sábado, 23 de febrero de 2019

Capítulo 40º.



 Ocho treinta horas del viernes. Palacio de Congresos.
 Nada más llegar al recinto, ordeno a los muchachos que revisen que está montado todo el dispositivo de seguridad, y que no han habido anomalías durante la noche. Mientras los inspectores se encargan de ello, yo espero la llegada de la sección de perros. Unos minutos tarde pero por fin llegan; le ordeno al oficial al mando que recorra todo el recinto con los canes, hasta que no acaben de hacerlo no se abrirán las puertas al personal asistente, periodistas y público invitado, ya que en cada arco he dispuesto que se pongan dos perros junto a los policías habituales. Confío más en el olfato canino que en los rayos equis.
 Me encierro en el cuarto de seguridad con Jonatan. Me siento y le pido que haga lo mismo.
 ¿Cómo te encuentras hoy, muchacho?. Le pregunto.
 Mejor... gracias señor. Aun no han pasado veinte horas de que fueran asesinados sus compañeros, se le nota.
 Tengo un presentimiento. Le digo y hago una pequeña pausa. ¿Qué harías si tuvieras a krant frente a la mira de tu fusil?.
 ¿Lo duda acaso señor?.
 Yo no, y me gustaría que tú tampoco.
 No lo dudaría, póngalo a tiro y se acabo el vivir para ese hijo de perra.
 Me levanto, me acerco a él, y sonriendo le palmeo el hombro.
 Ahora descansa y pon tu mejor fusil a punto, a las diez quiero que te subas a la torre exterior, desde allí se domina la entrada y un amplio perímetro. Si Krant entra lo detectaremos, intentará huir y tú se lo vas a impedir, no debe salir con vida bajo ningún concepto.
 Y si lleva rehenes, comisario.
 Búscame yo te diré cuando es el momento adecuado para abatirlo, pero en cualquier caso estás autorizado a abrir fuego aunque ello signifique  daños colaterales. Si se pone a tiro lo matas y punto final.
 Delo por echo, medio segundo de exposición y le sello el pasaporte.
 Jonatan acompaña a sus palabras con un claro gesto de finiquito.
 Pero dígame comisario, ¿cómo sabe que vendrá?.
 Vendrá... lo se.

 Ocho quince horas. Hotel Start West.
 El recepcionista me ha llamado hace un cuarto de hora, tal y como le indiqué. Me ducho y me visto para la ocasión. Me siento como si estuviera viviendo un momento único, y en verdad lo es.
 El día ha amanecido claro y despejado, por lo que nos espera un día  cálido y soleado. Busco mis gafas falsas de vista, que junto al bigote y la peluca postiza con mechas grises, me confieren un aspecto más respetable e  intelectual. Solo el traje era del tal Albert, todo lo demás son elementos del maletín habitual del espía.
 Me enfundo mi revólver, por si surge algún inconveniente en el camino; reviso toda la documentación y la acreditación como periodista.
 Después de abonar la cuenta del hotel, tomo un taxi en dirección a la calle donde tengo aparcado el auto con los explosivos.
 A las nueve treinta estoy ya dentro del coche; examino los artefactos fabricados a partir de un novedoso material plástico e no detectable por los escáner y rayos equis. Su apariencia ante esos aparatos se asemeja a la piel. En cuanto al iniciador hecho con cuarzo líquido y envuelto en material explosivo, es también imposible de detectar. Juguetes que pasan inadvertidos, justo hasta que desencadenan su inmensa fuerza destructiva.
 Dejo en su maleta los artefactos y salgo del aparcamiento; son casi las diez, compruebo que ya hay afluencia de gente en torno al Palacio. Aparco cerca, al lado de un bar. Me apeo y entro en el establecimiento y me dirijo directamente al aseo y me encierro en el. Con suavidad, después de quitarme la chaqueta, me coloco al rededor del cuerpo los explosivos; un golpe no puede hacerlos estallar, a menos que sea extremadamente violento y justo en el iniciador. Guardo el revólver en el maletín y me coloco en la muñeca izquierda un cuchillo de hueso, regalo de un amigo árabe.
 Aún me queda tiempo para tomar algo, deben de acabar de abrir las puertas del Congreso.

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