lunes, 25 de febrero de 2019

Capítulo 30º.



 Veinte horas del jueves.
 Siempre he dicho que hay un tiempo para vivir y un tiempo para morir, pienso y acierto que a esta cuadrilla le ha llegado su tiempo para morir. La ruleta que indica el momento en que la vida se acaba, marca el fin de estos pobres diablos. Acabo de decidir que no los puedo mantener con vida, si se les pasa por la cabeza intentar escapar, o tengo que huir precipitadamente, cómo puedo estar seguro de que no ayudarán a mi detención, saben, sobre todo el tío demasiadas cosas sobre mí y mis pertenencias, mucho más que los polis. No puedo correr riesgos, he de hacer callar para siempre a estos molestos testigos.
 Los tengo amarrados a conciencia, de manos y pies, amordazados para que no berreen como corderos al matadero; aunque no les he tapado los ojos quiero que sean testigos en última instancia de sus ejecuciones, que es justo lo que ahora voy a tratar con ellos.
 Les leo la sentencia, única e irrevocable: son reos de muerte, la cual será por ejecución a tiros. Por supuesto les digo de qué son acusados.
 De ser un peligro latente para la causa revolucionaria que me ha traído hasta este su país. La desesperación se hace ahora más patente en sus rostros desencajados. Sentados en el suelo contra la pared y atados como están, son un blanco perfecto; me aparto un poco más, no quier que me salpique su sangre. Deben de verme como a un Dios, capaz de concederles más vida o de quitársela.
 Amartillo el revólver; veo como hacen grandes esfuerzos por tragar saliva, respiran desasosegados. Paseo el arma apuntando a uno, luego a otra, por fin apunto a la cocinera... Disparo y... Le vuelo los sesos, ha sido un tiro perfecto. Alejandra no se movió convencida de que aún no había llegado su hora, pobre estúpida, ambas cosas hasta el final; el tiro le entró entre ceja y ceja. El destrozo que le ha causado la bala, ahuecada en la punta para hacer más daño, puede apreciarse sin necesidad de acercarse; los sesos y trozos de cráneo se encuentran pegados a la pared, como si de un enorme tomate estampado con violencia se tratara.
 Doña Louisse se ha desmayado, y al tal Albert le tiemblan las piernas, sus ojos horrorizados no se atreven a mirar a su empleada que yace junto a él. El muy cerdo se ha meado encima, igual también se ha cagado, vaya por Dios, esto va a oler muy mal. Le apunto al cuello, estoy seguro de que sabe que no es ninguna broma; le sonrío cuando compruebo que sus piernas han dejado de temblar, disparo... Un enorme chorro de sangre sale a borbotones por su cuello, se mantiene sentado, saboreando glotonamente la sangre que también le sale en abundancia por la boca. Apunto a su cabeza y vuelvo a disparar... Ha girado su cabezón en el último instante y el tiro le ha entrado casi por detrás; le ha arrancado un gran trozo de cráneo que cuelga del cuello sujeto de tejido cabelludo. La masa cerebral que no se ha esparcido como la de la cocinera, empieza a salir a través del nuevo hueco.
 Por fin se despierta la vieja dama. Hace vanos e inútiles intentos por levantarse. A dónde querrá ir esta mujer, me digo sin poder creerme lo que veo. Desiste, y sin haberse atrevido aún a abrir sus ojos a la realidad, palpa la cabeza de su difunto marido, que ahora reposa en forma fetal a su lado. Un espasmo sobrecogedor la embarga cuando comprende lo que sus manos palpan. Unas lágrimas le recorren la corta carrera entre sus ojos y la vil mordaza.
 Louisse presiente su muerte; de pronto y con un acto de inesperada  valentía, enfrenta sus ojos acusadores con los del Carnicero.
 Odio a la gente que todo lo tiene, disparo, su cabeza estalla en mil pedazos. Con los sesos esparcidos, da un para de patadas al aire, y con un sonoro y ordinario pedo, abandona la más señora este cruel mundo.
 Salgo al jardín y recojo al perro, no sea que alguien lo vea desde la calle. A decir verdad era bonito. Recuerdo que de pequeño quería tener uno; dicen que dan mucha compañía a los tipos solitarios como yo. Lo arrastro dentro de la casa, lo dejo junto a sus amos. Busco en el aseo algún frasco de colonia... Cojo todos los que encuentro, excepto uno de una buena marca que me reservo para mi última ducha en esta casa. El resto lo vacío encima de los cadáveres. Posiblemente pase aquí toda la noche y éstos dentro de poco apestarán, mejor que huela a flores que a fiambre.
 Doy por zanjado el asunto Simpson y dedico toda mi atención a preparar un juguete explosivo, un pequeño regalo para el comisario Martín. Cojo el listín telefónico y lo ojeo... Premio, aquí está... Memorizo la dirección y la compruebo en el callejero que guardo en mi bolsa. Veo que no se encuentra muy lejos, decido acercarme, puede que esta noche me quite otro estorbo de encima. Busco en los armarios del piso superior, y encuentro lo que preciso... Un chandal de mi talla, el abuelete Simpson al fin y al cabo es de mi talla, bueno era.

No hay comentarios:

Publicar un comentario