Las horas habían ido transcurriendo sin apenas apercibirme de ello. La botella de bourbon estaba casi vacía. Miré el reloj y me di cuenta de que habían pasado ya cuatro horas; me aclaré la cara en el aseo, y justo cuando empecé a peinarme sonó el teléfono.
Dígame Martín al habla.
Buenas noches comisario, o buenos días según como se mire. Soy Monroe.
Lo se, habla. ¿Qué ocurre?, y abrevia.
Ok jefe, ha habido un intento de asesinato, afortunadamente tenemos una declaración de la víctima.
Bien. ¿De quién se trata?. Le requiero a Monroe.
Es una joven prostituta llamada Elizabeth C. D.
Ok... Sigue. ¿Qué más?. Dime más cosas. Insisto.
Verá señor, la joven ha sido violada, apaleada y finalmente quemada, en ese orden.
Ya, me imagino. ¿Tenemos las características del autor, inspector?.
Si, la joven, a pesar de la gravedad de sus heridas, a podido darnos algunos detalles. Es una chica muy valiente a pesar de todo.
Al grano Monroe, al grano.
Conforme, se trata de un hombre de raza blanca, sobre treinta y cinco años de edad, uno noventa de estatura, complexión atlética, pelo negro, ojos marrones, …
no sigas Monroe, puede ser el carnicero, son sus características físicas, aunque no tenemos fotos, sin duda se trata de ese malnacido; y lo peor, es su estilo de actuar.
Ha hecho un pleno señor. Hemos mandado al gabinete de la científica algunas prendas de la víctima y se han localizado unas huellas dactilares en el cinturón de la víctima, que por la rápida actuación de los bomberos se pudo salvar apenas chamusqueado.
¿Son las del carnicero?. Pregunto.
Si señor. En cuanto a la declaración... Le interrumpo.
¿Qué pasa con la declaración, Monroe?.
Pues pasa que la chica recordaba la matrícula del auto que conducía nuestro objetivo, y también el color y modelo del vehículo. El inspector prosigue y yo le dejo hablar. Esto último lo hemos confirmado entre las compañeras de Elizabeth. ¿Sabe?. Son muy corporativistas estas mujeres.
Escucha Monroe y déjate de pamplinas, organiza de inmediato la búsqueda del auto.
A sus órdenes señor.
Solo localización; yo salgo ahora mismo para jefatura, llevo abierto el equipo, comunico por el canal treinta y tres con distorsionador. Ordena a todos los equipos que hagan lo mismo.
Sin esperar más contestación del pelota de Monroe, recojo el walkie talkie, mi magnun del treinta y ocho especial, me lo enfundo y salgo de casa.
La noche era clara, el cielo estaba plagado de estrellas, el mundo seguía, la vida continuaba con su deriva, como si no pasara nada nuevo, como si todo lo ocurrido no importara.
Afortunadamente a las cuatro y media de la mañana, apenas si circulaban autos, por lo que no tarde casi nada en llegar al aparcamiento de la comisaría.
Nada más dejar aparcado el vehículo, me dirijo a mi despacho, me encuentro con el inspector Smith, que en ese momento está abandonando mi despacho.
Acabo de dejarle encima de su mesa la declaración de la víctima, Elizabeth, junto con el informe de las huellas encontradas en su cinturón; debidamente confrontadas con las de L. K.
Gracias Smith, búscame a Delgado, quiero verlo de inmediato. Le pido haciéndole un gesto con la mano para que espabile.
Al momento jefe. Se marcha rápido.
Me siento en el sillón y enciendo un cigarrillo. Un día tendré que dejar de fumar, me digo.
Empiezo a leer el informe de la científica, fijándome con especial detenimiento e interés en la comparación de las huellas archivadas, las que dejó en el aeropuerto y las nuevas. No hay duda alguna, las del sádico de esta noche y las de Krant son de la misma persona, o más bien del mismo demonio en persona. Ahora solo precisaba que la suerte nos acompañara y el carnicero caería en mi tejida red.
Unos minutos después aparece Delgado por la puerta. Se le nota un poco cansado, como si acabara de realizar un gran esfuerzo físico. Sonreí sospechando el motivo de su agotamiento; le pregunto a pesar de conocer de antemano la respuesta, y de que tratará de ocultar la verdad.
Verá jefe, mi mujer es joven, me ama en exceso y no me deja descansar lo suficiente.
Bueno, bueno, interrumpo, en el amor los excesos se deben perdonar siempre. Le digo con media sonrisa.
El se encoge de hombros. Se le nota feliz, pero, eso sí, agotado. Hago como que me creo su historia a la vez que le pido el informe sobre las azafatas. Me señala una carpeta sobre mi atiborrada mesa. La miro, la cojo y hago un gesto de acuerdo.
¿Precisa alguna otra cosa comisario?.
Si, quiero que estéis preparados con toda la artillería pesada. Podéis turnaros para descansar y reponer fuerzas. Lo primero lo podéis hacer en cualquier sillón de jefatura, y lo segundo en el Pacífico.
Puede despreocuparse, está todo preparado y los hombres listos para actuar.
Me alegro de oír eso. Puedes marcharte; dile al capitán de asaltos que quiero verlo, por favor.
Ok jefe.
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