viernes, 8 de marzo de 2019

Capítulo 12º.



 12 horas del miércoles.

 Una vez doy por terminada mi visita al Palacio de Congresos, tomo un taxi y le indico, al asiático que lo conduce, donde quiero que me lleve, un parque cercano al edificio de apartamentos donde tengo mi piso de seguridad.
 Llegamos enseguida, pago y abandono el vehículo. Me adentro en el parque comprobando que nadie me sigue; ando por él durante una media hora aproximadamente, fijándome especialmente en las inmediaciones y accesos al mismo, ando con paso ligero volviéndome repentinamente y observando mis espaldas cada vez que me siento cubierto por algún matojo o árbol.
No se trata tanto de saber con cierta seguridad que mi intimidad no está siendo violada, tengo que tener una certeza absoluta de ello. Cuando creo que estoy cubierto me dirijo sin más dilación al piso que ocupo.
Mientras subo las escaleras me viene a la mente el estúpido que hizo saltar la alarma en el Palacio de Congresos. Seguro que es el jefe de los malditos polis yanquis; desde luego que lo tienen claro los perros fascistas. Sonrío y me noto mejor, reconfortado, parece ser que me enfrento a una camada de inútiles, más ineptos aún que los chacales de Scotland Yard, que seguro aún no olvidan al que nombraban como el Carnicero de Belfast.
El piso es amplio y tiene las más elementales normas de seguridad. Rápidamente me pongo en acción; lo primero es instalar medidas de seguridad adicionales, con el objeto de tener sorpresas desagradables e inoportunas. Localizo el armamento de apoyo que les pedí a los chicos de la embajada.
Y como no podía ser de otra forma los valientes idiotas lo han dejado en el mueble bajo la cocina que se supone guarda los cilindros de gas, que como no podía ser de otra forma han dejado a la vista; parece mentira que pertenezcan a la inteligencia libia, informaré a mi vuelta a su jefe, a mi amigo el comandante Al Assad.
Saco todo el material: un fusil de asalto, dos pistolas automáticas, abundantes cargadores municionados y dos cajas llenas de granadas de mano.
Distribuyo de forma estratégica las granadas y los cargadores por toda la casa, y preparo con las primeras algunas trampas. Instalo lo que yo llamo un torbellino de fuego y destrucción en la pared que sirve de mediana con el edificio posterior al mío para disponer de una salida falsa; y en la pared que cubre el amplio pasillo de acceso a la vivienda, una trampa mortal para quien quiera sorprenderme. Sonrío mientras instalo el material, reconozco que soy un auténtico artista en lo mío; alguien lo lamentará sin duda.
Finalmente instalo la llave detonadora del torbellino de fuego, una precisa trampa explosiva en la puerta de acceso. Recuerdo a un estúpido chorizo que en cierta ocasión quiso entrar en aquel piso... Parece ser que aún no han encontrado todos sus pedazos.
Una vez he instalado la seguridad me tumbo en la cama. Con el ruido de fondo de la televisión me quedo profundamente dormido.
Sueño con mi infancia, los maravillosos primeros años de mi niñez  se agolpan en mi mente, un suave calor envuelve mi cuerpo, el recuerdo de otros tiempos, lejanos y felices, en mi patria natal me relaja por  momentos.
Todo era bueno hasta que llegó el nuevo comisario político y su infame corrupción que acabo afectando a toda mi comunidad.
La pesadilla de la huida del telón de acero acaba por despertarme. Estoy empapado en sudor, miro el reloj y veo que apenas he dormido una hora. Mi cuerpo asemeja un estado febril. Las venas de mis brazos, del cuello y de la cabeza amenazan con reventar de la presión arterial y esparcir su rojo contenido por toda la habitación. El pecho se mueve de forma compulsiva al ritmo que imprime mi agitado corazón. Trato de secar con la sábana el perlado sudor que sigue manando de mi cuerpo, pero apenas lo consigo porque toda la ropa de cama ya está empapada.
Me levanto de un salto de la cama y me meto en la ducha. El agua cae sobre mi cuerpo como un bálsamo benefactor. Actúa poco a poco, dejándome envuelto en un plácido nirvana; mi mente, se va aclarando con cada minuto que discurre bajo la ducha, y lentamente los oscuros fantasmas del pasado van dando paso a la realidad, al momento presente.
Mientras seco las últimas humedades de mi ennegrecida piel fruto de mi larga estancia en el desierto, me sorprendo mirando mi cara en el espejo, y ... llego a la conclusión de que no soy un adonis, sin duda no soy perfecto y seguro que tampoco soy justo.
Mi mente empieza a derrapar con alguna  estúpida elucubración, me llega la palabreja “cohecho”, acechándome con la imagen del juez instructor que ha sabiendas de lo improcedente de sus decisiones las lleva adelante. Corto con la ensoñación y me digo a mi mismo que yo no soy un juez soy un ejecutor y debo actuar conforme a lo que de mí se espera, tanto de parte de amigos como de enemigos. Me digo lo de siempre: hay cabrones con uniforme y sin él, poderosos o simples lacayos, en todos los sitios, entre los USA, los franchutes, en Moscú y por supuesto que también los hay en la dorada Libia.
Seguro que tengo mucha faena. Je, je, río relajándome al hacerlo, y este fin de semana podré celebrar haber matado a más de cien pájaros de un solo tiro. Vuelvo a sentirme bien, en forma y dispuesto a realizar un trabajo sin fallos pese a quién pese, enlute a quien enlute.
Más relajado me senté frente al televisor, el noticiero hablaba del Décimo Congreso por la maldita Paz. La enumeración de los asistentes a la clausura me aseguró que los pájaros a los que debía abatir eran realmente de altos vuelos; no como el comisario político bolchevique, el cerdo que se convirtió en la primera cucaracha aplastada por mi cruel pero efectiva bota.
Realmente aquel iba a ser el trabajo más importante de mi vida; y tal vez por eso mismo las situaciones de ansiedad y crispación sobrevenían con mayor frecuencia, convirtiendo los días previos a la acción en una cascada de continuas crisis.
Tratando de concentrarme en lo importante me prometo actuar con calma absoluta. He de evitar cualquier situación que pueda perturbarme.
Repaso mentalmente todo el plan previamente establecido; recorro de nuevo la casa de punta a punta comprobando que todas las trampas están colocadas correctamente, así como que la distribución de los cargadores de munición están situados fuera del alcance de las explosiones, que aunque sean controladas arrasarán todo lo que pillen en su radio de acción. Reviso el funcionamiento del fusil, una bonita y precisa arma yanky, manejo con mi habitual desenvoltura las dos pistolas automáticas, y le ajusto a una de ellas un silenciador, introduciéndomela por el cinturón, en la espalda. Y de pronto lo decidí, sabía claramente que no debía hacerlo, pero necesitaba desahogarme, precisaba una mujer para divertirme y olvidar por un rato la agobiante tenaza que volvía a agobiarme.
Una parte de mi me previene de que voy a romper el protocolo de seguridad que yo mismo me he impuesto, pero que narices no puedo ni quiero evitarlo, me digo en tanto empiezo a relamerme con el futuro clímax que sin duda me espera más allá de estas cuatro paredes.
Salgo a pesar de todos los pesares... me encuentro perfecto.

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