lunes, 11 de marzo de 2019

Terror en la Metrópolis Capítulo 1º.



Enero Ciudad de Hon. Oasis de Jofra. Libia.

 El tiempo se halla detenido, aquí, en medio de este infinito y ardiente desierto, en el corazón de Libia.
 Llevo casi dos años en esta inmensa y lejana tierra, tan diferente a mí añorada Rusia, aprendiendo modernas técnicas y enseñando antiguas artes del oficio de matar. Pero sobre todo, me estoy reponiendo de viejas heridas físicas y mentales. Matar nunca ha sido un acto gratuito, siempre tiene un coste, y a menudo alto, aunque para practicarlo uno se vista con una negra y acerada coraza con la que tratar de evitar que traspase el dolor que necesariamente originas. La osadía guerrera y la poca estima a la vida de los demás tiene un precio que yo, como todos, he de pagar.
 Viejos recuerdos de Belfast, viejos recuerdos de los verdes paisajes de Irlanda del Norte, mi tierra adoptiva, acuden a mi mente mientras observo como la mujer a la que he poseído se viste. Es bella y joven, aunque perra de muchos amos. Una noche de lujuria y sexo, otra hembra que no volverá a calentar mis frías noches.
 Alguien golpea mi puerta, la muchacha me mira esperando que dé mi consentimiento para que abra la puerta; la ignoro y ella sigue vistiéndose.
 ¿Quién es? Pregunto.
 ¿Krant... se puede? Soy yo. Contesta quien llama.
 Salto de la cama y me pongo encima del cuerpo desnudo mi chilaba bereber; sonrío y abro la puerta. Mi amigo el comandante Al Assad, con su impecable uniforme de combate del ejercito libio y su inseparable látigo de piel de camello me saluda militarmente desde el quicio de la puerta.
 Vaya ¿qué te trae por aquí? Maldito chacal del desierto, le digo entre risas en tanto le hago gestos para que pase.
 Al Assad entra... recorre con su inquisidora mirada la habitación que ocupo, y sonríe de forma pícara cuando descubre en un rincón de la estancia a la muchacha, me mira, esperando sin duda a que despida a la puta, pero dejo que sea él quien lo haga. Al Assad le indica la puerta, pero la muchacha como obediente beduina espera a que sea yo quien se lo ordene, le pego una "cariñosa" patada en el trasero, y ya sin esperar más indicaciones, sale cerrando tras de sí la puerta. El comandante y yo reímos sonoramente.
 No cambiarás nunca, me dice, ni el mejor maquillaje francés puede ocultar esos moratones.
 Eso espero, le digo, así tendrá tiempo para recordarme.
 Y maldecirte. Apostilla Al Assad.
 Nos abrazamos, como buenos y antiguos camaradas; cojo una botella de mi bodega particular, una de mis últimas botellas de Irish Whisky, se la ofrezco, la descorcha y pega un trago largo, me la pasa y hago lo propio.
 Uau, esto está mucho mejor que vuestro asqueroso té. Le digo.
 Sí, desde luego. Dice mesándose con displicencia los labios.
 Apuramos un par de tragos más y por fin se decide ha empezar a contarme a qué ha venido.
 Tengo una importante misión que confiarte. Me dice golpeando amigablemente mi pecho con el mango de su látigo.
 Estupendo, ya tenía ganas de ganarme el pan y los dátiles que como, empezaba pensar que estaría de vacaciones el resto de mi vida. Le digo antes de pegar otro trago a la botella.
 Como puedes ver te equivocas, nosotros ofrecemos a cualquier camarada nuestra hospitalidad, pero también cobramos nuestras deudas, y tú tienes una con nosotros.
 Lo sé y os la pagaré con creces. Le digo golpeándome el pecho con la mano abierta a modo de promesa. Reímos y volvemos a beber.
 El Coronel, en persona, me pidió que te mande ha hacer las américas.
 Vaya, así que el perro yanqui tiene pulgas. Le digo.
 Más bien son las pulgas las que tienen perro yanqui.

No hay comentarios:

Publicar un comentario