, he decidido que sea tu hermosa ciudad la que asuma la responsabilidad de organizarla.
Agradezco tu deferencia Jeff, y espero que yo y todo mi equipo estemos a la altura de las circunstancias. Le contesté con un claro tono de convicción.
Estoy seguro que sabréis estarlo y que haréis quedar bien a este país que me honro dirigir. Minutos después el Presidente me despedía con un par de besos y un cálido apretón de manos; me deseó toda la suerte del mundo, afirmando que pronto nos volveríamos a ver.
Cuando traspasaba las rejas de la Casa Blanca de vuelta a mi hotel, portando el importante encargo para mi ciudad, y sin duda un reto para mi carrera, unas nubes grises envolvieron el sol que aún así dejó escapar unos rayos ante el acoso de los nubarrones; el húmedo césped que dejábamos atrás reflejó sus dorados destellos, en tanto una bandada de palomas, blancas como el inmaculado edificio, volaban ajenas a todo.

Capítulo 4º.



Jeannine... mi amada esposa, Anne y Betty... mis queridas hijas... tres nombres, tres cruces, la misma fecha, y un inmenso dolor que todo lo llena,
que todo lo alcanza.
 Subo la suave cuesta que me lleva a la cúspide de la colina por el estrecho y retorcido sendero de losas de roja piedra.
 Arriba en lo más alto, en la cima y dominando el poco transitado cementerio, tranquilo, como un anciano que se yergue impávido, el viejo sauce mueve perezosamente sus ramas atiborradas de hojas al vaivén del suave aire primaveral que ya anhela la llegada del cercano verano, vela las tres cruces blancas, sobrias, dolientes.
 Dios mío... tanta vida, tantos proyectos, tanta esperanza; ahora solo el recuerdo, los domingos unas flores, todos los días mis oraciones, y para siempre un deseo, una idea, una sola meta: la de acabar con aquel que os hizo esto.
 Me arrodillo y rezo; lloro en soledad, me ahogo de dolor envuelto en  la pena que llevo dentro sentándome entre ellas; pienso que están tan quietas... la memoria me devuelve los bellos recuerdos, las risas, los besos y todo el amor que nos dimos.
 Arranco con mis manos las matas salvajes que atenazan las cruces y elimino el moho que intenta borrar con su presencia los nombres de mis chicas,  mis chicas... como yo las llamaba.
 Después de despedirme marcho, despacio, calladamente, sumido en los recuerdos, con mi pena a cuesta; queriendo no volver para no sufrir, deseando no marchar para no olvidar.
 Allá en donde quiera que estéis ... esperadme. Os quiero y siempre os querré.

domingo, 10 de marzo de 2019

Capítulo 5º.



 Elizabeth amor al contado.

Ella es una mujer, casi niña, de la calle, de tantas de las que aman sin amar y viven sin vivir; apenas si acaba de cumplir veinte años, no los aparenta, aún no está ajada, apenas ha sido maltratada.
 Fue arrastrada a la prostitución como tantas, se enamoró de quien no debía. Sí que hubo un tiempo feliz, pero fue tan corto que a menudo cree que nunca existió. Después del primer aborto vino la iniciación, por supuesto la heroína y la coca fueron su conductor. Cuando por fin comprendió que su amor, el hombre de su vida, era en realidad solo su chulo, era ya demasiado tarde para volverse atrás.
 Ella recuerda cuando, con todo el valor que aún le quedaba, intentó huir y marchar, correr a su pequeño pueblo donde todos se llamaban por su apodo. Y tomó el autobús; pero su amo no podía permitir que escapara, en la primera estación la alcanzó.
 Mira nena, si me dejas haré que la vida se te haga cuesta arriba allá donde quiera que vayas. Luego le mostró aquella colección de fotos, en donde con total claridad se la veía realizando la más vieja profesión, con hombres diferentes, jóvenes y mayores casi ancianos, negros y chinos; haciendo la calle, rodeada de otras como ella, donde no cabía duda alguna de lo que ejercía. Tenía el mal nacido hasta fotos suyas inyectándose una dosis de mierda, otra en la que se la reconocía colocada y en alguna tirada en cualquier rincón de una miserable habitación. Fotos y más fotos, saliendo y entrando de una clínica abortiva. Y hasta una copia de la ficha policial, conseguida a través de un poli corrupto, de su paso por comisaría en la que se especificaban los cargos de prostitución en lugar público.
 La vida es tan injusta; ella solo quería encontrar al hombre de su vida, para eso vino a la gran ciudad, en cambio solo halló amor al contado.
 Ya solo le quedaba la esperanza de que el terrible virus del sida o una sobredosis pusieran punto y final a su desgraciada existencia. Deseaba, con toda la poca dignidad que aún le restaba, tener fuerzas para de una forma u otra acabar pronto con su vida; no quería seguir siendo el papel higiénico que los hombres más degenerados utilizaban para limpiar sus frustraciones.

Capítulo 6º.



 El capitán Kolleman es un perfeccionista que a menudo raya la paranoia. Pero no hay duda de que sus “soldados”, como él los llama, sean los mejor preparados de los grupos de asalto de la policía metropolitana; por eso es el oficial en jefe asignado al grupo operativo anti terrorista.
 Todos los días, en cada turno, mantiene a la mitad de sus soldados en alerta roja, en tanto con la otra mitad entrena hasta el límite sobrepasándolo a menudo; primero la dura pista americana, después el gimnasio, entre uno y otro simulacro de emergencia.
 Los hombres maldicen su nombre por todas las esquinas de Jefatura.
Se sabe odiado pero no le importa, él sostiene que prefiere ser odiado que tener que asistir a los funerales de sus soldados. Considera que si uno de sus hombres cae abatido por balas asesinas, nunca sería aceptable que lo haga por falta de preparación. Dice lleno de orgullo militar que sus soldados son los mejores, los más duros y un peligro latente para todo aquel miserable criminal que ose enfrentarse a cualquiera de ellos. Y esa es una cuestión que no admite dudas.
Bueno muchachos... ahora es preciso que mováis las piernas como si vuestra vida de ello dependiera; fijaos bien... . Dice levantando su pierna derecha, en pose de kárate, y golpeándola ruidosamente con la palma abierta de su mano. He dicho las piernas y cuando digo las piernas quiero decir que corráis como alma que lleva el diablo, por tanto no mováis el culo como maricones, esto no es una academia de señoritas.
Toca el silbato y todos los hombres a una corren como poseídos verdaderamente. De forma ordenada pero a la carrera entran por una de las puertas del pabellón de asaltos, recogen el material asignado a cada cual y completamente pertrechados salen por la otra puerta, alineándose con prontitud frente a sus furgones blindados.
Kolleman, respirando con vehemencia tras el esfuerzo realizado, ya que siempre realiza con sus hombres todos los ejercicios, contempla a sus soldados. Los mira con cara de pocos amigos y poniéndose rojo como una amapola, como transformado en ira pura, mira su reloj... y con voz de perro rabioso, dice: maldita sea, sólo habéis rebajado dos segundos, aún estáis a diez galaxias, a diez malditos segundos del tiempo que debéis tardar en realizar este ejercicio.
Pasea enrabietado frente a sus hombres, mirando con gestos de incredulidad el reloj, mientras a grito pelado les dice. Cada segundo cuenta, cada maldito segundo marca la diferencia entre la vida y la muerte de las personas que esperan a que aparezcamos en el teatro de operaciones.
Tenéis que ser más rápidos.
¿Más aún?. Susurra alguien la pregunta. Se oyen algunos “eso, eso”.
En efecto eso, eso, más rápidos aún. Así que volved a dejar el material en el pabellón y al gimnasio. Concluye.
Una vez allí.
Volvemos a calentar. Esta vez sin previo aviso, quiero que desde el momento en que oigáis el silbato, tardéis solo cincuenta segundos en cambiaros, y pertrechados completamente forméis frente a los furgones. Y he dicho cincuenta ni uno más.
Los murmullos de desaprobación arrecian, pero a pesar de las protestas los hombres cumplen con lo ordenado.
No hay duda de que son los mejores, y Kolleman en el fondo lo sabe, aunque lo disimula muy bien.

Capítulo 7º.



Alejandra y Karl Patriksen. A pesar de todo el amor.

La vida es dura y con bastante frecuencia cruel, cruel hasta hacerse insoportable. Para los que aman, el dolor que esta produce se ve mitigado cuando en los brazos de la persona amada el tiempo se detiene y el mundo y todo cuanto lo conforma desaparecen como por arte de magia; todo, absolutamente todo, menos la persona amada. Y algo de esa magia se queda entre los dos y te envuelve cuando entregados el uno en los brazos del otro se dan, sin pedir nada a cambio, con el más sublime de los gozos el puro e inalterable amor de los verdaderos amantes.
Todo se olvida en el calor del hogar cuando se juntan los dos. No se ven durante el día, es al atardecer, con la última luz del astro rey, el momento en que pueden renovar sus votos.
Alejandra trabaja todo el día fuera del hogar, desde que su amado esposo sufrió el espantoso accidente que le postró en una silla de ruedas en la que, por no poder pagarse una cara intervención quirúrgica, que el seguro médico que tenían se negó a pagar y la impasible seguridad social les deniega una y otra vez, deberá permanecer en ella durante varios años hasta que consigan reunir el dinero suficiente para costearla.
Son jóvenes, y por eso piensan que todo pueda volver a ser como antes y que ahora anhelan y sueñan.
Karl estudia con ahínco, es lo único que puede hacer en su situación, aprende electrónica por correspondencia, y espera tener algún día su propio taller de reparaciones; ahora solo desea que el tiempo corra, que pasen los días, las semanas, los meses y los años.
En su propia cárcel espera que lleguen tiempos mejores. Desea valerse por sí mismo, sacar a su joven y amada esposa de aquel barrio donde viven, o mejor dicho donde malviven. Teme, y no sin cierta razón, que un día la ataquen para robarla o violarla; hay demasiado drogadicto, facineroso y obseso suelto, y ella es tan bonita.
Cuando se sientan uno al lado del otro, a charlar del trabajo de ella o de los progresos de él, o solamente a ver la televisión como una pareja cualquiera antes de acostarse, todo parece como si fueran los primeros y felices tiempos. Karl sueña despierto que puede andar y su esposa Alejandra le espera con sus dos preciosos niños, rubios y alegres como él. Sueña que viven en una de esas casas de las afueras, con un amplio porche y un bonito jardín con dos autos a la puerta.
Solo son sueños, sueños de personas que a pesar de la adversidad y las patadas de la vida se aman y se quieren sin tapujos, sin interés, de verdad.

Capítulo 8º.



Albert y Louisse Simpson. No queremos más.

Forman un matrimonio bien avenido de mediana edad, el cincuenta y dos y ella cuarenta y ocho años, no desean subir más peldaños en la escala social, se consideran muy afortunados; después de tantos años de vida marital aún se respetan, siguen apoyándose uno en el otro.
Albert consiguió una holgada posición económica y social gracias a sus estudios de ingeniero de caminos y al tesón con que los puso en práctica, trabajando en cualquier apartado lugar del país.
Hoy su vida se desarrolla en una lujosa mansión situada en las afueras; no tienen hijos, aunque en su tiempo los buscaron sin éxito. No se reprochan su infertilidad, se dedican muy al contrario a darse mutua felicidad, no como cuando eran jóvenes y cada día era un aleluya al amor, pero todavía se sorprenden con una flor o un regalo.
Comparten lo que Dios les ha permitido coger de la vida. Tienen días buenos y otros peores, pero saben y agradecen su holgada posición con respecto al resto de los mortales.
Louise está siempre en casa, siempre y cuando la dejan sus continuas actividades en pro de la comunidad a la que dedica una buena parte de su tiempo. Para ella son imprescindibles el orden y la limpieza, por ello es muy normal verla en plena faena, limpiando o embelleciendo cualquier rincón de su hermosa casa; solo se ayuda con una empleada, Alejandra, la cual ayuda en la cocina y con la colada.
Louise siempre anda buscando jardinero para que cuide y arregle su amplia parcela; de vez en cuando aparece algún chicano o un transeúnte que invariablemente se compromete a trabajarlo, y como de costumbre al poco tiempo éste acaba pidiendo la cuenta y siguiendo su errante camino.
Tal vez esté mi hermoso jardín predestinado a ser una especie de selva abandonada. Dice suspirando con resignación.
Por otra parte tienen pocos vecinos, y los que tienen apenas si los ven, son todos jóvenes matrimonios, sin hijos como ellos, y ahí acaban las similitudes; gente que no pasa tiempo en casa, que trabajan ambos en la ciudad, gente que desdiciendo lo dicho antes, tienen al igual que ellos hermosos y descuidados jardines.

Capítulo 9º.



Comisaría del Distrito Este.

Como todos los días la comisaría da la imagen de una casa de locos, policías de uniforme y gente de paisano andando por pasillos y escaleras, o esperando en las zonas habilitadas para las denuncias u otras gestiones propias del centro policial.
La zona que se supone debe controlar pasa por ser la más variopinta y conflictiva de la metrópolis.
Arranca su distrito desde las afueras de la ciudad, en la zona de los  chalets más fabulosos del Estado. Uno de los límites lo marca precisamente en esa zona el Río Durango, una caudalosa frontera, que a lo largo de su recorrido por el área metropolitana es cruzado por numerosos puentes y queda remarcado por varias docenas de playas y varaderos, donde se puede pescar y/o bañarse en algunos de los primeros y amarrar y embarcar en los segundos. El otro límite se encuentra dentro del centro de la gran urbe, abarcando completamente el barrio viejo, que no antiguo, y obrero de la ciudad, donde se refugian los marginados y los espaldas mojadas. El Parque Central, patrullado por agentes a caballo y vehículos motorizados, se encuentra entre los dos límites, más cerca del último que del primero.
Es medio día, la hora del relevo en comisaría, unos agentes entregan los autos patrulla en tanto otros salen a comenzar su labor, hay quien debiendo haber salido ya, aún pierde el tiempo en los pasillos del recinto policial.
Ya estamos como de costumbre jodiendo la marrana y haciendo que pierda los nervios. Grita fuera de sí con evidentes muestras de estar muy  cabreado y con gesto nervioso, un suboficial de color a dos agentes que con gran parsimonia toman café apoyados en la máquina que lo expende cerca de la puerta principal.
Jhon... mira para ese lado, yo lo haré para este. ¿Ves algún nervio? Dice con cara de cachondeo el agente Juan Sánchez.
En absoluto Juan, no veo ninguno ¿Y tú, vez algo? Contesta el aludido Jhon Crawford.
Se acabó, me tenéis hasta las mismísimas pelotas, anotaré esto en vuestra hoja de servicio: insulto a un superior. Les hace saber el suboficial Morrison apuntando a ambos con el dedo índice.
Bueno, bueno... tampoco es para ponerse así sargento, ya nos íbamos. Abrevia Jhon.
Adiós sargento Morrison... que tenga un buen día... y no pierda los...
Morrison hace amago de atizarle a Juan con la carpeta que sostiene con la mano, pero estos no se esperan para verlo acabar la acción. Se pierden en dirección al aparcamiento antes de que el suboficial pierda definitivamente los nervios y la compostura.
Arrancan el auto patrulla y salen del aparcamiento en dirección a su zona,  como de costumbre.
¿Qué socio, apostamos a ver quien acierta la primera chorrada que nos manda hacer el sargento esta tarde? Pregunta Jhon.
¿Qué será será, un incendio, un atraco, tal vez una violación a lo que el payaso de Morrison nos ha de mandar? Canturrea Juan, en tanto Jhon le acompaña dirigiendo una imaginaria orquesta con la defensa por batuta.
Mejor será que no nos llame en toda la patrulla. Tercia Jhon guardándose la porra.
¿Qué te parece si vamos a descansar un rato al Durango socio?
Me parece Juan, me parece.
Pues ejecuta tú el plan a mí me da risa y se me puede notar.
Jhon coge el micro y dice: Oscar 0, Oscar 0, aquí Lince 26.
Adelante 26, aquí Oscar 0. responden desde la centralita de la comisaría.
Nos ha comunicado una señora que hay un tipo raro merodeando por su chalet, cerca del Durango. Solicitamos permiso para echar un vistazo.
26 permiso concedido, cambio y cierro.
El agente de comunicaciones sonríe y se rasca la cabeza, piensa seguro de acertar que esos chicos nunca cambian; eso del Durango es más viejo que el edificio donde se encuentra la comisaría.
Aún mantiene la sonrisa en sus labios cuando aparece el sargento Morrison, que de inmediato le pide novedades.
¿Algo nuevo Jack?
Nada importante, todo marcha como la seda. Responde este con toda tranquilidad.
Es igual, veré si hay alguna comprobación atrasada, no quiero que los chicos del 26 descansen esta tarde.
¡Ah se me olvidó! Ejem... . Carraspea. Los del 26 han solicitado permiso para localizar a un merodeador...
No sigas. Corta Morrison. ¿Por casualidad no será en el Durango?
Me temo que sí.
Mierda esta vez me los paso por la piedra, palabra. Se lleva los dedos a los labios, formando una cruz, y lanza un beso rabioso entre ambos.
Sale maldiciendo directo al despacho del Jefe de servicio. Aunque éste último le dirá lo de siempre, como si lo viera.
Paciencia Morrison, si tienes la seguridad de que te toman el pelo y puedes demostrarlo, hazlo constar en la hoja de servicio.
¿Cómo demonios quiere que lo demuestre?
Tú sabrás, buenas tardes Morrison... cierra la puerta al salir.

viernes, 8 de marzo de 2019

Capítulo 10º.



Comienza la cuenta a atrás.

Primer día. Miércoles 11 horas de la mañana. Palacio de Congresos.

Como comisario del departamento anti terrorista de la policía metropolitana me hallaba revisando las medidas de seguridad que habían sido adoptadas en el Palacio de Congresos, el cual era sede a partir de hoy del Décimo Congreso Internacional por la Paz. Interesante reunión que por desgracia nunca conseguía imponer su hermoso propósito, pero que sin duda alguna mantenía abierta la puerta de la esperanza para aquellas naciones que por distintas y peregrinas causas se hallaban envueltas en conflictos bélicos.
Hasta ahora todo andaba bien, lo que no me tranquilizaba en absoluto pues solo hacía una hora que el congreso estaba inaugurado. Quedaban algo más de tres días para que este acabase. Para ser más preciso cincuenta horas repartidas en tres largos y delicados días. Justo hasta la una del mediodía del próximo viernes, momento en que los dignatarios de más de cien países, incluido nuestro presidente, clausurarían la reunión.
Tenemos informes de las distintas policías del mundo y de varios servicios secretos, de que varias organizaciones terroristas pretenden golpear con sus acciones criminales la buena marcha de las conversaciones, es el momento en el marco ideal para hacerlo por el gran eco informativo al que se harían acreedores.
Aunque hemos tomado todas las medidas de seguridad habidas y por haber, tengo un presentimiento que me pone los pelos de punta.
Me fundo entre la multitud procurando envolverme en el ambiente que emana de la masa, intentando captar alguna sensación, algún mensaje o un simple atisbo de algo que no va bien o que no está en donde debe estar, cualquier cosa no apreciable desde los puestos de observación asignados al personal de seguridad.
Recorro los pasillos como un visitante cualquiera adentrándome en los escenarios que empiezan a formar parte de la historia de esta humanidad que busca fórmulas de convivencia en paz. Muchos de los hombres con los que ahora me cruzo o comparto el espacio físico de este formidable Palacio, pasarán a figurar con nombres propios en algún que otro renglón de esa historia que hoy, sin duda, se está escribiendo desde aquí. Unos en mayor grado que otros, pero de la que todos se sentirán orgullosos de conformar, y que contarán primero a sus hijos y luego, posiblemente, a sus nietos.
Realmente es interesante esto de mezclarse con la gente; siempre que recuerdo momentos como este, los recuerdo en el otro lado de la masa, apartado y distante, en el sitio que se suele ocupar cuando se representa al brazo armado de la ley.
Sigo absorto en mis pensamientos cuando de pronto suena una alarma, justo en el sitio donde me encuentro, dos policías se abalanzan sobre mí.
Vaya... perdone señor comisario... me temo que hizo sonar la alarma con su... ejem... arma. El agente se disculpa como puede. Pero la verdad es que si de alguien es la culpa ese soy yo, y así se lo hago saber.
Tranquilo agente, está perdonado, como todos vemos la culpa es mía. El agente me saluda agradecido. Le devuelvo el saludo y me giro volviendo sobre mis pasos; pienso acertadamente que al menos he podido comprobar insitu y por sorpresa que los sistemas de detección de armas funcionan a la perfección y los agentes están al tanto de lo que pasa.
Y de pronto lo vi...
Un hombre de aspecto agradable, con grandes gafas y sombrero blanco, observa con media sonrisa al comisario Martín y la escena recién protagonizada por los policías; éste a su vez, súbitamente interesado por la cara del individuo que tan fija y descaradamente le observa, enfrenta su mirada al hombre.
El presentimiento que hace escasos momentos le erizó la piel, le vuelve a inquietar, esta vez un frío sudor le recorre la espalda. Alguien se interpone entre ellos. Un segundo después el curioso observador ya no está, se ha volatizado.
Ricardo Martín, comisario del grupo operativo anti terrorista de la policía metropolitana, ahí enfrente tenías al más jodido terrorista que hay en este puto mundo y te has quedado clavado, mirando sin reaccionar, has dejado que se haga humo. Era mi pensamiento, pero lo había convertido en palabras perfectamente audibles. Y lo peor es que Francoise, el jodido inspector de madre parisina me ha debido de oír. En este preciso momento se dirige a donde yo me encuentro portando una amplia sonrisa en su hipócrita cara de zalamero que lo sabe todo; y la verdad es que no me hace maldita la gracia lo que un destripador de bragas de treinta y seis años, con nombre de conquistador francés pueda pensar de mi aptitud, y menos gracia aún si lo pregona a todo el equipo, así que antes de que abra la boca le digo alto y claro.
Ni una palabra de esto a los chicos Francoise o te mando a dirigir el tráfico el día de San Valentín.
Muy apropiado jefe. Respondió de corrido. No sabe usted bien lo que se liga con el pito y la porra. ¿Si quiere, continuó, le cuento lo que me pasó una vez con una rubia de impresión y su BMW descapotable?.
El muy jodido de Francoise no tenía desperdicio y sabía muy bien como sacarme de quicio, así que con evidente enfado le dije:
No quiero escuchar tus cochinas aventuras, y en cuanto a lo que acabas de escuchar, ni media a los chicos; mi amenaza va en serio, quiero que te quede bien claro ¿OK?... yo hablo con quien quiero, incluso conmigo mismo; igualmente hago saltar todas las alarmas si lo creo conveniente, cuando y donde quiera. Privilegios de ser comisario especial, ¿ha quedado claro?.
Entendido jefe, dijo levantando por encima de su cintura las manos, a la vez que inclinaba ligeramente su cabeza hacia su derecha arqueando sus cejas... ¿osea, prosiguió, que la alarma la hizo saltar usted? Vaya, vaya, esto si que es bueno. Una ligera mueca de risa se remarcó irónicamente en los finos labios del inspector Francoise.
Lo fulminé con la mirada, bueno al menos eso es lo que deseé; y como de costumbre me mesé el pelo con las manos, tratando de relajarme y me marché maldiciendo al jefe de personal por no mandarme a policías de verdad, en vez del conjunto de inútiles y ... en fin, mesado y relajado continúo con lo mío.
Una vez que Francoise desaparece de mi vista, me acerco al reservado que ocupa mi equipo en el Palacio de Congresos. Delgado que está absorto observando los monitores de seguridad de la entrada, no se apercibe de mi presencia. Me acerco hasta él, carraspeo ligeramente y cuando, por fin, atraigo su atención, le ruego que se encargue de forma personal de la supervisión del resto de puntos que me quedan por controlar.
No se preocupe jefe, puede marchar tranquilo, ya me encargo. Y marcho, desde luego muy tranquilo, Delgado es uno de mis mejores elementos, y sinceramente, espero que dure en el equipo.
Nos veremos en Jefatura después de comer, le recuerdo mientras salgo.
Me voy caminando a pesar que la Central se encuentra bastante alejada del recinto del Palacio de Congresos. Preciso pensar sobre lo que acaba de ocurrir, y especialmente con el tipo de la media sonrisa; aunque haya gente que desprecia los presentimientos, a mí personalmente me llegan a preocupar seriamente.
Esa cara es todo un augurio, y aunque mi memoria fotográfica me indica que no la he visto nunca, mi instinto profesional me recomienda atención. Me da la sensación de que ese rostro habrá de traerme problemas.
Las calles de la gran ciudad están repletas a estas horas del mediodía con gente que ajena al resto camina deprisa y segura, también se ve algunas personas distraídas que son pasto de los descuideros que aprovechan la multitud para sus propios intereses; a quienes esperan el autobús, un imposible taxi, a ciudadanos ociosos que ocupan su valioso tiempo no preocupándose de su paso. Y por supuesto multitud de gente que circula en rápidos y ruidosos vehículos, armazones metálicos con ruedas y carentes de alma, exigentes y omnipresentes. Y pájaros... sí, sí pájaros, unos casi increíbles grupos de pájaros de las más diversas especies; aves que escaparon de sus doradas y reducidas jaulas, pájaros que, sin duda, optaron en un descuido de sus esclavistas amos por la extraña y, para la mayoría, desconocida llamada de la libertad, diversas especies de esos entrañables y alados seres que siempre acaban reuniéndose en ruidosas aglomeraciones en las abundantes y moldeadas zonas verdes de la metrópolis. Instalan sus nidos en las frondosas copas de los públicos árboles, alimentándose en el público suelo de la libre y privada caridad humana, poca y escasa por cierto. Entre la alada diversidad hay palomas, palomas blancas, palomas mensajeras, tordas y torcaces, palomas coloreadas que siempre vuelven diligentes al palomar. Afortunadamente para todo este variopinto y multicolor espectáculo animal, al ser hoy un cálido día de primavera se apetece estar en los jardines de nuestra preciosa ciudad, muchos abueletes lo aprovechan con lo que la abundante fauna alada y más de una ardilla se están pegando un nada despreciable banquete a base de semillas variadas y migas del siempre apetecible pan. Algunos tiernos infantes, a pesar de la reprobación de sus mamás, vacían el contenido de sus bolsas de palomitas de maíz o bolitas de queso.

Capítulo 11º.



18 horas del miércoles. Jefatura.
Nada más llegar a la Central y apenas me he sentado en mi butacón  entra Monroe, otro de los especímenes que tengo a mis órdenes.
¿Qué ocurre detective? Pregunto sin muchas ganas, a la vez que me llevo las manos a la cabeza, apoyo los codos sobre la mesa, y me doy un ligero masaje con ambos pulgares sobre mis sienes; no sé es como un acto reflejo, es como si ya intuyera que me da a dar una jaqueca inminente.
Malas noticias señor comisario, acabamos de recibir este fax del laboratorio. Se trata del resultado de una dactilografía proveniente de las entradas internacionales en el aeropuerto. Me dice enseñándome ostensiblemente un folio que sostiene en su mano.
Se lo tengo casi que arrancar de allí y, comienzo a leerlo.
Maldita sea... . Carraspeo. Vaya por Dios, han detectado en el control de huellas la presencia de un peligroso y buscado terrorista... Luis Krant. Moví la cabeza ladeándola lentamente, a la vez que hacía una mueca de preocupación.
Un buen elemento si señor; se le suponen más de cien asesinatos según el informe, y como podrá comprobar...
Le interrumpo con un rápido y cortante gesto de mis manos. Este tío me tiene hasta las narices.
Escucha Monroe; no preciso que me digas que pone en el informe, casualmente sé leer desde mi paso por la escuela primaria, y desde entonces ha llovido bastante ¿vale?. Ahora sal de aquí y cierra la puerta al hacerlo, por favor, ya te llamaré si te necesito para algo... Adiossss. Le dije remarcando de forma obstensíble las eses.
De acuerdo señor comisario, siempre a sus órdenes... si me necesita...
Adiossss... Monroe salió por fin.
Cuando me harté de maldecir al jefe de personal por la plantilla que me había proporcionado, me concentré de nuevo en el informe que tenía delante de mí. Un completo dossier del malnacido de Krant,
Luis Krant, alias el Carnicero de Belfast. Un gran hijo de puta proveniente del este europeo, de donde escapa perseguido por el KGB; se instala en Irlanda del Norte, en concreto en Belfast, como canta una parte de su alias, y en donde en poco tiempo se convierte en un hombre clave en numerosas e importantes operaciones de la insurgencia anti británica, llevando acabo diversas acciones terroristas de gran calado bajo la franquicia del IRA.
Desaparece del norte de Irlanda cuando Scotland Yard parece cercar a nuestro hombre. Se desconoce donde ha permanecido los dos últimos años, aunque se supone que haya estado en Libia, donde con toda seguridad ha  perfeccionado su forma de trabajo.
Queda probado por este gabinete que el tal Carnicero de Belfast o Luis Krant, ya había operado, antes de darlo por ilocalizable, en nuestro país. Y en concreto en acciones con artefactos explosivos, en los que se produjeron numerosas pérdidas humanas. También es necesario reseñar que según los datos aportados por diferentes agencias de seguridad, tanto nacionales como internacionales, nunca actúa en equipo; y la mayoría de sus víctimas no tienen nada que ver con sus verdaderos objetivos, son solo daños de los llamados colaterales.
El dossier no acompañaba foto del sujeto, ya que  ni los soviéticos, ni ninguna de las agencias de inteligencia nacionales e internacionales parecían disponer de algo tan elemental como eso, una maldita imagen.
Un bonito regalo para occidente habrá pensado el KGB.
Ni siquiera el nombre era el suyo real, ya que L.K. eran las iniciales del nombre en clave dado a las huellas dactilares aparecidas entre los restos de artefactos explosivos, recogidas en diversos atentados terroristas.
La foto, aunque no existiera, yo ya tenía su imagen en mi memoria, detrás de aquel bigote, bajo el sombrero, y su mirada casi oculta por esas enormes gafas, había sin duda alguna un rostro y yo estaba seguro que cuando volviera a encararlo lo reconocería de inmediato. Algo en mi interior me estaba diciendo que Krant y el tipo de la sonrisa misteriosa eran la misma persona, y ese pensamiento empezaba a revolverme el estómago.
Me sirvo un trago de bourbon, lo necesito...
De pronto empiezo a comprender, me da la sensación de que mis neuronas van por libre, pero no, solo que van uniendo los hilos de una dolorosa historia que me atañe muy personalmente. El fue el responsable. Mis manos se crispan sobre el vaso; unas lágrimas pugnan por salir. A mi mente vuelven desde el pasado, como si fueran de ayer mismo, imágenes de los días que menciona el dossier sobre la segura visita del Carnicero. Vaya si lo recuerdo; el odio me invade, puedo palpar la aglomeración de adrenalina que se agolpa en mi atormentado cerebro.
Cada paso un cadáver, cada día varios muertos. Ese hombre era peor que el caballo de Atila que por donde pisaba no volvía a crecer la hierba, era un auténtico malnacido; sin duda alguna el hijo bastardo del mismísimo Belzebut.
Apuro la copa de bourbon y recompongo mi figura. Llamo a Monroe y le doy una orden escrita para que la curse de inmediato a todas las comisarías del área metropolitana.
Señor comisario ¿puedo preguntarle algo? Me espeta el inspector, después de echar un vistazo al documento que le acabo de entregar.
¿Sí?.
Pues si como desea, nos pasan todos los homicidios que ocurran en la ciudad y su zona de influencia durante los días que dure el congreso, vamos a tener que hacer más horas que un reloj.
¿Y cuál es la pregunta? Le digo haciendo un obstensible gesto con las dos manos abiertas, no sin ciertas ganas de darle un par de collejas.
¿Acaso van a traer más agentes para que nos ayuden?.
Negativo; adiosss Monroe, cumpla con lo ordenado, y no haga más preguntas estúpidas.
De acuerdo señor comisario. Monroe se marcha murmurando algo relativo a un reloj.

Capítulo 12º.



 12 horas del miércoles.

 Una vez doy por terminada mi visita al Palacio de Congresos, tomo un taxi y le indico, al asiático que lo conduce, donde quiero que me lleve, un parque cercano al edificio de apartamentos donde tengo mi piso de seguridad.
 Llegamos enseguida, pago y abandono el vehículo. Me adentro en el parque comprobando que nadie me sigue; ando por él durante una media hora aproximadamente, fijándome especialmente en las inmediaciones y accesos al mismo, ando con paso ligero volviéndome repentinamente y observando mis espaldas cada vez que me siento cubierto por algún matojo o árbol.
No se trata tanto de saber con cierta seguridad que mi intimidad no está siendo violada, tengo que tener una certeza absoluta de ello. Cuando creo que estoy cubierto me dirijo sin más dilación al piso que ocupo.
Mientras subo las escaleras me viene a la mente el estúpido que hizo saltar la alarma en el Palacio de Congresos. Seguro que es el jefe de los malditos polis yanquis; desde luego que lo tienen claro los perros fascistas. Sonrío y me noto mejor, reconfortado, parece ser que me enfrento a una camada de inútiles, más ineptos aún que los chacales de Scotland Yard, que seguro aún no olvidan al que nombraban como el Carnicero de Belfast.
El piso es amplio y tiene las más elementales normas de seguridad. Rápidamente me pongo en acción; lo primero es instalar medidas de seguridad adicionales, con el objeto de tener sorpresas desagradables e inoportunas. Localizo el armamento de apoyo que les pedí a los chicos de la embajada.
Y como no podía ser de otra forma los valientes idiotas lo han dejado en el mueble bajo la cocina que se supone guarda los cilindros de gas, que como no podía ser de otra forma han dejado a la vista; parece mentira que pertenezcan a la inteligencia libia, informaré a mi vuelta a su jefe, a mi amigo el comandante Al Assad.
Saco todo el material: un fusil de asalto, dos pistolas automáticas, abundantes cargadores municionados y dos cajas llenas de granadas de mano.
Distribuyo de forma estratégica las granadas y los cargadores por toda la casa, y preparo con las primeras algunas trampas. Instalo lo que yo llamo un torbellino de fuego y destrucción en la pared que sirve de mediana con el edificio posterior al mío para disponer de una salida falsa; y en la pared que cubre el amplio pasillo de acceso a la vivienda, una trampa mortal para quien quiera sorprenderme. Sonrío mientras instalo el material, reconozco que soy un auténtico artista en lo mío; alguien lo lamentará sin duda.
Finalmente instalo la llave detonadora del torbellino de fuego, una precisa trampa explosiva en la puerta de acceso. Recuerdo a un estúpido chorizo que en cierta ocasión quiso entrar en aquel piso... Parece ser que aún no han encontrado todos sus pedazos.
Una vez he instalado la seguridad me tumbo en la cama. Con el ruido de fondo de la televisión me quedo profundamente dormido.
Sueño con mi infancia, los maravillosos primeros años de mi niñez  se agolpan en mi mente, un suave calor envuelve mi cuerpo, el recuerdo de otros tiempos, lejanos y felices, en mi patria natal me relaja por  momentos.
Todo era bueno hasta que llegó el nuevo comisario político y su infame corrupción que acabo afectando a toda mi comunidad.
La pesadilla de la huida del telón de acero acaba por despertarme. Estoy empapado en sudor, miro el reloj y veo que apenas he dormido una hora. Mi cuerpo asemeja un estado febril. Las venas de mis brazos, del cuello y de la cabeza amenazan con reventar de la presión arterial y esparcir su rojo contenido por toda la habitación. El pecho se mueve de forma compulsiva al ritmo que imprime mi agitado corazón. Trato de secar con la sábana el perlado sudor que sigue manando de mi cuerpo, pero apenas lo consigo porque toda la ropa de cama ya está empapada.
Me levanto de un salto de la cama y me meto en la ducha. El agua cae sobre mi cuerpo como un bálsamo benefactor. Actúa poco a poco, dejándome envuelto en un plácido nirvana; mi mente, se va aclarando con cada minuto que discurre bajo la ducha, y lentamente los oscuros fantasmas del pasado van dando paso a la realidad, al momento presente.
Mientras seco las últimas humedades de mi ennegrecida piel fruto de mi larga estancia en el desierto, me sorprendo mirando mi cara en el espejo, y ... llego a la conclusión de que no soy un adonis, sin duda no soy perfecto y seguro que tampoco soy justo.
Mi mente empieza a derrapar con alguna  estúpida elucubración, me llega la palabreja “cohecho”, acechándome con la imagen del juez instructor que ha sabiendas de lo improcedente de sus decisiones las lleva adelante. Corto con la ensoñación y me digo a mi mismo que yo no soy un juez soy un ejecutor y debo actuar conforme a lo que de mí se espera, tanto de parte de amigos como de enemigos. Me digo lo de siempre: hay cabrones con uniforme y sin él, poderosos o simples lacayos, en todos los sitios, entre los USA, los franchutes, en Moscú y por supuesto que también los hay en la dorada Libia.
Seguro que tengo mucha faena. Je, je, río relajándome al hacerlo, y este fin de semana podré celebrar haber matado a más de cien pájaros de un solo tiro. Vuelvo a sentirme bien, en forma y dispuesto a realizar un trabajo sin fallos pese a quién pese, enlute a quien enlute.
Más relajado me senté frente al televisor, el noticiero hablaba del Décimo Congreso por la maldita Paz. La enumeración de los asistentes a la clausura me aseguró que los pájaros a los que debía abatir eran realmente de altos vuelos; no como el comisario político bolchevique, el cerdo que se convirtió en la primera cucaracha aplastada por mi cruel pero efectiva bota.
Realmente aquel iba a ser el trabajo más importante de mi vida; y tal vez por eso mismo las situaciones de ansiedad y crispación sobrevenían con mayor frecuencia, convirtiendo los días previos a la acción en una cascada de continuas crisis.
Tratando de concentrarme en lo importante me prometo actuar con calma absoluta. He de evitar cualquier situación que pueda perturbarme.
Repaso mentalmente todo el plan previamente establecido; recorro de nuevo la casa de punta a punta comprobando que todas las trampas están colocadas correctamente, así como que la distribución de los cargadores de munición están situados fuera del alcance de las explosiones, que aunque sean controladas arrasarán todo lo que pillen en su radio de acción. Reviso el funcionamiento del fusil, una bonita y precisa arma yanky, manejo con mi habitual desenvoltura las dos pistolas automáticas, y le ajusto a una de ellas un silenciador, introduciéndomela por el cinturón, en la espalda. Y de pronto lo decidí, sabía claramente que no debía hacerlo, pero necesitaba desahogarme, precisaba una mujer para divertirme y olvidar por un rato la agobiante tenaza que volvía a agobiarme.
Una parte de mi me previene de que voy a romper el protocolo de seguridad que yo mismo me he impuesto, pero que narices no puedo ni quiero evitarlo, me digo en tanto empiezo a relamerme con el futuro clímax que sin duda me espera más allá de estas cuatro paredes.
Salgo a pesar de todos los pesares... me encuentro perfecto.

Capítulo 13º.



 18 horas del miércoles. Jefatura.

 Y Monroe volvió a interrumpir mi intimidad.
 ¿Qué ocurre ahora inspector?. Le pregunté.
 Creo que tiene visita... visita importante. Contestó Monroe a la vez que levantando las cejas, miraba hacia fuera.
 ¿Se puede saber de quién se trata, o cree inspector que debo enterarme por otro procedimiento?.
 ¡Oh!... perdón comisario. Se trata de nuestra hermosa alcaldesa. Al decirlo hace una imperceptible gesto de complicidad; a lo que le hago ver mi desaprobación, y …
 Esfúmate Monroe. Le digo sin esperar respuesta, aunque de nada sirve.
 Siempre a sus órdenes. Adelante excelencia. Dice carraspeando  Monroe, sin dejar expedito el paso ocupando este,  por lo que Joan Roberts debe esquivar al omnipresente inspector.
 Joan, ya dentro de mi despacho, me saluda cortésmente mientras espera que Monroe se marche. Con una fulminante mirada mía consigo que desaparezca.
 Por favor siéntese, le pido indicándole la silla más confortable de mi  oficina. Joan sonríe ligeramente y acepta sentándose.
 Allí la tenía, frente a mí, hermosa como una hermosa diosa de ébano. Sus bellos ojos negros, rodeados de unas perfectas y cuidadas pestañas, hacían que cualquier preocupación anterior careciese de importancia. Cruzó sus largas e increíbles piernas, de esa manera tan particular con que ella lo hacía.
 Gracias por tu atención, ¿serías tan amable de darme fuego? Me pidió sacándose un cigarrillo del paquete que ya sostenía en sus manos.
 Claro. Le dije ya con el mechero en la mano, en tanto que le acerqué un cenicero.
 ¿Qué le trae por aquí excelencia? Le pregunté antes de encenderme el cigarrillo que me acababa de ofrecer.
 Mi visita de hoy, desafortunadamente, es de carácter oficial.
 Ya... comprendo. Le dije, suponiendo que ya le habrían  alertado de la presencia del Carnicero. Pocas veces la comunicación entre el departamento de policía metropolitana y el concejal encargado de la  seguridad ciudadana era excesivamente fluida, y esta era una de esas raras ocasiones.
 Me han comunicado, dijo endureciendo algo su dulce mirada, que un peligroso terrorista ha sido detectado en el aeropuerto. ¿Es correcta la información?. Me preguntó directamente apagando de forma parsimoniosa  su cigarrillo recién encendido.
 Cierta al cien por cien, me lo confirmaron hace apenas dos horas, y veo que las malas noticias vuelan. Apagué el cigarrillo, me recompuse automáticamente la corbata y aparté el cenicero de nuestra vista.
 Sonrió ante mi poco disimulado nerviosismo, y haciendo una especie de insondable mohín, dijo: eso se debe sin duda alguna a las últimas normas que he mandado poner en práctica para este evento. De esta forma, continuó, como máxima autoridad civil del área metropolitana puedo estar informada de forma inmediata, de cualquier cosa que pueda tener que ver con la buena marcha del congreso.
 Ya veo que sus órdenes se cumplen a la perfección, pero se ve que alguien se olvidó de hacérmelas saber. Esa soy yo, me interrumpió, quería comunicártela en persona. Se levantó, dio un paso hacia mí, lo que me obligó a levantarme yo también, y siguió diciendo: Ricardo... formalidades aparte, esta reunión internacional es muy importante para mí, para nuestra ciudad, para la nación, y por supuesto para el mundo entero. No puedo, prosiguió a apenas medio metro de mí, o mejor no podemos permitir que ningún malnacido terrorista ponga en jaque su correcto devenir. Esta última frase la dijo con suavidad pero de forma contundente.
 Estoy de acuerdo... excelencia. Dije notando su cálida presencia a centímetros escasos.
 Tutéame por favor, siempre que estemos solos, de momento. Silabeó con deliberada dulzura.
 Como quieras Joan, contesté como pude, mientras mis pulsaciones subían de forma acelerada.
 En cuanto al motivo oficial de tu visita, continué, puedes estar segura que abortaremos los planes de ese desgraciado asesino. Tengo en ello un interés muy personal, no pararé hasta detenerlo o mandarlo al infierno de donde nunca debió salir.
 Estoy convencida de que lo harás. Su aliento podía confundirlo ya con el mío. Pero lleva mucho cuidado, no quiero perder a mi más querido policía.
 Joan, nos conocemos desde antes de que llegaras a la Alcaldía, y aunque nunca me he atrevido a exponerte mis sentimientos, pensé que podrías tener una ligera idea de ellos. Siempre he esperado que no me vieras como un colaborador más, y por tu cálida cercanía veo que no me equivocaba. Ya no había vuelta atrás, ella había dado pasos, yo la enfrentaba con osadía y esperanza. Siempre he sido un bulto con ellas, ahora solo esperaba no haber metido la pata con la mujer a la que hacía tiempo deseaba. Pronto lo sabría, las cartas estaban echadas.
 ¿Sabes Ricardo?... soy una mujer como cualquier otra, me he imaginado muchas veces cómo te declararías, pero lo cierto es que no pensé que lo harías tan mal. Volvió a hacer ese mohín que tanto me azoraba, y prosiguió sin dejarme contestar. Cuando todo esto acabe, y espero que sea bien, desearía que rectificases en tu declaración... dejó transcurrir deliberadamente un corto pero agónico espacio de tiempo para continuar diciendo: me gustaría oírla más claramente expresada y en un lugar más romántico. Su dedo índice se posó sobre mis labios que ya no sabían articular palabra, cogió su bolso sin esperar respuesta, y con una ligera sonrisa, abandonó la oficina.

Capítulo 14º.



 Cuando Joan desapareció de mi vista, reapareció la estúpida faz de Monroe.
 Maldita sea Monroe deja ya de hacer del último mohicano. Le dije mientras le señalaba amenazadoramente con el dedo.
 ¿Porque dice eso jefe? Yo no me parezco a los indios, soy rubio, no soy un piel roja.
 Pero te vas a parecer al último de ellos el día que pierda el norte y te pegue un balazo en tu incordiante rostro pálido.
 Se ve que se ha puesto durilla, ¿a que si jefe?. Dijo desapareciendo ante mi aparente mal humor, mal humor que solo era eso, aparente.
 Acabé de cerrar unos sobres que había estado preparando, y sin más dilación me dirigí a la puerta del departamento; le dí al sargento unas instrucciones.
 Mohamed atiende un momento.
 Usted dirá comisario, soy todo oídos. Me dijo el enorme sargento.
 Alerta a todos los chicos, conforme vayan llegando dales a cada uno el sobre en que figura su nombre.
 ¿A todos los chicos?.
 Bueno, bueno, a todos los de mi unidad. Le puntualizo.
 Ah, ok, ya veo, órdenes individuales.
 Si Mohamed, órdenes individuales, personales o como quieras, pero cada sobre a su destinatario. ¿Ok grandullón?.
 Si... supongo. El sargento puso cara de poker, lo que me indujo a pensar que su mente dilucidaba si había dicho algún inconveniente. O puede que solo estuviera organizando sus prioridades. En fin, se lo que hay, si este gigantón tuviera tanta capacidad intelectual como corporal, estaríamos ante un portento de la naturaleza, ante una mente prodigiosa.
 Momentos después el sargento Mohamed repartía los sobres de la forma más rápida que conocía, se las dio todas a...
 Oiga inspector Monroe.
 ¿Si sargento?.
 Tenga órdenes individuales de su comisario. Y le dio todos los sobres.
 Pero ¿porque diablos no me las ha dado a mí directamente?, ¿para que mierda se supone que estoy yo aquí?.
 Escucha Monroe, no te lo tomes como algo personal, pero deberías saber que éste es el procedimiento habitual, cuando hay órdenes escritas estas han de pasar por el sargento de guardia.
 Bueno, si claro, pero lo habitual es pasar un poco de los procedimientos, ¿o no?.
 Pues no, eso son cosas vuestras. Ande no los pierda ahora. Terció el sargento Mohamed.
 No hay problema sargento, no los voy a perder, solo faltaría eso, pero lo que pasa es que parece que el jefe me tiene manía.
 Negativo, lo que pasa es que siempre ha sido muy suyo; es un gran tipo, aunque un poco raro, eso es verdad al ciento por ciento, pero es legal, muy legal, ya deberías saberlo.
 ¿Un poco? Más bien diría que bastante raro. Concluyó Monroe despidiéndose del sargento.
 Monroe, de inmediato se pone manos a la obra y localiza a...
 Delgado... ¡hola!. Toma órdenes individuales. Le dice dándole el sobre correspondiente. El inspector lo coge y lee el nombre que pone en el anverso.
 Gracias Monroe, pero aquí pone Jeff. Contesta Delgado con un gesto de “esto no es para mi?.
 Correcto, también observarás, si le das la vuelta, que pone tu nombre en el reverso. Le replica Monroe con otro gesto de “y ahora qué”.
 Delgado da la vuelta al sobre susurrando algo inaudible.
 Por cierto, pregunta comenzando a leer las órdenes del jefe, ¿sabes donde está Jeff?. Esto le va a interesar, a parte de que está claro que son órdenes.
 Fue a tomar algo al “Pacífico”. Contesta Monroe refiriéndose al bar frente a la Jefatura.
 Gracias voy a buscarlo.
 Si ves a alguno de los chicos mándalos por aquí por favor.
 Delgado le respondió con un “de acuerdo” y salió de la central.
 Son las siete en punto de la tarde, las luces del alumbrado público acaban de encenderse, y la mayoría de los vehículos ya circulan con las luces de cruce.
 Delgado espera a que se ponga verde el semáforo para los peatones; en tanto esto ocurre continúa leyendo las órdenes del comisario. Absorto y sonriente es sorprendido por el propio Jeff, que amigablemente le golpea en el hombro, sacando le de su aparente nirvana.
 ¿Que te hace tanta gracia Luis?.
 ¡Ah, hola Jeff! ¿Creí que estaba en el “Pacífico”.
 Estaba, tu lo has dicho. Pero dime qué lees. Insiste Jeff.
 Oh, nada... las órdenes del jefe.
 Y qué tienen de gracioso.
 Escucha socio, ya que también son para ti. Tenemos que interrogar a los componentes de la tripulación del vuelo en que vino el mal bicho de L.K.
 Bueno eso incluye también a las azafatas ¿no?. Pregunta Jeff esperando una contestación afirmativa frotándose las manos.
 Premio... es más, solo tenemos que interrogarlas a ellas.
 ¿Seguro?. El inspector Luis Delgado mueve afirmativamente su cabeza manteniendo una pícara sonrisa.
 Bien por el comisario... ahora entiendo por que sonreías.
 Los inspectores, ya sin más preámbulos se disponen a cumplir las órdenes. Toman su coche asignado y se dirigen al hotel “California”, donde a saber deben de encontrarse, aún, unas tal Winnie, Hellen y Marie.
 Si Francoise se entera de esto le da un ataque de envidia que no sé si podrá superar, puede que se nos muera. Comenta jocosamente Jeff.
 Se enterará, no lo dudes, je, je.
 Las encantadoras y hermosas azafatas nos ayudan muy poco en nuestro trabajo, pero eso sí, nos alegraron decididamente la noche.
 ¡Ah... le amour! Suspiraba Delgado, ya de vuelta a Jefatura.
 Eran unas diablesas. Dijo dejando caer las palabras Jeff, mientras  mantenía su casi cerrada mirada fija en el asombroso espectáculo que ofrecía el cielo en esos momentos; el aire se dejaba sentir agradablemente en el descapotable que pilotaba tranquilamente Delgado.
 Ser poli, a veces te da satisfacciones. Dice Jeff con cara de eso, de  satisfacción.
 A veces compañero, a veces. Repitió sin alterar su postura Jeff. El cálido viento movía sus cabellos.

domingo, 3 de marzo de 2019

Capítulo 15º.



 Una de la madrugada del jueves.

 Cada día que pasa, cada momento que transcurre me siento más solo, extranjero en mi propia intimidad. Sin patria ni esperanza. Temido, odiado y rechazado. Con la noche mi ansiedad aumenta, noto un ahogo que siento  físico, pero que lo produce mi mente, mi pensamiento. Hay momentos en los que ninguna terapia de auto control funciona; en esos momentos en los que se confunden realidad e imaginación, empiezas a doblegarte porque ya no resistes más la presión. Y de pronto, como salido de la nada, un inmenso calor inunda mi cuerpo y cedo, y busco, y hallo en mi mente las imágenes, los recuerdos imborrables de tantas ocasiones. No son recuerdos de gozos y pasiones; éstos llegan acompañados de sonidos huecos, lúgubres, tañidos del más allá, como si procedieran de las tumbas de los que dejé atrás. Y sí, también puedo ver los gusanos que los carcomen en las frías fosas de las que ya nunca saldrán.
 Se produce el cambio, mi agitado pecho vuelve a la normalidad; las venas del cuello y de las sienes, antes hinchadas, vuelven de nuevo a ser casi invisibles bajo la piel.
 Le pregunté a un taxista del centro, que de eso saben más que nadie, donde podía hacerme con los servicios de una señorita, vamos que dónde estaban las putas, dónde hacían la calle, y claro me lo indicó con todo lujo de detalles gracias a una sabrosa propina.
 El lugar era una larga avenida muy arbolada, con escasa luz, pero con algún que otro bar donde poder tomarse un trago de algo fuerte.
 Pienso, mientras circulo lentamente por la avenida, que todas estas guarras estarán sidosas, pero es solo un pensamiento irrelevante que desaparece a los pocos metros.
 Doy una segunda vuelta, más despacio aún que la primera vez, las voy observando detenidamente. Muchas son ya maduritas o entradas en carnes, valen poca cosa, no creo que puedan servirme. Me da que esta noche no voy a poder servirme de una de estas zorras.
 Estaba ya decidido a irme con la música a otra parte, buscaré otro taxista tal vez, y si veo al que me dio esta mierda de información le daré una corrección que no podrá olvidar.
 De pronto, de entre unos frondosos árboles apareció la putita. No debe de tener más de veinte años, calculé seguro de no equivocarme. Si, pensé, seguro. Creo que esta criaja me va a servir perfectamente.
 Paré el automóvil a su lado y con una amable sonrisa la invité a acercarse. Ella se apoyó de forma displicente en la ventanilla. Una forzada y falsa sonrisa remarcada en unos exageradamente rojos labios, era su nombre de pila, los provocadores, sensuales e impúdicos roces en su juvenil entrepierna, era su apellido.
 !Hola encanto¡. ¿Te apetece divertirte un rato?. Dijo Elizabeth haciéndose la dura, tal y como le decía su...
 Paseé mi lengua entre mis labios, sin que lo apercibiera, y con un ligero gesto le indiqué que subiera al coche, lo que no tardó en hacer. Reí para mis adentros.
 !Vaya, tú no estás nada mal¡. Exclamó Elizabeth palpando interesada los fuertes pectorales de Krant.
 ¿Has reñido con tu esposa? . Preguntó la joven. Seguro se respondió ella misma, mientras se arrimaba al hombre.
 Eres demasiado curiosa para ser solo una puta.
 ¡Vaya!. ¿Te gusta insultar, eh ?

 La agarré de su muñeca izquierda, apreté sus delicados huesos, se quejó e intentó desasirse, apreté hasta convencerla de la inutilidad de sus esfuerzos.
 Una vez calmada y a la vez que se daba un masaje sobre la dolorida extremidad, preguntó: ¿bueno a donde me llevas?. Elizabeth estaba convencida de que aquel tipo solo quería ser desagradable y trataba de humillarla, como tantos otros lo habían hecho antes.
 Tranquila bomboncín, ya llegamos. Le dije con una traviesa, y en cierto modo, tranquilizadora sonrisa. La putilla me devolvió la sonrisa, aunque aún se quejaba de dolor. Bien, eso me gusta.
 Dirijo el coche a una amplia y frondosa masa de árboles. Adentro el vehículo hacia un vericueto sin asfaltar, hasta que puedo comprobar que nos encontramos fuera de la vista de cualquiera de los que pasan a gran velocidad por la carretera que acabamos de dejar atrás.
 Detengo el vehículo, ella mira a su alrededor y le noto como su expresión se vuelve más y más humilde, su cuerpo juvenil más y más asequible, su persona más y más vulnerable. Me acomodo en el asiento, noto como su respiración se agita, está nerviosa y seguro que ahora mismo se pregunta cómo va a acabar esto.
 Cojo a la zorra del pelo, le echo la cara hacia atrás y le espeto. Aun no me has dicho tu nombre. Eli... Elizabeth, responde rauda. La atraigo para mí hasta que su temblorosa boca se pega a la mía.
 Transpira nerviosa, noto que por fin experimenta el miedo, un miedo que puedo considerar sublime. Lamo glotonamente las gotas de sudor que empiezan a aparecer por todo su rostro. Estoy tan cerca de ella que mientras la desnudo para poseer su cuerpo de casi niña, noto cada uno de los latidos de su corazón. Y casi puedo adentrarme en sus pensamientos, y sentir el temor que poco a poco la va invadiendo, sin que pueda hacer nada por evitarlo, sin que pueda hacer nada por escapar.
 Ahora enséñame todo lo que sabes hacer pequeña zorra.
 Cerdo, me replica armándose de valor, intenta arañarme... Le arreo un bofetón, llora y me suplica, la atraigo hacia mi boca y le muerdo los labios hasta que puedo saborear su cálida sangre que empapa mi paladar.
 ¿Te convences de lo inútil de tu resistencia, o tendré que molerte a palos? Le pregunto antes de soltarle otro guantazo. Intenta salir del coche zafándose como puede. Es pequeña y escurridiza, casi lo consigue; abre la puerta con habilidad, pero cae al lado del coche. La sujeto de la pierna y me abalanzo sobre ella, los dos desnudos rodamos por el suelo.
 Maldita golfa... Yo te ensañaré. Cuando acabé con ella, más le hubiera valido que la hubiera rematado en ese mismo momento. Pero no pude, me sentí flotando entre sensaciones cada vez más fuertes, cada vez más intensas. Le iba a dar una despedida digna de una reína, lo que nunca fue.
 Me levanté y me vestí, mientras la mujer se retorcía casi inconsciente sobre la hierba. Saqué sus prendas del auto, la sujeté del pelo y la arrastré lejos del camino. Formé un circulo con ramas caídas alrededor de ella y de sus ropas, vacié la garrafa de gasolina de repuesto sobre su cuerpo, que seguía vencido.
 Dejé caer con parsimonia una cerilla prendida. Aún permanecía inconsciente. Con el calor despertará, pensé.
 Ya en la carretera principal pude ver desde el espejo retrovisor como mi obra se erguía luminosa, amenazadora y desafiante desde un confín de la metrópolis.
 Me crucé con los bomberos a los pocos kilómetros. Se ve que tienen  un sistema rápido anti incendios, pensé. Estos tipos pueden hacer que mi trabajo no alcance las dimensiones que debería. Claro que el centro de la ciudad no es una rápida autopista, y la una del mediodía no es lo mismo que las dos de la madrugada.

Capítulo 16º.



 El día está a punto de acabar, dentro de pocos minutos entraremos en el jueves. Quedan solo treinta y siete horas hasta la clausura oficial del congreso.
 No puedo dejar de pensar en la forma de atrapar a Krant. Aunque ya tengo un plan diseñado, se por experiencia que siempre el factor suerte es determinante, más aun cuando se trabaja contra el reloj.
 A mis cuarenta y cinco años de edad, y ocupando el puesto de comisario especial anti terrorista, no puedo dejar escapar la oportunidad de atrapar a uno de los más buscados terroristas. Aparte de ser un broche de oro para el puesto que por edad deberé abandonar en breve, supondrá el dulce sabor por cobrar una deuda pendiente.
 Cené ligero, la noche iba a ser larga, aun debía de poner en marcha la operación anti carnicero.
 Me serví una humeante taza de café bien cargado de café y de azúcar; con él en la mano salí al porche trasero. Aquí en el jardín me siento a gusto. Mientras el dulzón líquido reconforta mi estómago, surgen los recuerdos, revivo los momentos pasados junto a mi esposa y las niñas cuando...
 Todavía puedo oír sus risas, la dulce y cálida de Jeannine, y las alegres e infantiles de Anne y Betty; de nuevo juegan ante mí, las veo tan nítidas que parecen reales; me río de las pequeñas mentiras que a menudo nos contaban para conseguir sus deseos de niñas.
 Envuelto entre tantos recuerdos me siento al lado de la bicicleta de Anne, la mayor de mis hijas.
 Papá, papá, mira como corro, a que no me coges.
 Ya lo creo, ahora verás. Su risa de niña querida y mimada resuena de forma clara en mi mente, incluso puedo oler sus perfumes. Unas fugaces lágrimas hacen que se me erice la piel.
 Apuro el café de un trago, justo en el instante en que suena el timbre de la puerta.
 Dejo la taza vacía al pie de la bici y me acerco a la puerta principal. La abro.
 ¡Ricardo... Buenas noches!. ¿Que tal estás?. Si había alguien en el mundo que no me apetecía ver, ese era desde luego el que acababa de  interrumpir mi intimidad.
 No se si son buenas o malas noches, solo quiero saber una cosa: ¿qué se te ha perdido por estos lares, Manzano?. Le hice la pregunta, que desde hace tantos años, como los que él llevaba trabajando en ese periodicucho y yo en la policía, le venía haciendo cada vez que ante mí se aparecía. Hizo la mueca burlona con que de costumbre solía emprender su contraataque. Después de pasar, me echó su brazo de Judas por encima del hombro, y en plan zalamero...
 Verás, un pajarito me ha dicho algo no apto para cardíacos, me gustaría contrastar la información contigo; así luego no podrás decir que publico noticias sin rigor informativo.
 Me asombras, sonrío, no puedo creer lo que ven mis ojos y oyen mis oídos, que un maldito escritor de panfletos quiere contrastar una información conmigo. ¿Pero de verdad eres tú o sigo durmiendo y se trata solo de un sueño?.
 No seas sarcástico amigo. Dice Manzano haciendo un gesto de perplejidad.
 ¡Vaya! Ahora somos también amigos... En fin, dime por esa bocaza, no tengo toda la noche.
 ¿Porqué no me invitas a algo como es costumbre por aquí?. Preguntó adentrándose en mi casa.
 Vamos al porche de atrás, estaremos más cómodos. Dije por decir algo, aunque poco convencido de la utilidad de mi propuesta.
 Manzano fue directo a la pequeña bodega que tan bien conocía. El redactor jefe del diario sensacionalista El Gran Noticiero, es un antiguo compañero de la universidad, y un pájaro de cuidado.
 ¿Cuánto tiempo hace que nos conocemos, Ricky?. Preguntó alargándome una copa repleta de bourbon.
 Mucho, incluso demasiado para mí y cualquier mortal. Le contesto pegando un trago al whisky. Manzano hizo una mueca entre reprobadora y sonriente.
 Calculo que veinticinco o veintiséis años. Por lo menos. Interrumpo.
 Y no hemos dejado de vernos ninguno de esos años. Me dice a la vez que sonriendo abiertamente me señala con el dedo índice de la mano con que también sostiene el vaso de licor. El bourbon amenaza con derramarse por el suelo.
 Cuando por fin se lleva el vaso a la boca, le pregunto.
 ¿Manzano, estás intentando llegar a algún sitio en concreto?.
 Siguió riendo de la misma y desagradable forma con que lo hacía.
 ¿Sabes Ricky?. Por que tú por muy comisario especial que seas, siempre seguirás siendo Ricky para mí. Creo y esta es mi información, que ocultas un dato que la opinión pública debería de conocer,
 ¿Vaya, vaya, ahora se llama opinión pública, a la compra y venta de información?.
 Yo no inventé el capitalismo, pero es así... Se trata de la opinión y ponle el adjetivo que quieras, pública o privada, lo mismo da que da lo mismo.
 No hay nada que interese a la opinión esa. Me cierro en banda, aunque eso casi nunca funciona con esta víbora.
 Apura su bourbon y se acerca a la bicicleta de Anne, me mira, sonríe y se arrodilla para coger la taza de café.
 No sea que se rompa en un descuido, esto está tan oscuro. La lleva dentro, a la cocina.
 ¿Has estado pensando en ellas?
 Siempre, ¿acaso es raro que piense en mi mujer y mis niñas?. En estos días hace cinco años que fueron asesinadas. Manzano hace un gesto de comprensión  en interviene. Lo recuerdo como si fuera ayer.
 Te creo Manzano, aunque todavía no alcanzo a entender a qué viene esto. Vaya, vuelve a interrumpir, entonces ¿la información que tengo es cierta?. No comprendo, ¿a dónde quieres llegar?. Está claro el Carnicero de Belfast está aquí.
 Manzano ríe como poseído. Está seguro de tener un as en la manga. Se deleita con lo que cree saber. Extrae un puro de su chaqueta, me lo da, se saca otro para él y después de darme fuego se lo enciende.
 No es preciso que lo desmientas, sonríe como el bravucón que es.
 Esto ya no estaba en mi mano, no iba a poder impedir que corriese la noticia como la pólvora. Mantuve silencio, le escuchaba.
 Solo júrame que vas a hacer una cosa Ricky... Mátalo... Mátalo como al perro rabioso que es. Sus labios escupían pequeñas e indiscriminadas gotas de saliva, repitiendo de forma insistente la frase.
 Márchate Manzano, y por favor no publiques nada.
 Se apostó en la puerta del porche, se sirvió otra copa, se la bebió de un trago, y apuntándome con el puro dijo. De acuerdo Ricky, lo haré por ti y por una productiva cacería, pero a cambio te pongo escolta fotográfica, quiero tener la primera foto de la presa.
 Me tenía atrapado, como de costumbre, amigos para esto. Tuve que aceptar, pero...
 Sin focos. Dije.
 Sin trampas. Contestó.
 Cuando vuelvo a quedarme solo, recuerdo de nuevo aquel fatídico día. Jeannine y mis niñas, debajo de aquellas mantas, tan quietas, solas y muertas para siempre. Sus frágiles y queridos cuerpo yertos.
 La hiena que arrancó para toda la eternidad sus vidas, está aquí de nuevo, justo en mi ciudad, justo donde lo espero desde hace tanto, de donde nunca más volverá a salir.

Capítulo 17º.



 Tres de la mañana del jueves. Camino del Hospital General.
 Monroe y Smith se dirigen hacia el hospital, han recibido una comunicación de homicidios. Al parecer una joven ha sufrido el ataque de un sádico que, después de violarla, la ha intentado quemar viva.
 Nada más llegar al aparcamiento del centro hospitalario, son abordados por uno de homicidios.
 Está muy mal chicos. De todas formas ya tenemos una declaración, a ver que os parece. Monroe coge el papel con una sonrisa cínica y se lo devuelve enseguida.
 Quiero todo lo que tengáis, ropa, efectos, en fin todo lo que hayáis recogido. Si no es molestia. Incide acelerando el paso hacia la entrada principal.
 Claro, No hay problema. A mandar.
 Oye socio, dice Monroe sin detenerse, esto no es idea mía, soy solo un currito como tú. ¿Ok?.
 Si, si, bueno, tranquilo. La chica está allí. Dijo el agente de la brigada de homicidios, señalando al pabellón de urgencias.
 Monroe y Smith se dirigen sin más preámbulos hacia allí.
 Buenas noches, somos policías. Dice Monroe enseñando su placa al celador del pabellón. El hombre hace un gesto de visto bueno y pregunta.
 ¿En qué puedo ayudarles?.
 ¿Dónde está la chica quemada que han traído esta noche?.
 Elizabeth C. D. Interrumpe el celador como un autómata.
 Monroe pone cara de no entender y... ¿Qué?.
 Que se llama Elizabeth C. D. la chica quemada. La que parece buscan, al menos eso es lo que tengo anotado. Remata el celador en tanto consulta el ordenador.
 Vale, vale, ¿en dónde está? No tenemos tiempo que perder. El del hospital levanta su vista del monitor, y lo más amable posible le espeta: en eso estoy, y ella en el quirófano tres... Bueno o dentro o en camino a él...
 No ha acabado de decir las últimas palabras cuando los agentes desaparecen como un exhalación en dirección a los quirófanos.
 El de la puerta se queda con la mano a punto de indicarles la dirección a los inspectores que ya se han perdido por los pasillos.
 Por aquí Smith. Llegan al quirófano justo en el momento en que están entrando a la joven; sin esperar invitación se cuelan dentro.
 Ustedes no pueden estar aquí. Salgan inmediatamente o llamo a seguridad... mejor lo hago. Grita como poseído un médico con bata verde.
 No dé la nota, somos de los buenos, somos policías. Le hace ver Smith poniendo su placa a la altura de los ojos del doctor.
 Me importa un bledo lo que sean. Esta joven ha de ser intervenida de inmediato, su vida corre peligro. Así que largo, ya hablaré más tarde con sus superiores.
 Oiga doctor o nos deja hablar con ella o tendremos que llevárnosla para interrogarla. Intervino Monroe. Smith apoyó a su compañero con la cabeza, haciendo un significativo movimiento de cabeza.
 Escuche, esto es seguridad nacional, si no nos deja interrogarla y muere le voy a hacer, personalmente, la vida imposible. Ante las palabras amenazadoras del inspector el doctor cedió.
 Pero solo un minuto.
 Seguro... Cuente con ello. Zanjó Monroe.
 Smith, sin levantar la voz, ya interroga a Elizabeth.
 ¿Puede escucharme joven? Elizabeth responde con un casi imperceptible gesto afirmativo. El inspector sonríe y continua.
 Muy bien, eres muy valiente. Prosigue. Somos policías y pretendemos coger al canalla que te hizo ésto. Es muy importante que nos cuentes lo que recuerdes para ello.
 Antes de desmayarse, la joven, haciendo un gran esfuerzo y les prestó una valiosa información acerca del agresor.
 Buena chica... Dijo el agente, tocando cariñosamente el hombro de la joven; se dirigió al de la bata pidiéndole:
 Adelante, ahora les toca a ustedes, salven a la chica, es solo una niña.
 Lo intentaremos, y ahora por favor márchense de aquí.
 Ok y adiós. Los dos inspectores abandonan el hospital con la declaración de Elizabeth y las escasas pertenencias de la misma.

Capítulo 18º.



 Las horas habían ido transcurriendo sin apenas apercibirme de ello. La botella de bourbon estaba casi vacía. Miré el reloj y me di cuenta de que habían pasado ya cuatro horas; me aclaré la cara en el aseo, y justo cuando empecé a peinarme sonó el teléfono.
 Dígame Martín al habla.
 Buenas noches comisario, o buenos días según como se mire. Soy Monroe.
 Lo se, habla. ¿Qué ocurre?, y abrevia.
 Ok jefe, ha habido un intento de asesinato, afortunadamente tenemos una declaración de la víctima.
 Bien. ¿De quién se trata?. Le requiero a Monroe.
 Es una joven prostituta llamada Elizabeth C. D.
 Ok... Sigue. ¿Qué más?. Dime más cosas. Insisto.
 Verá señor, la joven ha sido violada, apaleada y finalmente quemada, en ese orden.
 Ya, me imagino. ¿Tenemos las características del autor, inspector?.
 Si, la joven, a pesar de la gravedad de sus heridas, a podido darnos algunos detalles. Es una chica muy valiente a pesar de todo.
 Al grano Monroe, al grano.
 Conforme, se trata de un hombre de raza blanca, sobre treinta y cinco años de edad, uno noventa de estatura, complexión atlética, pelo negro, ojos marrones, …
 no sigas Monroe, puede ser el carnicero, son sus características físicas, aunque no tenemos fotos, sin duda se trata de ese malnacido; y lo peor, es su estilo de actuar.
 Ha hecho un pleno señor. Hemos mandado al gabinete de la científica algunas prendas de la víctima y se han localizado unas huellas dactilares en el cinturón de la víctima, que por la rápida actuación de los bomberos se pudo salvar apenas chamusqueado.
 ¿Son las del carnicero?. Pregunto.
 Si señor. En cuanto a la declaración... Le interrumpo.
 ¿Qué pasa con la declaración, Monroe?.
 Pues pasa que la chica recordaba la matrícula del auto que conducía nuestro objetivo, y también el color y modelo del vehículo. El inspector prosigue y yo le dejo hablar. Esto último lo hemos confirmado entre las compañeras de Elizabeth. ¿Sabe?. Son muy corporativistas estas mujeres.
 Escucha Monroe y déjate de pamplinas, organiza de inmediato la búsqueda del auto.
 A sus órdenes señor.
 Solo localización; yo salgo ahora mismo para jefatura, llevo abierto el equipo, comunico por el canal treinta y tres con distorsionador. Ordena a todos los equipos que hagan lo mismo.
 Sin esperar más contestación del pelota de Monroe, recojo el walkie talkie, mi magnun del treinta y ocho especial, me lo enfundo y salgo de casa.
 La noche era clara, el cielo estaba plagado de estrellas, el mundo seguía, la vida continuaba con su deriva, como si no pasara nada nuevo, como si todo lo ocurrido no importara.
 Afortunadamente a las cuatro y media de la mañana, apenas si circulaban autos, por lo que no tarde casi nada en llegar al aparcamiento de la comisaría.
 Nada más dejar aparcado el vehículo, me dirijo a mi despacho, me  encuentro con el inspector Smith, que en ese momento está abandonando  mi despacho.
 Acabo de dejarle encima de su mesa la declaración de la víctima, Elizabeth, junto con el informe de las huellas encontradas en su cinturón; debidamente confrontadas con las de L. K.
 Gracias Smith, búscame a Delgado, quiero verlo de inmediato. Le pido haciéndole un gesto con la mano para que espabile.
 Al momento jefe. Se marcha rápido.
 Me siento en el sillón y enciendo un cigarrillo. Un día tendré que dejar de fumar, me digo.
 Empiezo a leer el informe de la científica, fijándome con especial detenimiento e interés en la comparación de las huellas archivadas, las que dejó en el aeropuerto y las nuevas. No hay duda alguna, las del sádico de esta noche y las de Krant son de la misma persona, o más bien del mismo demonio en persona. Ahora solo precisaba que la suerte nos acompañara y el carnicero caería en mi tejida red.
 Unos minutos después aparece Delgado por la puerta. Se le nota un poco cansado, como si acabara de realizar un gran esfuerzo físico. Sonreí sospechando el motivo de su agotamiento; le pregunto a pesar de conocer de antemano la respuesta, y de que tratará de ocultar la verdad.
 Verá jefe, mi mujer es joven, me ama en exceso y no me deja descansar lo suficiente.
 Bueno, bueno, interrumpo, en el amor los excesos se deben perdonar  siempre. Le digo con media sonrisa.
 El se encoge de hombros. Se le nota feliz, pero, eso sí, agotado. Hago como que me creo su historia a la vez que le pido el informe sobre las azafatas. Me señala una carpeta sobre mi atiborrada mesa. La miro, la cojo y hago un gesto de acuerdo.
 ¿Precisa alguna otra cosa comisario?.
 Si, quiero que estéis preparados con toda la artillería pesada. Podéis turnaros para descansar y reponer fuerzas. Lo primero lo podéis hacer en cualquier sillón de jefatura, y lo segundo en el Pacífico.
 Puede despreocuparse, está todo preparado y los hombres listos para actuar.
 Me alegro de oír eso. Puedes marcharte; dile al capitán de asaltos que quiero verlo, por favor.
 Ok jefe.