viernes, 8 de marzo de 2019

Capítulo 10º.



Comienza la cuenta a atrás.

Primer día. Miércoles 11 horas de la mañana. Palacio de Congresos.

Como comisario del departamento anti terrorista de la policía metropolitana me hallaba revisando las medidas de seguridad que habían sido adoptadas en el Palacio de Congresos, el cual era sede a partir de hoy del Décimo Congreso Internacional por la Paz. Interesante reunión que por desgracia nunca conseguía imponer su hermoso propósito, pero que sin duda alguna mantenía abierta la puerta de la esperanza para aquellas naciones que por distintas y peregrinas causas se hallaban envueltas en conflictos bélicos.
Hasta ahora todo andaba bien, lo que no me tranquilizaba en absoluto pues solo hacía una hora que el congreso estaba inaugurado. Quedaban algo más de tres días para que este acabase. Para ser más preciso cincuenta horas repartidas en tres largos y delicados días. Justo hasta la una del mediodía del próximo viernes, momento en que los dignatarios de más de cien países, incluido nuestro presidente, clausurarían la reunión.
Tenemos informes de las distintas policías del mundo y de varios servicios secretos, de que varias organizaciones terroristas pretenden golpear con sus acciones criminales la buena marcha de las conversaciones, es el momento en el marco ideal para hacerlo por el gran eco informativo al que se harían acreedores.
Aunque hemos tomado todas las medidas de seguridad habidas y por haber, tengo un presentimiento que me pone los pelos de punta.
Me fundo entre la multitud procurando envolverme en el ambiente que emana de la masa, intentando captar alguna sensación, algún mensaje o un simple atisbo de algo que no va bien o que no está en donde debe estar, cualquier cosa no apreciable desde los puestos de observación asignados al personal de seguridad.
Recorro los pasillos como un visitante cualquiera adentrándome en los escenarios que empiezan a formar parte de la historia de esta humanidad que busca fórmulas de convivencia en paz. Muchos de los hombres con los que ahora me cruzo o comparto el espacio físico de este formidable Palacio, pasarán a figurar con nombres propios en algún que otro renglón de esa historia que hoy, sin duda, se está escribiendo desde aquí. Unos en mayor grado que otros, pero de la que todos se sentirán orgullosos de conformar, y que contarán primero a sus hijos y luego, posiblemente, a sus nietos.
Realmente es interesante esto de mezclarse con la gente; siempre que recuerdo momentos como este, los recuerdo en el otro lado de la masa, apartado y distante, en el sitio que se suele ocupar cuando se representa al brazo armado de la ley.
Sigo absorto en mis pensamientos cuando de pronto suena una alarma, justo en el sitio donde me encuentro, dos policías se abalanzan sobre mí.
Vaya... perdone señor comisario... me temo que hizo sonar la alarma con su... ejem... arma. El agente se disculpa como puede. Pero la verdad es que si de alguien es la culpa ese soy yo, y así se lo hago saber.
Tranquilo agente, está perdonado, como todos vemos la culpa es mía. El agente me saluda agradecido. Le devuelvo el saludo y me giro volviendo sobre mis pasos; pienso acertadamente que al menos he podido comprobar insitu y por sorpresa que los sistemas de detección de armas funcionan a la perfección y los agentes están al tanto de lo que pasa.
Y de pronto lo vi...
Un hombre de aspecto agradable, con grandes gafas y sombrero blanco, observa con media sonrisa al comisario Martín y la escena recién protagonizada por los policías; éste a su vez, súbitamente interesado por la cara del individuo que tan fija y descaradamente le observa, enfrenta su mirada al hombre.
El presentimiento que hace escasos momentos le erizó la piel, le vuelve a inquietar, esta vez un frío sudor le recorre la espalda. Alguien se interpone entre ellos. Un segundo después el curioso observador ya no está, se ha volatizado.
Ricardo Martín, comisario del grupo operativo anti terrorista de la policía metropolitana, ahí enfrente tenías al más jodido terrorista que hay en este puto mundo y te has quedado clavado, mirando sin reaccionar, has dejado que se haga humo. Era mi pensamiento, pero lo había convertido en palabras perfectamente audibles. Y lo peor es que Francoise, el jodido inspector de madre parisina me ha debido de oír. En este preciso momento se dirige a donde yo me encuentro portando una amplia sonrisa en su hipócrita cara de zalamero que lo sabe todo; y la verdad es que no me hace maldita la gracia lo que un destripador de bragas de treinta y seis años, con nombre de conquistador francés pueda pensar de mi aptitud, y menos gracia aún si lo pregona a todo el equipo, así que antes de que abra la boca le digo alto y claro.
Ni una palabra de esto a los chicos Francoise o te mando a dirigir el tráfico el día de San Valentín.
Muy apropiado jefe. Respondió de corrido. No sabe usted bien lo que se liga con el pito y la porra. ¿Si quiere, continuó, le cuento lo que me pasó una vez con una rubia de impresión y su BMW descapotable?.
El muy jodido de Francoise no tenía desperdicio y sabía muy bien como sacarme de quicio, así que con evidente enfado le dije:
No quiero escuchar tus cochinas aventuras, y en cuanto a lo que acabas de escuchar, ni media a los chicos; mi amenaza va en serio, quiero que te quede bien claro ¿OK?... yo hablo con quien quiero, incluso conmigo mismo; igualmente hago saltar todas las alarmas si lo creo conveniente, cuando y donde quiera. Privilegios de ser comisario especial, ¿ha quedado claro?.
Entendido jefe, dijo levantando por encima de su cintura las manos, a la vez que inclinaba ligeramente su cabeza hacia su derecha arqueando sus cejas... ¿osea, prosiguió, que la alarma la hizo saltar usted? Vaya, vaya, esto si que es bueno. Una ligera mueca de risa se remarcó irónicamente en los finos labios del inspector Francoise.
Lo fulminé con la mirada, bueno al menos eso es lo que deseé; y como de costumbre me mesé el pelo con las manos, tratando de relajarme y me marché maldiciendo al jefe de personal por no mandarme a policías de verdad, en vez del conjunto de inútiles y ... en fin, mesado y relajado continúo con lo mío.
Una vez que Francoise desaparece de mi vista, me acerco al reservado que ocupa mi equipo en el Palacio de Congresos. Delgado que está absorto observando los monitores de seguridad de la entrada, no se apercibe de mi presencia. Me acerco hasta él, carraspeo ligeramente y cuando, por fin, atraigo su atención, le ruego que se encargue de forma personal de la supervisión del resto de puntos que me quedan por controlar.
No se preocupe jefe, puede marchar tranquilo, ya me encargo. Y marcho, desde luego muy tranquilo, Delgado es uno de mis mejores elementos, y sinceramente, espero que dure en el equipo.
Nos veremos en Jefatura después de comer, le recuerdo mientras salgo.
Me voy caminando a pesar que la Central se encuentra bastante alejada del recinto del Palacio de Congresos. Preciso pensar sobre lo que acaba de ocurrir, y especialmente con el tipo de la media sonrisa; aunque haya gente que desprecia los presentimientos, a mí personalmente me llegan a preocupar seriamente.
Esa cara es todo un augurio, y aunque mi memoria fotográfica me indica que no la he visto nunca, mi instinto profesional me recomienda atención. Me da la sensación de que ese rostro habrá de traerme problemas.
Las calles de la gran ciudad están repletas a estas horas del mediodía con gente que ajena al resto camina deprisa y segura, también se ve algunas personas distraídas que son pasto de los descuideros que aprovechan la multitud para sus propios intereses; a quienes esperan el autobús, un imposible taxi, a ciudadanos ociosos que ocupan su valioso tiempo no preocupándose de su paso. Y por supuesto multitud de gente que circula en rápidos y ruidosos vehículos, armazones metálicos con ruedas y carentes de alma, exigentes y omnipresentes. Y pájaros... sí, sí pájaros, unos casi increíbles grupos de pájaros de las más diversas especies; aves que escaparon de sus doradas y reducidas jaulas, pájaros que, sin duda, optaron en un descuido de sus esclavistas amos por la extraña y, para la mayoría, desconocida llamada de la libertad, diversas especies de esos entrañables y alados seres que siempre acaban reuniéndose en ruidosas aglomeraciones en las abundantes y moldeadas zonas verdes de la metrópolis. Instalan sus nidos en las frondosas copas de los públicos árboles, alimentándose en el público suelo de la libre y privada caridad humana, poca y escasa por cierto. Entre la alada diversidad hay palomas, palomas blancas, palomas mensajeras, tordas y torcaces, palomas coloreadas que siempre vuelven diligentes al palomar. Afortunadamente para todo este variopinto y multicolor espectáculo animal, al ser hoy un cálido día de primavera se apetece estar en los jardines de nuestra preciosa ciudad, muchos abueletes lo aprovechan con lo que la abundante fauna alada y más de una ardilla se están pegando un nada despreciable banquete a base de semillas variadas y migas del siempre apetecible pan. Algunos tiernos infantes, a pesar de la reprobación de sus mamás, vacían el contenido de sus bolsas de palomitas de maíz o bolitas de queso.

1 comentario:

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