domingo, 24 de febrero de 2019

Capítulo 35º.



 Tres horas de la madrugada del viernes. Residencia de Joan Roberts.
 Joan vive en un gran apartamento de un céntrico y lujoso edificio. Su apretada agenda de trabajo como gobernanta de una ciudad de carácter metropolitano, le obliga a vivir cerca de su despacho oficial. Podría vivir en la propia Alcaldía, ya que en ella dispone de una amplia zona habilitada a tal fin, pero detesta y rechaza de plano el boato y la falta de intimidad que ello supone.
 A menudo echa en falta los largos y abúlicos días del pasado, en la casa de la familia, en el campo, rodeados de plantaciones y de enormes manchones de vegetación autóctona, ríos, lagos y lagunas por doquier, y vida, mucha vida en libertad, salvaje... Tan distinta a la vida en la ciudad, rodeada de cemento y ruido, tan dispares como el fuego y el agua.
 Estoy en la cama desde hace tres horas. Después de repasar algunos asuntos urgentes y pendientes de la Alcaldía, y de supervisar el papeleo del  plan de la clausura del Congreso, pensaba que me dormiría enseguida, pero  las responsabilidades me mantienen despierta a estas altas horas de la madrugada.
 Me viene a la mente la última charla con Ricardo, un hombre admirable... y adorable. Me sonrío. Pero que no sabe cómo declararse. Vuelvo a sonreír recordando su increíble torpeza. Se ve que mi cargo político le causa respeto. Hago votos porque lo supere pronto, y dé el paso que espero, que ansío. Sé que le gusto, y a mí me encanta que le guste.
 Pienso de pronto en el motivo de su última visita... La piel se me eriza... Ese terrible asesino que anda suelto en mi ciudad... Y Ricardo, mi apuesto y amado policía, a su caza... Más tarde o más temprano se encontrarán... Uno de los dos... No, no quiero ni pensarlo. Doy la enésima vuelta en la cama, y dirijo mis pensamientos a la parte amable de los recuerdos, voy un poco más lejos. Me imagino como me besará en la intimidad, si será siempre tan amable, bueno y profundo como creo que es. Si llegará a quererme de verdad. Suspiro dejándome arrastrar a los brazos confortables del sueño.
 La botella de tequila está a punto de acabarse; el alcohol dirige desde hace rato todos mis actos; la amplia habitación del hotel, alquilada con la tarjeta del señor Simpson, como ahora me llamo, empieza a dar vueltas.
 Bajo la ducha recupero un poco del dominio que he dejado naufragar bajo los caprichos de la botella. Cuando la frialdad del agua penetra los entresijos de mi piel, acabo de recuperar la cordura, lo suficiente para dejarme caer sobre la amplía y confortable cama de la suite. Ahora debo descansar para que mañana todo vaya sobre ruedas. Cuando la pasma conozca que el difunto Albert Simpson ha dormido aquí, yo ya estaré en otro quehacer, ya habré levantado el vuelo.
 Tres horas de la madrugada del viernes. Comisaría del Distrito Este.
 Morrison anda tirándose de los pelos, acaba de tener una larga y tendida charla con el comisario jefe, los chicos de Lince 26 siguen sin aparecer. Se acerca a la máquina de café hablando solo, maldiciendo entre dientes. Lo que daría por verlos allí, apurando el penúltimo café, siempre  tan despreocupados, tan irresponsables, pero allí. Algo malo presentía, algo que le carcomía por dentro, él les había mandado como castigo a hacer ese último trabajo, se sentía responsable de lo que les hubiera podido pasar a los muchachos. A pesar de las broncas y las amenazas, para el sargento todos eran como sus hijos, como los hijos que nunca tuvo.
 Hace casi cuatro horas que todas las patrullas disponibles, que no andan ocupadas vigilando el Congreso, están haciendo batidas por toda la ciudad, y sobre todo por las cercanías del Río Durango. Parece como si se los hubiese tragado la tierra.

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